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viernes, 3 de enero de 2014

"Diez negritos", De Agatha Christie: Una canción de cuna en una isla con diez muertitos

"DIEZ NEGRITOS", DE AGATHA CHRISTIE: UNA CANCIÓN DE CUNA EN UNA ISLA CON DIEZ MUERTITOS

Jhon Monsalve
Imagen tomada de internet

Hace casi un par de meses, Agatha Christie fue considerada la mejor escritora de novela policíaca. El resultado fue otorgado por la Asociación de Escritores del Crimen (AEC) y, además, “El asesinato de Roger Ackroyd” fue considerada la mejor de sus obras; sin embargo, “Diez negritos” es su novela más vendida y más leída. Son miles y miles las copias que se han imprimido en todo el mundo y, sin duda, es uno de los libros policíacos más recordados por los amantes de la novela negra. Y no es para menos: la trama es un suspenso constante de situaciones inexplicables, en las que no deja de participar el lector. Diez personas acusadas de asesinato en una isla desierta permanecen con la incertidumbre de no saber quién los hizo ir hasta allí, por medio de engaños. Un megáfono que pone en funcionamiento uno de los empleados, también sospechosos, es el que los acusa de asesinos en la primera noche en que arriban a la Isla des Negro.
El nombre de la isla es un recurso del narrador para crear el ambiente de las situaciones. Geográficamente, este debería quedar en el Devon, pero, en realidad, no existe. No obstante, a partir de las descripciones de la novela, puede comprenderse como: alejado, solitario, con mucho oleaje marítimo, con pocos visitantes, con una atmósfera urbana, moderna y tranquila. La casa estaba iluminada y, por ende, no producía la menor desconfianza.  Todos allí, y en medio, un asesino, un amante de la ley y de su cumplimiento.
Después de que el megáfono los acusara, se llegó a la conclusión de que las imputaciones eran casos que habían quedado archivados, donde habían sido considerados inocentes aquellos que ahora eran tildados de culpables. Se miraban con duda, con recelo, nadie parecía confiar en nadie. Cuando de repente uno de ellos, el más joven de todos y más ostentoso, se tomó un trago y murió al instante. En medio de las diez personas que estaban en aquella isla, había, entre otros, un militar retirado, un médico, un reconocido juez, una señorita de avanzada edad, una institutriz que, en cierta ocasión, había dejado morir al niño que cuidaba y un joven rubio y de buen parecer. Este último fue quien murió después de beber el líquido de aquel vaso. Y así, poco a poco, se fueron dando las muertes, todas al ritmo y al compás de una canción infantil que, como se nota al final,  era trascendente para el asesino: Diez negritos:  
Diez negritos se fueron a cenar;
uno se asfixió y quedaron nueve.
Nueve negritos estuvieron despiertos hasta muy tarde;
uno se quedó dormido y entonces quedaron ocho.
Ocho negritos viajaron por Devon;
uno dijo que se quedaría allí y quedaron siete.
Siete negritos cortaron leña;
uno se cortó en dos y quedaron seis.
Seis negritos jugaron con una colmena;
una abeja picó a uno de ellos y quedaron cinco.
Cinco negritos estudiaron Derecho;
uno se hizo magistrado y quedaron cuatro.
Cuatro negritos fueron al mar;
un arenque rojo se tragó a uno y quedaron tres.
Tres negritos pasearon por el zoo;
un gran oso atacó a uno y quedaron dos.
Dos negritos se sentaron al sol;
uno de ellos se tostó y solo quedó uno.
Un negrito quedó solo;
se ahorcó y no quedó ninguno.

De esta manera es como se lleva a cabo la trama de suspenso de esta novela de Agatha Christie. El asesino, que terminó ser el juez, estaba obsesionado con la idea de hacer justicia a como diera lugar sobre los casos que habían quedado archivados. Se sospechó de todos, excepto de él. Incluso, se hizo pasar por muerto para llevar a cabo sus fines. Se alió al médico, Armstrong, para, según su estrategia, descubrir al asesino. Sabían muy bien que entre los diez estaba, pero debían buscar la manera de descubrirlo.
Uno a uno fueron cayendo los negritos. Y así, iban desapareciendo algunas figuritas que los caracterizaban: moría uno, desaparecía una. Vera, la institutriz, no soportó el peso de conciencia y terminó ahorcándose, después de haber dado muerte a Lombard con el revólver que le quitó. Desde una habitación, aún vivo, el juez manejaba todo a su antojo: quitaba las figuras, producía los accidentes de los demás personajes. Se aclara que la decisión de Vera en cuanto a matar a Lombard y con respecto a ahorcarse se debe más al estado tímico del cual el asesino estaba seguro que se iba a apoderar de ella. Por esa razón, acomodó todo, la atmósfera del cuarto, para que, de este modo, Vera pensara que Hugo, su enamorado, quien la dejó después de que aquel niño muriera (que, a propósito, era hermano de Hugo), la estaba esperando en el cuarto. Llegó, encontró la silla, conocía la canción… las pasiones y sus remordimientos la llevaron a convertir en patíbulo su habitación.
Y luego los detectives no entendían cómo habían aparecido diez muertos en habitaciones distintas en una isla desierta. Una botella que llevó y trajo el mar, lo explicó todo: fue el mismo juez quien, antes de morir, escribió la solución a lo que parecía ser un enredo. La novela termina con la confesión y con los problemas sicológicos del asesino… y su ansiedad en hacer justicia sobre casos delicados que se habían archivado de un momento a otro.  La estrategia o el modus operandi parte de la letra de una canción de cuna, propia de la cultura inglesa: Diez negritos, que terminan muertos, todos, al final.

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