Un amor escolar
Jhon Monsalve
Cuento publicado en Vanguardia Liberal
el 27 de julio de 2014
Imagen tomada de Poemas Ilustrados.
De
pie, soportando como siempre el sol de la mañana, se disponían a rezar el padre
nuestro con los ojos cerrados para vencer las distracciones del amor, y no,
como de costumbre, para concentrarse en la conversación con Dios. Apenas con
siete años, y el amor ya los golpeaba, como si quisiera mostrar su martirio
antes de tiempo. Miguel soñaba con ella todas las tardes, mientras se mecía en
aquella vieja silla de mimbre, y en las noches, ya dormido, las imágenes del
primer beso y de la primera caricia se asomaban por la ventana de aquel estado
de trance que se convertía en la jaula placentera de la ensoñación. Sueños
despiertos, sueños dormidos, sueños reales, al fin y al cabo.
El
segundo grado de primaria era más que suficiente para escribir, como pensaba
hacerlo, una carta de amor para Sol Ángel. Los sueños se habían vuelto
recurrentes y la almohada había pasado a ser, desde hacía unos días, el
simulacro del rostro de ella. Otra vez el padre nuestro y el avemaría, otra vez
los ojos cerrados escapando a la distracción inútil, pues la mente, en esa
oscuridad, pintaba de luz a Sol Ángel, que bajaba la cabeza y parecía repetir
con más ímpetu que el resto de sus compañeros aquellos rezos obligados (para un
niño tal vez todo se presente así) que calmaban o simulaban hacerlo, en todas
las viviendas, el hambre, la sed y la miseria.
El
niño tomó un lápiz y un papel, en una de aquellas tardes en que se mecía en la
silla de mimbre, y sin pensarlo más decidió escribirle una carta a la mujer que
consideraba, desde ya, desde la inocencia de un niño cualquiera, su futura y
única esposa.
Sol Angel
Desde que yegaste a la escuela no e dejado de pensarte
ni unminuto del dia por eso quiero que seas mi esposa
Te amo
Miguel
Todas
las mañanas, antes de iniciadas la sesiones académicas, en la escuela rural de
aquella vereda, mustia y pobre, los profesores dirigían a los niños en la
simple y vaga tarea de hacer rezos al cielo, más por rutina que por fe. Él no
dejaba de pensar en ella en esos segundos de diálogo místico. Llegó incluso a
dudar del amor que le profesaba al Todopoderoso, pues, al parecer, últimamente
pensaba más en ella que en su madre. Dios, sin darse cuenta, pasaba a ser amado
en lo postrero, y se rompía inminentemente el pacto que él hacía todas las
mañanas y todos los domingos en misa de amar a Dios sobre todas las cosas.
Amaba más a Sol Ángel, sin duda; incluso más que a su madre, pensaba…
Cuando
la niña recibió la carta aquella mañana, se sonrojó y le plantó a Miguel un
beso en la mejilla izquierda. Ninguno de los dos pudo concentrarse en las
clases, y trataban de mirarse lo más que podían, con el mayor disimulo posible,
para que nadie se enterara del secreto. Sol Ángel pensó en comprar labial rojo,
como su madre, y tacones para el siguiente día. Miguel le pediría dinero a su
padre para comprar caramelos. Como siempre, entre la escasez y la miseria, el amor
soñaba y empacaba ilusiones en sacos rotos.
Al
otro día, ni los caramelos, ni el labial, ni los tacones fueron testigos del
encuentro clandestino de los niños. Ocurrió sin previo aviso, sin ponerse de
acuerdo, sin mirarse siquiera. Las trampas del amor dibujan los momentos más
felices antes de bajar la guillotina. Los dos, solos, en un baño, uno
cualquiera (no había distinción entre niños y niñas), se hallaron frente a
frente, por primera vez tan cerca, desde ayer, cuando Miguel le entregó la
carta. Se miraron a los ojos, se dijeron que se amaban, y antes de que la pena
y el miedo a nuevas cosas los volviera seres arrepentidos de sus actos, ella
tomó la iniciativa de ponerle un beso otra vez en la mejilla izquierda,
mientras una imagen de labios rojos y tacones altos se fijaba, obsesivamente,
en su pensamiento. Niños iban y venían; unos se hacían los ciegos, otros
murmuraban o reían, y de boca en boca, y más rápido de lo que imaginaron,
sintieron el peso de las miradas, de los murmullos, de las críticas adultas.
Al
otro día, los docentes y los padres de familia de todos los estudiantes de la
escuela (incluidos los de Miguel y Sol Ángel) elevaron una plegaria al cielo
para que volviera la inocencia y la sensatez en estos niños, que no habían ido
a clase porque un castigo, entre tantos, consistía en la suspensión momentánea
de sus actividades académicas, bajo el argumento de haber violado las normas de
infancia y de moral de la institución, ignoradas por todos, incluso por el
amor.
Les
prohibieron el contacto, las miradas, los besos. Hicieron lo posible por
separarlos de salón y de ocuparlos en actividades distintas en horas de
descanso. Cuando volvieron, se buscaban a lo lejos, se ilusionaban con el
rencuentro, se morían de impaciencia. El amor tomaba forma de pecado en las
oraciones matutinas. Ella en una fila distinta, bien lejana, a la de Miguel.
Por eso no veía cómo escarbaba él, apresuradamente, entre sus bolsillos, las
monedas, escasas, que calmarían parte de las ilusiones de tardes enteras en la
silla de mimbre y de noches en vela con los mismos sueños: las caricias, los
ojos, los nervios y el primer beso. Entonces, de un momento a otro, justo
cuando todos rezaban lo de siempre, caminó despacio y con cuidado entre sus
amigos, buscó a Sol Ángel, primero con paciencia, luego impaciente, los rezos
pronto se acabarían, sintió unas manos en la cintura, un respiro en su oreja
izquierda y un tierno beso en la mejilla.
Cuando
llegó el amén, cada uno estaba en su puesto, con una sonrisa y un leve rubor en
el rostro. Un papel en el puño cerrado de Miguel esperaba ser abierto. El único
que leyó el contenido del mensaje fue el profesor de Religión, que simuló todo
el tiempo tener los ojos cerrados mientras dirigía la oración. Horas después,
el rubor de Miguel se convirtió en llanto, y Sol Ángel se quedó esperándolo en
el baño, luego del descanso, con un sí, con unos tacones de mujer adulta y con
un labial rojo, mal puesto en los labios.
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