Vómito de perlas
Jhon Monsalve
(Cuento publicado en Vanguardia Liberal el 11 de noviembre de 2012)
Imagen tomada de: http://poemasilustrados.blogspot.com/2012/11/vomito-de-perlas.html
Desde
que estaba en el vientre, sus padres le ponían música de Beethoven y le leían
los cuentos de Charles Perrault. Querían educar a una persona de bien, que
oyera música clásica, que aprendiera a tocar un instrumento, que leyera a Marx,
a Platón, a Plutarco; que tuviera la biblioteca más grande del país, y que
hiciera lo posible para no entrar en conversaciones con ningún humano que no
tuviera las mismas costumbres ni se rigiera por los mismos parámetros de su
rutina. Cuando se enteró de que su mujer estaba encinta, apartó una de las dos
habitaciones (las únicas de la casa), atestadas de soledad, para adornarla con
estantes colmados de libros de hadas, o fábulas de Esopo, o cuentos de los
hermanos Grimm. Pintó en grande la escena de ‘Las hadas’, de Perrault, donde
una muchacha mal vestida, cada vez que hablaba, expulsaba perlas y flores por
su boca, y al lado, su hermana, ya un poco mejor arreglada, desahuciaba sapos
cuando se expresaba. Perfumó la habitación con la esencia pura de Grenouille;
instaló un equipo de sonido junto a la mesa de noche, que estaba henchida de la
melodía de Carl Orff y de Mozart. Mandó a hacer un gigante en un Liliput
improvisado y lo puso donde generalmente ponen la televisión y los videojuegos
de los niños. Desde el día en que se enteró de que iba a ser padre, le leyó
Robinson Crusoe y todas las variaciones y adaptaciones que pudo, y le prometió
aventuras y viajes por doquier.
Nunca
fue al colegio. Aprendió con su padre lo que debía aprender de aritmética,
geometría y lógica matemática, y el resto fue lectura, ortografía, clases de
reflexión estética, social y política. Cuando cumplió ocho años, ya había leído
a Ovidio, había comprendido la diferencia entre Odiseo y Eneas, y se había
enamorado profundamente de Antígona. Los cuentos de hadas le parecían
aburridos: a los dos años se los sabía todos, y los tarareaba a propósito en
voz alta y con tedio para que sus padres se dieran cuenta de que ya no le
importaban. No obstante, las imágenes que había puesto su padre con esmero y
dedicación antes de que él naciera le producían una especie de nostalgia
difícil de explicar. Solo por eso, mantenía las pinturas con colores vivos y
limpiaba a Gulliver casi todos los días.
Le
encantaba Chejov; vivía inmerso en el cuento en que un hombre, por una apuesta,
pasa muchos años de su vida encerrado en una casa, pero con la posibilidad de
leer los libros que guste. Se sentía él deslumbrado por los paisajes del mundo
exterior, que jamás había visto. A veces tocaba en el piano canciones inéditas
que le salían del recóndito lugar de los sentimientos. A los quince años, había
conocido tantísimas personas de papel y muchísimos lugares, que no cayó en la
cuenta de que su mundo habían sido cuatro paredes y solo dos personas de hueso.
Un
día, mientras leía a Jonh Steinbeck, quiso conocer las perlas. Las había visto
salir de la boca de la doncella de Perrault, pero ahora quería palparlas, y en
su búsqueda se fue una tarde hasta la orilla de la ventana de su habitación,
que había sido puesta cerca del techo, y apropósito, antes de que él naciera,
para evitar que se contaminara con el mundo, y ubicó un par de sillas; se
sostuvo del marco de un cuadro que contenía el retrato de Borges, y miró la luz
de fuera. El pavimento estaba húmedo por la lluvia de la mañana y los pies de
las gentes eran un devenir sin oráculo. Su vida, como en la vida Edipo, ya
estaba predestinada antes de su nacimiento. Qué distinto era él a las personas
de fuera…
¿Y
las perlas? Habló con su padre sobre la posibilidad de salir de la casa al mercado,
al cine, a la biblioteca, a conversar en un parque con algún anciano, pero no
logró el permiso. Que no, que aquí lo tiene todo, que no puede salir a buscar
la perla de Coyotito por el mundo inerte y oscuro que sobrevive allá fuera, que
su futuro era quedarse preso en el mar de la imaginación… que era por su bien y
que luego se lo agradecería. Cuando leyó El amor en los tiempos del cólera,
comprendió que hay razones que mantienen al hombre con vida, y que si
Florentino Ariza soportó más de cincuenta años la ausencia de Fermina Daza, él
podría (mas no por eso debía) esperar un poco más para conseguir las perlas… Y
siempre fue consciente de que las conchas del mar producían los más grandes
desniveles emocionales y conllevaban las más temibles catástrofes.
Esperó
una de las noches en que la luna se duerme entre el arrullo de las estrellas
para salir al mundo a buscar las perlas. Puso silla sobre silla hasta llegar a
lo alto de la ventana, y con astucia quitó las cadenas de la tranquilidad.
Saltó a la calle, y caminó hacia el horizonte de lo eterno. A las dos cuadras
se perdió, y se asustaba con la sombra que las farolas dibujaban en el suelo.
Salió corriendo… recordó a Tom Sawyer, a Caperucita roja, a Simón el bobito, y
gritó desesperadamente. Nadie lo oyó, y se olvidó de las perlas. Corrió
buscando, y sin saberlo, el polo norte… descubrió los templos de adoración que
había imaginado cuando leyó la Biblia, o el Corán, o el Talmud, o el Libro de
Mormón. Reconoció los palacios públicos que gobernaban al pueblo bajo el logo
de la equidad y la holgura para todos. Pidió a la luna que apareciera, que lo
guiara en la búsqueda del espacio universal, donde moriría mientras resbalaba
en un eterno vacío.
Su
madre le llevó el desayuno a la cama, y el alimento fue para las ratas. Se
desmayó. El golpe avisó al padre de lo que había sucedido: miró las sillas, los
alambres, la cadena, la ventana forzada, el olor a muerte. Salió corriendo y
guiado por la desesperación hacia el polo sur, en busca de su hijo. El sol les
irradiaba la cara y les quemaba el cuerpo; el aire y el frío los mataban a
espadazos en las noches.
La
madre puso a Beethoven encima de La insoportable levedad del ser, y se sentó
para siempre junto al piano, y murió observando el destino: la muchacha bien
vestida vomitando sapos.
El sobre proteger a los hijos los arruina,dejar que sean ellos mismos. Aconsejar y no imponer.
ResponderEliminarMuy interesante. El ser humano es sociable,enfrenta retos y desafíos. La vida es un arte .