Hablar de Alejandra Pizarnik
Jhon Monsalve
Hablar de Alejandra Pizarnik es hablar de su niñez, de su vida, de su muerte. Es hablar de aquellos momentos en que la lucidez se apoderaba de ella, cuando en las noches de soledad se encontraba frente a un papel y con una pluma en la mano para escribir lo que su otredad le demandaba.
Ninguna poeta como ella, ninguna más querida, era tan adorada por Octavio Paz y tan admirada por él de forma similar a como lo hacía con Sor Juana Inés de la Cruz. Era de íntima confianza con Cortázar: tuvo en sus manos Rayuela, y lo perdió en su desorden de adolescente. Cortázar le dio el documento original para que lo digitara, y lo extravió, y no le quiso contestar las llamadas, se escondía, hasta que un día lo halló dentro de un desorden normal de mujer inquieta.
Alejandra Pizarnik siente el malestar de Buenos Aires. “La tierra más ajena” lo demuestra, lo evidencia:
No querer blancos rodando
en planta movible.
No querer voces robando
semillosas arqueada aéreas.
No querer vivir mil oxígenos
nimias cruzadas al cielo.
No querer trasladar mi curva
sin encerar la hoja actual.
No querer vencer al imán
al final la alpargata se deshilacha.
No querer tocar abstractos
llegar a mi último pelo marrón.
No querer vencer colas blandas
los árboles sitúan las hojas.
No querer traer sin caos
portátiles vocablos.
en planta movible.
No querer voces robando
semillosas arqueada aéreas.
No querer vivir mil oxígenos
nimias cruzadas al cielo.
No querer trasladar mi curva
sin encerar la hoja actual.
No querer vencer al imán
al final la alpargata se deshilacha.
No querer tocar abstractos
llegar a mi último pelo marrón.
No querer vencer colas blandas
los árboles sitúan las hojas.
No querer traer sin caos
portátiles vocablos.
Aunque se lea detenidamente este poema, no se comprende del todo. Alejandra Pizarnik, cuando escribió este poemario, tenía solo 17 años y estaba impregnada del surrealismo francés. Susana H. Haydú dice al respecto:
El primer libro de Alejandra Pizarnik, La tierra más ajena, es sólo un ejercicio poético. Apenas si apunta aquí el talento evidente que reflejan los libros que le suceden. Quizá lo más interesante sea la falta de puntuación que caracteriza al libro, siguiendo la tradición de los poetas surrealistas como René Char y también los “beat poets” como Allen Ginsberg, que tuvieron gran influencia en el clima poético de entonces en Buenos Aires. Pero la elección de palabras la coloca en una tradición netamente romántica.
Es entendible que por sí solo el poema parezca un caos, un desorden ininteligible, pero era eso, precisamente, lo que ella buscaba: demostrar el caos de su ser en la Argentina de mediados del siglo XX, de la misma forma como lo hizo Ernesto Sábato en el Túnel o en Sobre héroes y tumbas. La vida de Alejandra Pizarnik era un caos en la Argentina que le tocó.
Ella tenía 5 nombres: Sacha, Blímele, Buma, Flora y Alejandra, este último lo adaptó fuera de ella, como un espíritu que se apoderaba de su ser en las noches de lucidez. En realidad quien hablaba y escribía no era Flora, como en realidad era su nombre de pila, sino Alejandra, su alteridad.
Hablar de Alejandra Pizarnik es hablar de la alteridad, de ese alter ego que hablaba por ella. Se sentaba a escribir en las noches y la apoderaba un ser extraño que conocía profundamente. Ella, Flora, nunca fue escritora, solo la que transcribía (como transcribió Rayuela) lo que Alejandra le pedía. Decidió llamarse por siempre así: Alejandra.
Solo un nombre
Alejandra, Alejandra,
Debajo estoy yo
Alejandra
Hablar de Alejandra Pizarnik es recordar su niñez, es ir a sus reminiscencias de infante, de caos, de miedo. Una niña que no se hallaba en el mundo, que hablaba más de 4 idiomas y que huía, como muchos judíos en ese tiempo, de Hitler. Ella era judía y argentina también, pero con un malestar exagerado de esta última tierra. Un poema de su niñez, la niñez que nunca fue:
LA DE LOS OJOS ABIERTOS
La vida juega en la plaza
con el ser que nunca fui
con el ser que nunca fui
y aquí estoy
baila pensamiento
en la cuerda de mi sonrisa
en la cuerda de mi sonrisa
y todos dicen esto pasó y es
va pasando
va pasando
mi corazón
abre la ventana
va pasando
mi corazón
abre la ventana
vida
aquí estoy
aquí estoy
mi vida
mi sola y aterida sangre
percute en el mundo.
mi sola y aterida sangre
percute en el mundo.
pero quiero saberme viva
pero no quiero hablar
de la muerte
ni de sus extrañas manos.
pero no quiero hablar
de la muerte
ni de sus extrañas manos.
Y por último, la muerte. Hablar de Alejandra, entre otras muchas cosas, es hablar de la muerte. El poema anterior es un ejemplo. Y cómo no hablar de ella, si de Ella se recuerda sobre todo esto: la muerte, que vino en una noche de septiembre, o más bien: la muerte que conquistó ella, Alejandra Pizarnik , en una noche de lucidez, en la que no soportó que se acabara como si nada, y la dejara ahí tirada frente a peligroso y tedioso día. 50 pastillas, 10 por cada nombre, fueron suficientes para matar a Flora y a Alejandra. Hoy son ya casi 40 años de tal suceso.
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