"DIEZ
NEGRITOS", DE AGATHA CHRISTIE: UNA CANCIÓN DE CUNA EN UNA ISLA CON DIEZ
MUERTITOS
Jhon Monsalve
Imagen tomada de internet
Hace
casi un par de meses, Agatha Christie fue considerada la mejor escritora de
novela policíaca. El resultado fue otorgado por la Asociación de Escritores del
Crimen (AEC) y, además, “El asesinato de Roger Ackroyd” fue considerada la
mejor de sus obras; sin embargo, “Diez negritos” es su novela más vendida y más
leída. Son miles y miles las copias que se han imprimido en todo el mundo y,
sin duda, es uno de los libros policíacos más recordados por los amantes de la
novela negra. Y no es para menos: la trama es un suspenso constante de
situaciones inexplicables, en las que no deja de participar el lector. Diez
personas acusadas de asesinato en una isla desierta permanecen con la
incertidumbre de no saber quién los hizo ir hasta allí, por medio de engaños.
Un megáfono que pone en funcionamiento uno de los empleados, también
sospechosos, es el que los acusa de asesinos en la primera noche en que arriban
a la Isla des Negro.
El
nombre de la isla es un recurso del narrador para crear el ambiente de las
situaciones. Geográficamente, este debería quedar en el Devon, pero, en
realidad, no existe. No obstante, a partir de las descripciones de la novela,
puede comprenderse como: alejado, solitario, con mucho oleaje marítimo, con
pocos visitantes, con una atmósfera urbana, moderna y tranquila. La casa estaba
iluminada y, por ende, no producía la menor desconfianza. Todos allí, y en medio, un asesino, un amante
de la ley y de su cumplimiento.
Después
de que el megáfono los acusara, se llegó a la conclusión de que las imputaciones
eran casos que habían quedado archivados, donde habían sido considerados
inocentes aquellos que ahora eran tildados de culpables. Se miraban con duda,
con recelo, nadie parecía confiar en nadie. Cuando de repente uno de ellos, el
más joven de todos y más ostentoso, se tomó un trago y murió al instante. En
medio de las diez personas que estaban en aquella isla, había, entre otros, un
militar retirado, un médico, un reconocido juez, una señorita de avanzada edad,
una institutriz que, en cierta ocasión, había dejado morir al niño que cuidaba
y un joven rubio y de buen parecer. Este último fue quien murió después de
beber el líquido de aquel vaso. Y así, poco a poco, se fueron dando las
muertes, todas al ritmo y al compás de una canción infantil que, como se nota
al final, era trascendente para el
asesino: Diez negritos:
Diez
negritos se fueron a cenar;
uno
se asfixió y quedaron nueve.
Nueve
negritos estuvieron despiertos hasta muy tarde;
uno
se quedó dormido y entonces quedaron ocho.
Ocho
negritos viajaron por Devon;
uno
dijo que se quedaría allí y quedaron siete.
Siete
negritos cortaron leña;
uno
se cortó en dos y quedaron seis.
Seis
negritos jugaron con una colmena;
una
abeja picó a uno de ellos y quedaron cinco.
Cinco
negritos estudiaron Derecho;
uno
se hizo magistrado y quedaron cuatro.
Cuatro
negritos fueron al mar;
un
arenque rojo se tragó a uno y quedaron tres.
Tres
negritos pasearon por el zoo;
un
gran oso atacó a uno y quedaron dos.
Dos
negritos se sentaron al sol;
uno
de ellos se tostó y solo quedó uno.
Un
negrito quedó solo;
se
ahorcó y no quedó ninguno.
De
esta manera es como se lleva a cabo la trama de suspenso de esta novela de
Agatha Christie. El asesino, que terminó ser el juez, estaba obsesionado con la
idea de hacer justicia a como diera lugar sobre los casos que habían quedado
archivados. Se sospechó de todos, excepto de él. Incluso, se hizo pasar por
muerto para llevar a cabo sus fines. Se alió al médico, Armstrong, para, según
su estrategia, descubrir al asesino. Sabían muy bien que entre los diez estaba,
pero debían buscar la manera de descubrirlo.
Uno
a uno fueron cayendo los negritos. Y así, iban desapareciendo algunas figuritas
que los caracterizaban: moría uno, desaparecía una. Vera, la institutriz, no
soportó el peso de conciencia y terminó ahorcándose, después de haber dado
muerte a Lombard con el revólver que le quitó. Desde una habitación, aún vivo,
el juez manejaba todo a su antojo: quitaba las figuras, producía los accidentes
de los demás personajes. Se aclara que la decisión de Vera en cuanto a matar a
Lombard y con respecto a ahorcarse se debe más al estado tímico del cual el
asesino estaba seguro que se iba a apoderar de ella. Por esa razón, acomodó
todo, la atmósfera del cuarto, para que, de este modo, Vera pensara que Hugo,
su enamorado, quien la dejó después de que aquel niño muriera (que, a
propósito, era hermano de Hugo), la estaba esperando en el cuarto. Llegó,
encontró la silla, conocía la canción… las pasiones y sus remordimientos la
llevaron a convertir en patíbulo su habitación.
Y
luego los detectives no entendían cómo habían aparecido diez muertos en
habitaciones distintas en una isla desierta. Una botella que llevó y trajo el
mar, lo explicó todo: fue el mismo juez quien, antes de morir, escribió la
solución a lo que parecía ser un enredo. La novela termina con la confesión y
con los problemas sicológicos del asesino… y su ansiedad en hacer justicia
sobre casos delicados que se habían archivado de un momento a otro. La estrategia o el modus operandi parte de la
letra de una canción de cuna, propia de la cultura inglesa: Diez negritos, que
terminan muertos, todos, al final.
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