“El
otoño del patriarca”, de García Márquez:
Entre
la vida y las muertes
Jhon
Monsalve
Imagen tomada de internet
Mi
propósito no es presentar un análisis de esta novela. Ni más faltaba. Ya hay
suficientes, rigurosos, metódicos y bajo fundamentos teóricos consistentes. Ya
sabrán los lectores de este blog que no acostumbro a hacer trabajos completos
de ese estilo porque, sin quererlo, lo dispuse así desde un principio. Sigo
pretendiendo con este espacio un diálogo conmigo mismo sobre lo que leo. No es
que no sea capaz de hacer un análisis riguroso de esta novela, sino que no es
el lugar más oportuno. No es que un mandatario no pueda gobernar bien, es que
no es el lugar oportuno. Así como tomo estas decisiones, las tomaron los
dictadores que bañaron de sangre estos países del Nuevo Mundo. He leído dos
novelas sobre las dictaduras: La fiesta del chivo, de Vargas Llosa, y esta de
la cual hoy hago un comentario. “El otoño del patriarca”, publicada en 1975, es
una novela que relata la vida y muerte de un dictador del Caribe (que, a simple
vista, no puede determinarse históricamente con claridad). Debería decir: la
vida y las muertes de este dictador, porque fue una sola la vida, pero fueron,
por un lado, mínimo dos muertes, la de su doble y la suya propia muchos años
después; y por otro lado, debería hablar de muertes porque fueron miles las que
él, bajo su mandato, llevó a cabo. Claro está que, en medio de aparentes
adulaciones por parte del pueblo, supo decidir sobre los métodos de opresión y
castigo, sin mancharse las manos directamente o sin lograr que de él
sospecharan. Hace falta recordar a Nacho, en su lugar de masacres, matando a
nombre de sí mismo, pero bajo el mando del patriarca. Ay, ay, hay muertos por
todos lados, niños que jugaban a sacar pelotas heladas de la urna de la lotería
que siempre se ganó el anciano del mando, esos niños están ahora enterrados
bajo cientos de toneladas de piedras y de tierra después de la explosión con
dinamita. Esta novela es la expresión de la vida y de las muertes del
patriarca. ¿Estaba loco? No lo sabemos, pero lo suponemos. Al menos, afirmamos
que imaginaba mucho: esas carabelas de Colón y la desaparición de su primera
amada en medio de un eclipse, antes de que llegara Leticia Nazareno, aquella
mujer con la cual pasaría largos años de su vida y que vería pervertirse entre
los abusos del poder, y que, además, le daría un hijo, de los tantísimos que
tuvo, también sietemesino y malvado desde niño, menos mal que no creció, porque,
de lo contrario, no habrían celebrado al final de la novela los cien años de
mandato del patriarca, sino mínimo doscientos, porque si su padre vivió todo
ese tiempo, mínimo le heredaría, a parte de su maldad, la capacidad de gobernar
por siempre. Ya no serían dos sus muertes, sino tres, por mínimo. Y yo que
creí, y tal vez usted también, que Leticia Nazareno lo cambiaría, que lo haría
reflexionar a punta de rezos y de desvaríos en la cama, con su cuerpo pequeño,
sus tetas redondas y su culo torneado. Pero no, Leticia no hizo más que seguir
los pasos de él, y se convirtió a su doctrina, después de haber sido monja del
recinto católico de esa zona del Caribe. Manuela Sánchez sí habría podido con
él, pero se esfumó en medio de un eclipse que muy comedidamente dedicó el
patriarca a la mujer que le robaba el sueño. Tal vez no. Él, cuando pudo, no
ayudó a los aledaños pobres de su primera amada, sino los expulsó de allí,
porque los consideraba sin méritos de vivir junto a ella. Ay, mi patriarca
querido, del cual tuve lástima por loco, asesino y analfabeta. No sabía leer ni
escribir, y si no hubiera sido por Leticia, él habría muerto sin afirmar que
vaca, de las que tanto abundaban en su mansión, se escribía con b de burro. Ay,
las muertes, los atentados que contra él fracasaron, bajo el ruido de fuertes y
mortuorias dinamitas. Tantos civiles despedazados, tantos de sus súbditos
muertos porque de alguna manera temía que algún poder lo superara dentro de sus
propios límites, y por eso murió Aguilar, el mejor de sus ayudantes, y de la
manera más atroz. Lo consideró un traidor, en uno de sus tantos momentos de
alucinación, y le mandó a quitar la cabeza, a cocinarla y a comerla. Claro,
nadie iba a traicionar a nuestro patriarca, pobrecito, él, tan viejo, tan
cansado, tan inerte para el amor, no podía dejarle el paso de sus bienes y de
sus niñas, prostitutas como se supo al final, a alguien que no durmiera como
él, que no cerrara las puertas tantas veces como él, que no mandara como él,
que no matara como él, pobrecito, mi patriarca, que le tocó morir, al fin y al
cabo, como se lo dijo su pitonisa, a quien también mató para que no contara el
secreto de su muerte. Ay, patriarca de los amores de las colegialas compradas
para darle gusto en la cama. Ay, patriarca que me recuerdas a Leonidas
Trujillo, también inservible para el amor y que, por tal motivo, tuvo que
penetrar con uno de sus dedos a aquella niña porque sus años no le daban para
más. Ay, patriarca, cómo compadezco tu padecer y tus miedos. Menos mal te
moriste en ese entonces, aunque parece ser que aún vives latente en estos
mandatarios del Caribe, adorados por su pueblo, como te adoraban a ti, ya fuera
por hipocresía o por ignorancia, ay, pobres de tus súbditos, porque vivieron
como hoy viven en estas tierras los ignorantes que lloran la pérdida de un
patriarca que no duró cien años, sino ocho, pero que sigue mandando,
paradójicamente, con el claro propósito de llegar a más de cien. Y a los dos
los compadezco, claro que sí, y mucho.
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