MASACRE EN EL ALFONSO LÓPEZ:
TRIBUNAS, AMORES Y MUERTES
Jhon Monsalve
El
sábado 28 de abril de 2018, salgo de la universidad a eso de las 5:45 p.m. A
las 6:10 p.m., tengo una cita con Ella en los costados más alejados de
Cabecera. Ya voy tarde. La hora pico en Bucaramanga es semejante a vivir una y
otra vez la experiencia del trancón del cuento Autopista del sur, de Julio Cortázar. Veo oportuno tomar el taxi en
la calle y no pedirlo por la aplicación Los Móviles, que utilizo normalmente en
las noches, cuando ninguno de los “canarios” se digna a llevarme hasta mi casa,
al norte de la ciudad. Me subo, miro la hora: 5:53 p.m.: imposible llegar a
tiempo. La llamo a Ella; informo que me demoro un poco y solicito, un tanto con
afán, que me guarde los besos y abrazos de paz para más tarde: después del
embotellamiento no hay mejor alivio que sus afectos.
El
taxista, un señor algo calvo y con cerca de 60 años encima, me ve por el
retrovisor y me pregunta la dirección; por poco le digo que voy para el cielo.
No imaginaba, en ese momento, que también él viajaría hacia el Edén, junto a
los albores de un amor verdadero, lleno de buenas historias y buenos tiempos,
pero que, así mismo, presenció, debido a los infortunios de la vida, una
masacre en el Estadio Alfonso López, en octubre de 1981.
Tal
vez la ruta que conecta con más facilidad a la UIS con Cabecera sea la del
estadio. Las noches de los sábados son bastante particulares por la
conglomeración de gente del norte de la ciudad que acude a ver partidos en
televisores de tienda, a ahogar sus penas o a celebrar sus triunfos con cerveza.
La zona rosa de los pobres, frente al estadio, da pie para que el señor taxista
rememore sus momentos.
Suena
al fondo música de Miguel Morales y, más al fondo, el ritmo de una tecnocumbia.
El taxista se fija en los que cantan y beben con camisetas amarillas de apoyo
al Atlético Bucaramanga, aunque no sea día de partido, simplemente porque todos
los días los hinchas son hinchas y no encuentran otra razón que el fútbol para
olvidar sus deudas, sus cuitas, sus sueños frustrados. El taxista se dirige
hacia mí: “¡Cómo han cambiado los hinchas del Bucaramanga, joven!”. Me río con
cierta estridencia más por el vocativo que por la alusión a los avatares de los
hinchas. Me cuenta el taxista que él perteneció a la hinchada del Atlético
Bucaramanga por muchos años y que, desde la masacre aquella, no volvió a pisar
una grada del lugar. Él era un hincha decente, educado, que no buscaba problemas,
que no perseguía encuentros entre hinchas, que no llevaba navajas, que iba al
estadio por la pasión misma del fútbol y, aunque el Atlético perdiera o ganara,
no hallaba excusas en ello para subestimar o crecerse ante hinchas del equipo
contrario. Los hombres y las mujeres que vemos, cuando en el fondo se
entremezclan vallenato y ritmos peruano-bumangueses, tienen para el señor
taxista pinta de todo menos de hinchas amables y honestos.
Recuerdo
que había oído hablar de esa masacre. Incluso le digo al taxista que me enteré
por lecturas que hice cuando pertenecía a la Fuerza Leoparda Sur. “Bueno, al menos
usted es un hincha que lee”, me dijo con un tanto de desconfianza, como si los
que apoyan al Atlético no tuvieran ánimos sino para pelear, bailar cumbias y
fumar marihuana. “Propiamente, ya no soy hincha”, respondo. Cuento que pasaba
domingos enteros buscando boletas revendidas para los mejores partidos; esas
entradas valían casi tres veces más, pero, por relaciones de poder, como suele
serlo todo en la vida, los que tenían plata las compraban antes y por montones,
mientras los otros mirábamos cómo nos las arreglábamos para comprar una por el
precio de tres y no tener que devolvernos a pie hasta la casa.
El
taxi ya va llegando a la UCC. La gente por estos lados de la ciudad, cerca de
Guarín, es muy diferente a la gente del estadio: cambia su manera de vestir, de
pensar, de ver la vida, posiblemente más llena de oportunidades. En el semáforo
que antecede las noches de rumba de aquellos que escuchan Diomedes Díaz o se
sumergen en los ritmos de las Años Maravillosos, el taxista suelta la pregunta
clave: “¿Y por qué dejó de ir al estadio, joven?”.
Le
explico que se debía en parte a la prioridad que quise darle al ámbito
académico, a la vida universitaria, a planear mi futuro, pero que era consciente
de que pude haber realizado las dos cosas a la vez. De inmediato me doy cuenta
de que la pregunta era más para él que para mí, como cuando alguien, una
persona A, por ejemplo, quiere contar cosas buenas o malas de su vida para desahogarse
y opta por preguntarle esas mismas cosas a una persona B con el fin de que esta
sienta que se interesan por ella y tenga la actitud de escucha cuando la
persona A relate sus penas o felicidades.
