Colegialas libres para decidir su maquillaje, vestuario y accesorios
Ensayo elegido entre los 1000 mejores en el Concurso Nacional de Escritura del año 2022 (Colombia)
Jhon Monsalve
Que no se maquillen, que no usen aretes o piercings, que no se pinten el cabello, que la falda del colegio llegue hasta la rodilla, que el uniforme de Educación Física no sea tan tallado, que, en las celebraciones institucionales informales (Jean day o Jean class), se vistan como niñas de bien, decentes, sin ombligueras, sin pantalones apretados o rotos, sin leggings, o shorts, en fin, como la sociedad patriarcal, incólume, ejemplar, lo ha dispuesto. Las actitudes de directivos y docentes sobre el maquillaje, la indumentaria o los accesorios de niñas y adolescentes de colegio parecen surgir de modelos configurados por una exclusiva sociedad de élite moral. Las instituciones educativas, en lugar de incentivar el libre desarrollo de la personalidad de las colegialas—derecho constitucional—, imponen representaciones heteropatriarcales en detrimento de la libertad de ellas. Tal imposición no debería aceptarse, mínimamente por las siguientes razones: en primer lugar, se ignora el contexto sociocultural de las niñas y adolescentes; en segunda instancia, se valora negativamente la imagen de las colegialas desde una visión machista; por último, se juzga a las estudiantes por la indumentaria, el maquillaje y los accesorios, sin considerar su calidad humana y académica.
Durkheim, dentro de lo que comprende como hecho social, desarrolla la idea de que los humanos piensan y actúan en dependencia de sus relaciones sociales o, en otras palabras, según la coacción que haya ejercido la sociedad-cultura sobre los sujetos. Así como los directivos y profesores construyen modelos desde los cuales perciben el mundo positiva o negativamente, las estudiantes pertenecen a comunidades con prácticas particulares, que determinan, incluso, la manera de vestir, el maquillaje y los accesorios por utilizar. Podría refutarse que, mediante una lectura básica de la adecuación de la indumentaria según el contexto, tal problema se solucionaría, pero surgirían al menos dos consecuencias estrechamente relacionadas: a) las colegialas se adecuarían a otras prácticas y no al contrario, pues el grupo social de los profesores y directivos encabezan la relación de poder y b) la libertad de las niñas y adolescentes se desdibujaría ante sistemas de creencias considerados como óptimos (no como diferentes). En las juventudes femeninas, hoy prevalece la opción que da sentido al acto de vestir, de maquillarse y de acompañar el atuendo; sirva como ejemplo la línea prolongada que las estudiantes dibujan en sus párpados, ciertos tonos coloridos en el cabello y el doblaje alto de la falda, normalizados por las juventudes femeninas, pero incómodos para gran parte de la comunidad educativa, siempre atenta a educar integralmente en religión cristiana, normatividad de Carreño y prescripción de la última moda infantil y juvenil. Fácilmente, las dos consecuencias en mención se acentúan cuando las estudiantes asisten al colegio con ropa diferente al uniforme: su identidad queda a flor de piel, frágil ante las relaciones de poder y las imposiciones institucionales.
Por otra parte, el machismo está tan presente en las prácticas de los colombianos que, incluso, las mujeres adultas critican, desde tal perspectiva, el vestuario, el maquillaje y los accesorios de las estudiantes. Si estas llevan la falda del colegio muy arriba de la rodilla, es necesario tomar medidas, porque los hombres pueden actuar con lascivia ante ellas; es decir, los violadores y pedófilos tendrían excusas para tocar el cuerpo de las niñas y adolescentes y, además, se “salvarían” socialmente porque no fueron del todo los responsables. Si las estudiantes se maquillan de alguna forma o usan ciertos accesorios (aretes más grandes, piercings en la nariz, la lengua, las cejas o las orejas, o donde quieran porque así se sienten cómodas y crean sentido en torno a ello), para los machistas, sean hombres o mujeres, las colegialas se proyectan como prostitutas o damas extravagantes —y, en últimas, ¿qué problema habría con ello? —, que llamarían la atención de pobres e ingenuos hombres, quienes, por naturaleza, observan a las mujeres con “inocencia”. Aunque gran parte de los adultos en Colombia, coaccionados por su esfera cultural machista, conciben de esta manera la imagen de las colegialas, no debería olvidarse que, desde Habermas, “los valores culturales (…) no se presentan con una pretensión de universalidad”. Tales concepciones son, por tanto, una visión, susceptible de ser criticada y, en el caso que aquí compete, deconstruida.
Finalmente, ante la prioridad de maestros y directivos con respecto a cómo las niñas y adolescentes van vestidas, qué accesorios llevan y cómo se maquillan, se difumina la formación humanística y académica. No existe una relación lógica entre los atuendos y el desempeño académico o entre el maquillaje y la construcción del ser social. La manera en que las estudiantes configuran su identidad femenina y juvenil es ajena a los objetivos de la educación ética y científica: ¿en qué apartado, acaso, los estándares, los lineamientos o los derechos básicos de aprendizaje de alguna de las áreas de conocimiento orientan al profesor a prescribir cómo deben maquillarse, adornarse o vestirse las estudiantes de colegio? Es más, no solo es ajena, sino también contradictoria: no es coherente enseñar a respetar a los demás, enseñar a defender los derechos, enseñar a analizar y tomar postura ante diferentes perspectivas sociales y disciplinares, y, a la vez, irrespetar la libertad de las colegialas, reprimirlas simbólicamente y considerar que la única postura válida para vestir, maquillarse y usar accesorios es la estipulada por los profesores o directivos.
Que se maquillen mucho, poco o nada, siempre y cuando se gusten a sí mismas; que usen aretes o piercings, grandes o pequeños, si así lo prefieren; que se pinten el cabello de mil colores o se lo dejen al natural; que el único límite del uniforme sea la comodidad; que, en las celebraciones institucionales informales, se vistan como niñas y adolescentes felices consigo mismas; que la sociedad patriarcal, incólume, ejemplar, no expanda sus exclusivas valoraciones, aprovechando el poder que les confiere el ser adultos, profesores o directivos, que pasan por alto las prácticas socioculturales, el machismo explícito y la prioridad de educar seres sociales y científicos, sin prejuicio alguno.
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