Relato
de vida: experiencias de lectura
Jhon Monsalve
Imagen tomada de este enlace.
Mentiría si digo que, de
niño, me acerqué de alguna manera a la lectura. No me llamaba la atención, no
tenía familiares cercanos a quienes pudiera ver con un libro, con un periódico,
no había revistas en la casa, ni historietas; solo un triste y abandonado libro
de historias bíblicas asomaba su pasta amarilla de vez en cuando para
contagiarme de imágenes. No entendía los puntos negros, pero no me interesaba;
lo bonito era reconocer imágenes que podían recortarse y pegarse en otras
superficies, para deleite, para pasar el tiempo, para no aburrirme tanto.
El día que asistí por
primera vez a la escuela tuve también mi primer contacto con la lectura. O
bueno, eso me hizo creer la profesora, cuando argumentó que, para leer un
texto, era necesario pedirle a Dios la sabiduría suficiente y que, en su honor,
dibujáramos algo alusivo al Padre Celestial. Por mucho tiempo creí que el acto
de dibujar encaminaba al de leer y que mis pésimas habilidades en el campo de
la artística me llevarían también a fracasar en la lectura.
Muchos años después, mi
padre fue víctima de la misma estrategia, y fracasé en el difícil proceso de
enseñarle a leer: “Mijo, yo quiero aprender a leer… ¿Para qué dibujar a Dios,
si ni siquiera sé cómo es?”.
La profesora nos enseñó
que leer era algo así como un proceso que consistía en memorizar el sonido de
unos garabatos para captar ciertas palabras que, si bien decíamos, nunca
entendíamos: familia, amor, paz… vocablos tan abstractos que solo eran producto
de la idealización de la felicidad humana, muy ajena a realidades crueles de
nuestra entristecida patria. De este modo, el juego era el siguiente: oraciones
a Dios Padre, sonidos ajustados a líneas deformes y palabras abstractas,
incompresibles, propias, posiblemente, de familias completas como las que
mostraba el libro… familias, grupos de amigos, vecinos, que, además de
mostrarse felices, en amor y en paz, era dibujados de maneras tan distintas a
todos nosotros que nunca cogimos la mala maña de parecernos a ellos: blancos,
rubios, con carros, con saco y corbata… La lectura presentaba mundos más allá
de lo decodificado, sí, pero mundos, al fin y al cabo, tan ajenos al real, al
palpable, al de las balas y las familias amputadas.
Gracias a un vallenato que
me gustaba mucho supe que las canciones también se leían. Antes, memorizaba por
memorizar las letras de las canciones populares; después de que mi hermana me
preguntara si ya había escuchado la letra de una de las canciones de ese
entonces, comprendí que leer no era propio del sentido de la vista, sino
también, y en muchas ocasiones, del oído. Y me puse a escuchar canciones, a
leerlas con los ojos de la mente… de los recuerdos cercanos del primer amor. La
música popular, la que hoy muchos critican, pordebajean, humillan, satirizan,
fue la música que me hizo inclinarme por la lectura. Si las canciones decían
algo, los cuentos también, los poemas también, las películas, los gestos, la
vida misma…
Y empecé a leer literatura
de todo tipo. Me considero aún hoy lector asiduo de la obra literaria de Agatha
Christie, la escritora que acompañó mis tardes juveniles frente al bambú de la
casa donde vivíamos, en cuyas tablas y latas escribí muchas veces el nombre de
Hércules Poirot para sentir la ficción policial cerca, mientras compraba, de
alguna manera, otro libro.
No conocí a Agatha porque
sí. Una de mis profesoras de
bachillerato nos incentivó a leer Asesinato
en el Orient Express. Debo confesar que en dos días había terminado mi
primera novela y que la había disfrutado tanto o más que un vallenato. Hoy tengo
18 libros de esta escritora y pienso leer toda su obra durante mi vida… ojalá
me alcance el tiempo y que la tentación de leer otras cosas me lo permitan.
Ese fue, precisamente, el
otro problema. Como la experiencia lectora fue positiva con Agatha, nació en mí
un impulso por todo lo referente a la narración: cuentos, novelas, crónicas,
noticias… Me gustaba imaginar las escenas: saber que se creaban en mí ilusiones
tan reales me hacía sentir bien, estable, como en paz… Y, como pude, comencé a
coleccionar libros.
Otra profesora de Español,
por allá en once grado, amante de Carlos Cuauthémoc Sánchez, nos recomendaba
lecturas como Juventud en Éxtasis o La fuerza de Sheccid, que, si bien eran
narraciones, me aburrían un tanto porque me sentía poco útil en la lectura:
todo estaba dado porque sí y siempre había momentos de reflexión que cortaban
el hilo narrativo: que había que orar, que debíamos portarnos bien, no ver
pornografía, no golpear al otro, consejos insulsos que, en una familia
analfabeta como la mía, fueron dados desde el día de mi nacimiento. La
profesora recomendaba esos textos y yo llegaba con Agatha, con Saramago, con
Cervantes… Casi pierdo Español.
Hoy no concibo mi vida sin
la lectura. En el camino he dejado ya decenas de libros, y ojalá pueda dejar
muchas más. Quién quita que de tanto leer me vuelva loco, como uno de mis amigos,
y que de un momento a otro, por azares de la vida, aparezca mi Dulcinea.