Acaba
de iniciar el trancón más grande. La carrera 33 está colapsada. Los pitos
suenan y los insultos se asoman por las ventanas de los autos. Los insultos,
los gritos, el afán de salir del laberinto… Muchos sentimientos similares
pueden haber traído con más ahínco el recuerdo de la sangre derramada en el Estadio
Alfonso López el 11 de octubre de 1981. Ese recuerdo del taxista va acompañado
de otro más grato: el inicio de un amor que no fue obstaculizado ni por la
furia de la hinchada del Atlético Bucaramanga que reclamaba al árbitro Eduardo
Peña por un penalti que no pitó. Ese día, 11, como los trágicos en el mundo,
como el de septiembre de 2001, el de las Torres Gemelas, perpetrado por Osama bin
Laden, o como el del atentado en los trenes de Madrid, el 11 de marzo de 2004, por
parte de una célula terrorista de tipo yihadista… Ese día, 11 de octubre de
1981, el taxista llevaba tres meses de novios con su actual esposa, y el amor,
un tanto con suerte y otro tanto con aguante, resistió a las imágenes que
quedarían para siempre en la mente del hincha y de la novia enamorada que se
entrega completamente a los idilios del otro, sin que sean sus deseos propios,
con el fin de otorgar felicidad. “Hoy todavía mi señora esposa ve los partidos
conmigo, aunque no le gusten. Así fue ella al estadio en esa ocasión: más
enamorada que apasionada por el fútbol”, dice entre nostálgico y creído.
El
trancón sigue, sigue, sigue, sigue, sigue, sigue, en una hilera interminable de
carros y autobuses que llevan cientos de personas que, posiblemente, desconocen
la historia de esta ciudad bonita, aunque la maldecoren eventos tristes y trágicos. En ese momento, reflexiono
en si esta ciudad es bonita o la maquillaron para que pareciera bonita.
Un
ambiente de amor o cursilería, dependiendo de quien lo vea, empieza a flotar en
el taxi. La voz y la expresión del taxista recuerdan los buenos amores de los
viejos tiempos en que el romanticismo era protagónico en las relaciones de
pareja. La manera como el taxista se expresa de su esposa solo se compara con
las palabras de Florentino Ariza cuando recordaba o se proyectaba a futuro con
Fermina Daza. Y, en ese mismo sentido, yo, que deseo llegar pronto a encontrarme
con Ella, me pregunto si mantengo la esencia de los amores a la antigua.
El
taxista describe que, tomados de la mano con su novia, salieron huyendo de la
zona del estadio en la que se hallaban, que oyeron los disparos y que buscaron
rápidamente su carro para huir, que un joven solicitaba con la mirada ayuda y
que nadie pensaba en apoyar a nadie, solo en salir del laberinto de insultos,
gritos y balazos.
Tocándose
parte de la calva con la mano izquierda, mientras la derecha la mantiene en el
volante, recuerda que la gente quería linchar al árbitro por su trabajo en la
cancha. Jugaba el Atlético Bucaramanga con el Junior de Barranquilla un partido
en el que se buscaba o un empate o un triunfo para pasar a la siguiente fase
del campeonato. Roberto Frascuelli, quien fue capitán del equipo bumangués y
quien moriría tiempo después en un fatídico accidente aéreo, tomó el balón luego
de una señal realizada por el árbitro Peña y lo ubicó en el punto del penalti.
La hinchada, esperanzada en que el partido podría empatarse, pues el Atlético
perdía 2-1 frente al Junior, se enfureció al ver que el árbitro aclaraba que la
señal que había realizado era para saque de puerta y no para pena máxima.
Ante
el desorden de los hinchas y los deseos desenfrenados de hacer justicia por sus
propias manos, la policía pudo hacer muy poco y se lanzó, por tanto, el llamado
al Ejército Nacional para que aportara en la solución de este problema de orden
público. Efectivamente, los soldados actuaron, con intención o sin ella, sobre
la multitud enardecida. Según parece, después de que a un soldado se le
escapara un tiro, los demás comprendieron ese acto como una orden de fuego. Así
se ha justificado en parte este hecho que queda en el olvido de la comunidad
bumanguesa, que habita en esta ciudad bonita,
más por maquillaje que por belleza natural.
A
partir de mis lecturas, donde se aseguraba que habían sido solo cuatro muertos
en aquella masacre, cuestioné sobre la cantidad de víctimas. El taxista recuerda,
hasta donde vio, que eran decenas de heridos y de muertos. Puede ser que los
periódicos y los documentos oficiales hayan reducido el número… y no es raro.
En un país, en donde la Masacre de las Bananeras tuvo solo nueve muertos en los
archivos históricos oficiales, cuando los informes de la mismísima United Fruit
Company afirmaban que fueron más de mil, queda la duda de si se escondieron los
muertos del Alfonso López o si en realidad el Ejército con las balas de salva
dio de baja a cuatro, no más, aquellos que tuvieron piel y órganos tan débiles que pudieron morir
con el impacto de la invisibilidad.
Y
en medio de ese caos estaba el señor taxista con su actual esposa, tratando de
escapar de las balas que unos dicen que fueron de salva, pero que increíblemente
perforaban la piel, los órganos, hasta el brote de la sangre sobre las gradas y
el prado del estadio más negro y triste del nororiente colombiano. Cuenta,
nuevamente pasándose la mano por el espacio baldío de su cabeza, que la gente
lloraba y gritaba, gritaba y lloraba, aquí y allá, así y así, gritos, llantos,
el carro arrancó, la luz del laberinto se observaba cercana y surgió el adiós
para siempre al fútbol en los estadios.
Ya
no hay trancón. El taxista opta por bajar unas cuadras para buscar una calle
que nos lleve hasta un paraíso cercano a la Clínica Bucaramanga, donde me
espera Ella, a quien no dejo de imaginar como la novia que corre agarrada de la
mano del hincha para escapar de la muerte. Reflexiono sobre esa costumbre que
tengo de suponer que el cine, la literatura, la música y las historias
cotidianas están dados para mí y para Ella, y que llegan a mis sentidos con el
fin de que imagine la vida de otros como si fuera la nuestra. El taxista también
decide, después de esa carrera, acudir donde su esposa: ya la extraña; entre
tantos recuerdos, parece surgir la necesidad de verla.
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