¿Matar por el bien común?
Jhon Monsalve
Imagen tomada de internet
Hay
algo que, como humanos, nos caracteriza y nos une: el deseo constante de matar
al otro. Este rasgo debe comprenderse no solo literalmente, pues el prójimo
puede quedar sin vida tras actos que, sicológicamente, atenten contra él. La
vida se le va, entonces, si deja de respirar o si deja de soñar, de reír, de
gritar. Este sentimiento se somatiza en las acciones habituales del hombre:
noticias que hablan de intolerancia, caos político, desórdenes sociales,
autodefensas, estudiantes rebelados, pandillas peleando un terreno y creando
guerras internas, familiares, sin sentido. De este modo empezaron los
conflictos en Colombia, aquellas guerras que llegan hasta hoy y se discuten
entre discursos, a veces insulsos, a veces llenos de ideas vagas o de sueños
utópicos. Un bando, al parecer con razón, se defiende de las acusaciones del
otro, acusándolo por lo mismo: ambos han dedicado su vida a la búsqueda de lo
que cada uno de ellos supone que es pertinente para el bien común, y los dos,
tras este fin, tomaron, en su debido momento, la decisión de matar.
Este
acto nace con la sociedad y se hereda de generación en generación. Si venimos,
como dicen, de Adán y de Eva, somos, entonces, hijos de Caín y Abel, y más del
primero porque quedó vivo. Así, sin darnos cuenta, nos matamos entre hermanos.
Bastaría con recordar aquel ensayo de Amin Maalouf en el que describe las
matanzas que, por intolerancia y manías, se han fraguado entre musulmanes y
cristianos desde tiempos ya inmemorables. Las identidades asesinas de las que
habla este autor no son muy lejanas de los holocaustos judíos de la Segunda
Guerra Mundial. En estos casos, se adora prácticamente al mismo dios, pero se
matan por interpretaciones divinas y proféticas, por reglas que varían como
varían las lenguas: por situación geográfica o cultural. Hermanos, hijos del
mismo dios, muertos como Polinices y Eteocles.
El
meollo del asunto parece radicar en otro rasgo identitario de los que habitamos
este país de mares, de oro y de sangre: la individualidad, herencia española
del Renacimiento, cuando el hombre dejó de centrar su atención en las
divinidades para enfocarse en sí mismo, en su ego, en su yo, único, solo,
poderoso. Este hecho de pensar solo en sí mismos ha llevado a los colombianos a
crear partidos políticos por doquier, con la excusa de crear nuevas
alternativas sociales, y sin darse cuenta, los intereses propios terminan
colándose entre el deseo no de proponer, sino de subordinar al resto. Siempre
todos, por lo visto, quieren ser los primeros y tener la razón, y el sentido de
comunidad, que propone y discute Roberto Esposito, termina, en nuestro país,
siendo fiel a la propuesta hobbesiana: “Lo que los hombres tienen en común—que
los hace semejantes más que cualquier otra propiedad— es el hecho de que
cualquiera puede dar muerte a cualquiera”.
Así
las cosas, la individualidad termina siendo la causa del sentir y del actuar
humano de matar al otro. Cuando el individuo de hoy se desliga de su entorno
social para pensar solo en sí mismo, el eterno retorno del estoicismo toma
forma a partir de una nueva sociedad que se prepara para todo tipo de
competencia, excepto para plantearse, en algún momento, sin intereses propios,
una verdadera propuesta de paz, cuyo fin común no sea otro que el de hacer
vivir al prójimo, aun cuando se supone que respira.
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