Los
cachorros, de Mario Vargas Llosa: otra imposibilidad de amar
Jhon
Monsalve
Imagen tomada de internet
En
el Congreso Jalla 2012, que se llevó a cabo en Cali, Colombia, presenté una
ponencia sobre un cuento de uno de los escritores contemporáneos de Puerto
Rico. La ponencia llevaba como título: La imposibilidad de amar en el cuento
“El regreso”, de Emilio Díaz Valcárcel. Una narración estéticamente bien
lograda, cuya temática era los traumas sicológicos de un hombre que en la
Guerra de Corea había perdido, dentro de un campo de batalla, su miembro viril.
Entre
mi poca experiencia como lector, debo confesar que nunca imaginé que hubiese
una trama semejante en otra obra literaria latinoamericana. Y la encontré esta
semana y, del mismo modo, la disfruté. Esta vez era otra especie de campo de
batalla y otra la munición. Pero de igual modo le cambió la vida, y para
siempre, a este nuevo personaje.
Cuéllar
era, en un principio, un niño aplicado: sociable, el mejor del salón, y amante
del fútbol. En cierta ocasión, Judas, el perro que pertenecía a los Hermanos de
la institución en la que estudiaba él con sus amigos, lo mordió justo en el
lugar en el que una granada le voló la masculinidad al personaje de “El
regreso”. Al principio, las consecuencias fueron mínimas: las heridas le
impidieron que, momentáneamente, volviera a jugar fútbol, y en la medida en que iba creciendo, se
portaba de una manera diferente, las notas no fueron las mismas, los Hermanos
lo comprendían y tras una suerte de remordimiento, permitían que, aun así,
pasara las materias con calificaciones aceptables. Creció y cambió de tal manera que en
cierta ocasión: “(…) lo que más nos gustaba en el mundo eran los deportes y el
cine, y daban cualquier cosa por un math de fútbol, y ahora lo que más eran las
chicas y el baile (…)”. El problema
mayor fue cuando creció y se dieron cuenta de que él, Cuéllar, ya no era un
niño como antes y que, además, había adoptado rasgos varoniles notorios en
comparación con sus amigos. Sus padres lo consentían en todo lo que demandara.
En un automóvil venía e iba a la playa con sus amigos. A Cuéllar le gustaba
nadar. Llegó un momento en el que lo empezaron a llamar Pichulita, apelativo
que en Perú se considera tabú por el hecho de que hace referencia al miembro
viril.
Lo
más raro del asunto sucedió cuando Cuéllar empezó a darse cuenta de que, a
medida que crecían, sus amigos tenían novias, y él les buscaba pleito, los
ofendía, se sentía traicionado por ellos, quienes ahora priorizaban en sus
parejas, antes que en él. Las novias de sus amigos y ellos mismos se
preguntaban la razón por la cual Pichulita no tenía pareja y reflexionaban
sobre ello: “No tenía porque es tímido, decía Chingolo, y Pusy no era, qué iba
a ser, más bien un fresco, y Chabuca ¿entonces, por qué? Está buscando pero no
encuentra, decía Lalo, ya le caerá a alguna, y la China, falso (…)”. Y sentían
pena por la actitud de Cuéllar ante las mujeres. Hasta que un día, con la
llegada de Teresa Arriarte, la vida de nuestro tímido cambió: “De nuevo se
volvió sociable, casi tanto como de chiquito”. Y aunque se coqueteaban
mutuamente, a Cuéllar le faltó voluntad para dar el paso de la declaración. En
el mar hacía piruetas para sorprenderla, la invitaba a cine, se volvieron
buenos amigos y, tras los flirteos, buenos coquetos. Pero no hubo voluntad
porque lo atajaba el porvenir… el momento en que como hombre tuviera que
responder. Por eso nunca dio el paso, y Teresita terminó ennoviada con otro. “Entonces,
Pichula Cuéllar volvió a las andadas”. Y tras los malos tratos, los pésimos
comportamientos, sus amigos de toda la vida se fueron esfumando. Lo intentaron
nuevamente, pero la irresponsabilidad de Pichulita tras el volante casi termina
matándolos, y ese sí fue el acabose. Luego los saludos fueron más escasos y
llegó la muerte: “(…) y ya se había matado, yendo al Norte, ¿cómo?, En un
choque, ¿dónde?, en las traicioneras curvas de Pasamayo, pobre, decíamos en el
entierro, cuánto sufrió, qué vida tuvo, pero este final es un hecho que se lo
buscó”.
Mario
Vargas Llosa nos presenta una narración ambientada de manera similar al
contexto de La ciudad y los perros. Muestra un hecho contundente e identitario
del peruano y del latinoamericano en general: la pérdida del miembro viril como
el acabose de la masculinidad, que trae consigo traumas sicológicos. “Los
cachorros”, sin embargo, difiere de “El regreso”, de Emilio Díaz Valcárcel: en
este último el trauma fue dejado por los vestigios de la Guerra de Corea y a
causa de una promesa de matrimonio realizada tiempo atrás. En la novela de
Vargas Llosa, la emasculación representa una imposibilidad de amar, que quita
las bases de la masculinidad y termina representado metafóricamente un
imaginario social latinoamericano, que, aunque se muestre en el cuento de Díaz
Valcárcel, pasa, pues, a un segundo plano. Vargas Llosa, en 1967 y con una
prosa particular, que rompe todo esquema sintáctico y narrativo, sorprende con esta
novela que demuestra un avance más de la ingeniosa y recién nacida literatura
del Boom: “Los cachorros es una nueva
coronación de su maestría técnica, una etapa de experimentación formal que
lleva a otros extremos los procedimientos narrativos con los que antes ya nos
había pasmado”, afirma José Miguel Oviedo.
A
lo último los amigos se presentan viejos, y en pocas páginas, y sin darse
cuenta, el lector atraviesa la vida de estos muchachos que nunca comprendieron,
al parecer, que la timidez de Cuéllar se debía a su inseguridad. Todos con
hijos, y Pichulita en la tumba. No por nada le decían Pichulita.
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