El último cartapacio de un idiota
Jhon Monsalve
Imagen tomada de: http://poemasilustrados.blogspot.com/2013/09/el-ultimo-cartapacio-de-un-idiota.html
Cuento publicado en Vanguardia Liberal
Quizá
no haya impresión más grande y gratificante para un lector que la de descubrir
que los personajes de papel están hechos con las mismas abstracciones y moldes
humanos. Es mi caso. Tal vez un cuento de Cortázar me haga comprender que tales
sentimientos no son más que representaciones de la idiotez humana que habita en
algunos pocos hombres, que podríamos llamar— a nuestro modo de ver—
“privilegiados” y que, para el resto, no son más que tontos o estúpidos. No
hace mucho me confundía entre los marasmos de La vorágine. Me ahogué entre las
lágrimas de don Clemente Silva, sucumbí a los abismos de su hijo, temí las
amenazas… y los demás, aquellos que al tiempo leían la misma novela, ni siquiera
se inmutaban, y trataban de hallarle, más que lo sublime, el tema justo para
una buena interpretación.
Yo
no sé, pero gracias al personaje aquel de Hay que ser realmente idiotas para…
comprendí que el arte se estudia con los sentidos hasta el punto de crear
maravillosas sinestesias, para los demás de pronto algo abstractas, de la vida,
del sentimiento, del ser humano. Curiosamente ayer… después de navegar entre el
mar apacible de los inocentes, como lo estuvo en alguna ocasión la mujer de
Espantos de agosto, que aún me queda la duda de si fue o no asesinada por
Ludovico o, aprovechando el uso de la primera persona, el narrador la mató y
cuadró todo para que no hubiera ni la más mínima sospecha… pero en mi caso no
se trataba de un sueño profundo sobre sangre fresca, sino más bien del mar que
formaba la imaginación a sus anchas… me encontré a un viejo que tenía las
arrugas tatuadas hasta en los ojos y que preocupado, casi sollozando, buscaba
sin parar a su único hijo que había desaparecido un día en horas de la noche
cuando fue a comprar un huevo para la comida. Mostró unas fotos con las manos
temblorosas por el cansancio, la desesperanza y el reuma. Y se me aguaron los
ojos. Me volví idiota. Traté de hablar con él sin que las lágrimas se salieran
de su pecera, salitrosa, en represa, pero la idiotez, tal vez lo que muchos
llamen Cobardía o Maricada, es susceptible a los golpes de llanto, a los
vientos helados, a los arroyos de palabras y tonalidades tristes que se leen o
se oyen a diario. Lloramos los dos, buscamos los dos, almorzamos los dos, y
llegó la tarde… y llegó sin nada, sin nadie, ni siquiera la esperanza mínima de
una pista ilusoria que pudiera dar con el paradero de un joven— para el viejo,
un niño— que se perdió extrañamente en una ciudad tan diminuta, tan
progresista, tan segura como esta.
Y
es que cualquier padre haría cualquier cosa por su hijo; solo recordemos las peripecias
de Kino en La perla, y vivamos de nuevo sus impaciencias, sus suertes, sus
consecuencias. Por lo menos en la obra de Steinbeck sabemos que es la picadura
de un animal la que desata todos los acontecimientos; por el contrario, en
nuestro viejo, el de ayer, solo podemos acercarnos a una adivinanza, tal vez a una
información predestinada por el oráculo de la experiencia, que, aunque certera, debe decirse haciendo
uso medido de palabras puras y pulcras que se alejen de todo tipo de
ambigüedad: Supuestamente, No está comprobado, Presuntamente, Quizá, Tal vez,
No se sabe. Porque lo más seguro es que De pronto se lo haya llevado por
equivocación—recordemos que todos los humanos se equivocan— un batallón, que
pensó ingenuamente que ese muchacho podría pertenecer a un grupo al margen de
la ley.
Estas
cosas comprueban que mi grado de idiotez está por encima de los índices
normales. Casi nadie siente eso. Todos —como he visto— miran para el cielo, se
tapan los oídos y solo oyen la voz de Dios cuando les conviene. Ante
situaciones como las de don Clemente Silva, se compadecen hipócritamente y
creen ayudar con eso, con un sentimiento falso que se inventan para ganar
puntos en el Juicio Final. Pero la idiotez se trepa a la cima del Chimborazo y
hace alucinar, llorar, gritar el dolor ajeno, el que en este país, muy bien lo
dijo Jaime Garzón, no se duele, no se siente, porque No tenemos una conciencia
colectiva: tenemos una posición cómoda e individual ante la vida, el problema
soy yo, me salvo yo, y el resto friéguese. No puedo dejar de nombrar a Bolívar,
y su delirio, y sus poemas que se esconden entre las proclamas de un héroe
mitificado, entre las voces de un dios que vino a salvar el futuro de una
tierra que se perdía por entonces, que se entregaba en manos ajenas… ¡Mierda!
De nada sirvió tanto esfuerzo: hoy continuamos en las mismas. Mientras no haya
más idiotas, continuaremos en las mismas.
