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lunes, 2 de junio de 2014

“El otoño del patriarca”, de García Márquez: Entre la vida y las muertes

“El otoño del patriarca”, de García Márquez:
Entre la vida y las muertes
Jhon Monsalve
Imagen tomada de internet

Mi propósito no es presentar un análisis de esta novela. Ni más faltaba. Ya hay suficientes, rigurosos, metódicos y bajo fundamentos teóricos consistentes. Ya sabrán los lectores de este blog que no acostumbro a hacer trabajos completos de ese estilo porque, sin quererlo, lo dispuse así desde un principio. Sigo pretendiendo con este espacio un diálogo conmigo mismo sobre lo que leo. No es que no sea capaz de hacer un análisis riguroso de esta novela, sino que no es el lugar más oportuno. No es que un mandatario no pueda gobernar bien, es que no es el lugar oportuno. Así como tomo estas decisiones, las tomaron los dictadores que bañaron de sangre estos países del Nuevo Mundo. He leído dos novelas sobre las dictaduras: La fiesta del chivo, de Vargas Llosa, y esta de la cual hoy hago un comentario. “El otoño del patriarca”, publicada en 1975, es una novela que relata la vida y muerte de un dictador del Caribe (que, a simple vista, no puede determinarse históricamente con claridad). Debería decir: la vida y las muertes de este dictador, porque fue una sola la vida, pero fueron, por un lado, mínimo dos muertes, la de su doble y la suya propia muchos años después; y por otro lado, debería hablar de muertes porque fueron miles las que él, bajo su mandato, llevó a cabo. Claro está que, en medio de aparentes adulaciones por parte del pueblo, supo decidir sobre los métodos de opresión y castigo, sin mancharse las manos directamente o sin lograr que de él sospecharan. Hace falta recordar a Nacho, en su lugar de masacres, matando a nombre de sí mismo, pero bajo el mando del patriarca. Ay, ay, hay muertos por todos lados, niños que jugaban a sacar pelotas heladas de la urna de la lotería que siempre se ganó el anciano del mando, esos niños están ahora enterrados bajo cientos de toneladas de piedras y de tierra después de la explosión con dinamita. Esta novela es la expresión de la vida y de las muertes del patriarca. ¿Estaba loco? No lo sabemos, pero lo suponemos. Al menos, afirmamos que imaginaba mucho: esas carabelas de Colón y la desaparición de su primera amada en medio de un eclipse, antes de que llegara Leticia Nazareno, aquella mujer con la cual pasaría largos años de su vida y que vería pervertirse entre los abusos del poder, y que, además, le daría un hijo, de los tantísimos que tuvo, también sietemesino y malvado desde niño, menos mal que no creció, porque, de lo contrario, no habrían celebrado al final de la novela los cien años de mandato del patriarca, sino mínimo doscientos, porque si su padre vivió todo ese tiempo, mínimo le heredaría, a parte de su maldad, la capacidad de gobernar por siempre. Ya no serían dos sus muertes, sino tres, por mínimo. Y yo que creí, y tal vez usted también, que Leticia Nazareno lo cambiaría, que lo haría reflexionar a punta de rezos y de desvaríos en la cama, con su cuerpo pequeño, sus tetas redondas y su culo torneado. Pero no, Leticia no hizo más que seguir los pasos de él, y se convirtió a su doctrina, después de haber sido monja del recinto católico de esa zona del Caribe. Manuela Sánchez sí habría podido con él, pero se esfumó en medio de un eclipse que muy comedidamente dedicó el patriarca a la mujer que le robaba el sueño. Tal vez no. Él, cuando pudo, no ayudó a los aledaños pobres de su primera amada, sino los expulsó de allí, porque los consideraba sin méritos de vivir junto a ella. Ay, mi patriarca querido, del cual tuve lástima por loco, asesino y analfabeta. No sabía leer ni escribir, y si no hubiera sido por Leticia, él habría muerto sin afirmar que vaca, de las que tanto abundaban en su mansión, se escribía con b de burro. Ay, las muertes, los atentados que contra él fracasaron, bajo el ruido de fuertes y mortuorias dinamitas. Tantos civiles despedazados, tantos de sus súbditos muertos porque de alguna manera temía que algún poder lo superara dentro de sus propios límites, y por eso murió Aguilar, el mejor de sus ayudantes, y de la manera más atroz. Lo consideró un traidor, en uno de sus tantos momentos de alucinación, y le mandó a quitar la cabeza, a cocinarla y a comerla. Claro, nadie iba a traicionar a nuestro patriarca, pobrecito, él, tan viejo, tan cansado, tan inerte para el amor, no podía dejarle el paso de sus bienes y de sus niñas, prostitutas como se supo al final, a alguien que no durmiera como él, que no cerrara las puertas tantas veces como él, que no mandara como él, que no matara como él, pobrecito, mi patriarca, que le tocó morir, al fin y al cabo, como se lo dijo su pitonisa, a quien también mató para que no contara el secreto de su muerte. Ay, patriarca de los amores de las colegialas compradas para darle gusto en la cama. Ay, patriarca que me recuerdas a Leonidas Trujillo, también inservible para el amor y que, por tal motivo, tuvo que penetrar con uno de sus dedos a aquella niña porque sus años no le daban para más. Ay, patriarca, cómo compadezco tu padecer y tus miedos. Menos mal te moriste en ese entonces, aunque parece ser que aún vives latente en estos mandatarios del Caribe, adorados por su pueblo, como te adoraban a ti, ya fuera por hipocresía o por ignorancia, ay, pobres de tus súbditos, porque vivieron como hoy viven en estas tierras los ignorantes que lloran la pérdida de un patriarca que no duró cien años, sino ocho, pero que sigue mandando, paradójicamente, con el claro propósito de llegar a más de cien. Y a los dos los compadezco, claro que sí, y mucho. 

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