Pero
nadie tendrá la disposición de cambiar su inteligencia por mínimas dosis de
idiotez. Por esa razón la mujer y los amigos del personaje de Cortázar
prefieren aplaudir y criticar el acto teatral y no caer en el error de pasar
todo entero, como si la vida no estuviera hecha, tal como lo dijo Borges, de
momentos que no deben perderse entre críticas absurdas, entre banalidades,
entre inteligencias y disciplinas que llevarán consigo, y hasta la vejez, los
arrepentimientos más atroces. Prefiero ser idiota ahora, tratar de cambiar el
mundo y de disfrutarlo ahora, en lugar de arrepentirme luego del estado
sedentario con el que anduve el Valle de
lágrimas, tal cual lo llamó el padre Rentería en la novela de Rulfo… y ese
estado de quietud conlleva la inteligencia de la que huyo recurrentemente.
Para
ejemplificar un poco más, les cuento que estoy rodeado de sabios y de salomones
que critican y que viven intelectualmente el arte de la vida… porque la vida no
es más que eso… pero si recordamos bien, Salomón, entre tanta sabiduría, terminó,
debido a la influencia femenina, pecando contra Yahveh, adorando a otros
dioses. ¿Dónde quedó, pues, la sabiduría del que se supone escribió El
Eclesiastés? Casi hallamos en él a Sartre o a Camus. Pero en fin: por aquí
pululan salomones. Con decirles que hace unos días discutíamos el valor humano
de Hitler y concluyeron, sin mí, que los judíos se merecían la muerte por
invasores, comerciantes y asesinos de Cristo. Y luego lo comparaban con algunos
presidentes latinoamericanos que habían dejado el mismo legado de paz: no hay
necesidad de nombrarlos; ya ustedes los conocen… los idiotas no podemos olvidar
los sentimientos de impotencia que se dejan en los estados de locura. Para
emparejar las opiniones y transmitir un poco de la idiotez que me caracteriza,
les hablé de Fosas comunes, el cuento de Burgos Cantor, y prefirieron la poesía
de Roy Barreras. Este escritor—no el bondadoso político— se centra en las
víctimas de aquella violencia sin fin, comandada, según algunos, por un sucesor
de Hitler. El dolor, las lágrimas, el grito ahogado de ausencia se clava entre
los poros de los idiotas, de nosotros, mientras que los inteligentes se mofan y
se divierten por los huesos, las cabezas, las entrañas de seres que no son aptos
para el país. Ahí está el hijo del viejo aquel, que Presuntamente desapareció
una noche mientras iba a comprar un huevo. Tal vez haga falta una fábrica de
cápsulas que prevengan la sabiduría, porque temo llegar a pensar y a sentir
como ellos… los vendados, los sordos, los mudos de una sociedad estancada en el
pasado. Soy idiota, sí… y qué.
Ahora
mi tono—se habrán dado cuenta— es más retador. Pero no puedo evitar volverme
así cuando hablo de Fosas comunes o de La casa grande. Tampoco cuando veo tan
cerca la Santa María de Onetti. O el Macondo de Gabo. Ya lo llamo así porque
los idiotas somos atrevidos y dejamos para luego la formalidad. En esta ciudad
se han llevado a cabo numerosos proyectos en pro del crecimiento social y solo
por ello está siendo reconocida en todo el país. Pero algunos, es decir,
aquellos que nos impactamos cuando vemos caer una hoja de un árbol o cuando
perseguimos a un pato, tal cual el personaje de Julio (dejémonos, ya dije, de
formalismos), recordamos que la misma acción de la novela de Cepeda Samudio
ocurrió en El Estadio Alfonso López el 11 de octubre de 1981. No olvidamos que
las balas, aunque las hicieron pasar de salva, eran hechas del mismo material
con que los soldados acribillaron a los protestantes de las Bananeras. De lo contrario,
los heridos habrían llegado al hospital con morados en las piernas y en el
pecho, y no agonizando. Y de nuevo el ejército… ay el viejo, ay, el joven—que
para él, era un niño—, ay, los batallones. Y hagamos lo mismo que Gabo:
trascendamos este hecho. Copiemos la idea de llenar trenes de muertos. Así se
recuerda mejor y se vuelve folclor. Y las balas llegaron a más de treinta. Y
las gradas del estadio se mancharon de sangre amarilla, leoparda, y murieron,
entre gases, algunos asfixiados, otros heridos a bala, cerca de doscientos. Los
heridos, no contradigamos tanto, no seamos tan inteligentes, fueron poco más de
treinta. Y ya. Cumplimos. Cumplí. Ay, batallones… ay… los héroes.
Pobre
viejo, pobre hijo, pobre tierra… Verdaderos héroes son los que presenta Emilio
Díaz Valcárcel en sus cuentos. Héroes de tragedias comunes, de heridas ajenas,
de luchas sin ideales, obligadas, compartidas, sufridas. Los nuestros se
comprenden por pedazos. Solo algunos. Los que respetan la vida y no pasan por
encima de los demás en busca de una ganancia paupérrima del valor de un fusil o
de una bala. Es un truque, mi viejo… por cada cartucho nos dan un trozo de
hijo. Sí, eso le diré esta tarde… sí. Mientras tanto dejaré de escribir
estupideces, porque los pasquines, desde ahora, cuentan también a los idiotas.
Genial, gracias. Saludos cordiales.
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