LAS NUBES, EL MIEDO, LA BULLA
CRÓNICA: MI PRIMER VIAJE EN AVIÓN
Jhon Monsalve
— Dios
te salve María, llena eres de gracia (…), Santificado sea tu nombre.
— Pero
mira hacia abajo, mamá: se ven solo nubes.
— Bendita
tú eres entre todas (…), Haz tu voluntad en el cielo como en la tierra.
Cuando
era niño me gustaba mirar Gokú comiendo crispetas con aguapanela. Me emocionaba
ver que aquel chiquillo se elevaba con su báculo sagrado hasta el cielo y que
traspasaba las nubes como si fueran paredes intangibles. Los Simpson, por su
parte, mostraban a dios agigantado, sentado sobre una enorme banca que se sostenía
sobre las nubes. Recuerdo esto ahora… lo recordé antes y en el momento en que
estaba subido por primera vez en el avión de LAN que me llevaría hasta Bogotá,
me dejaría durante dos horas en uno de los aeropuertos más grandes del país y
luego volvería a recogerme para transportarme a Cali, lugar en que presentaría
una ponencia en Jalla 2012, congreso internacional de literatura
latinoamericana.
¿Las
nubes se rompen o no? El avión despegó después de haberse acomodado lo suficiente.
Prendió su motor, supongo, y tomó una velocidad indescriptible. Dejó de tocar
tierra y me arrepentí de haber elegido la ventanilla. ¡Y tanto que hice para
que me dieran ese puesto!:
— Señorita,
¿puedo elegir la ventanilla?
— Claro
joven, pero cuando venga a hacer el Check in.
— ¿El
qué? ¿Qué es eso, señorita?
— Es
el registro del vuelo. Usted compra los pasajes hoy, pero 48 horas antes, si lo
desea así, puede venir para registrar oficialmente su vuelo. Ahí puede elegir
el asiento que más guste.
Y
así sucedió: fui 48 horas antes del vuelo, me dieron un papel impreso dos
veces, y listo, ya tenía fila y asiento: 6L. Antes de subirme al avión miré el
cielo, y dije: “Espérame”. Cerca de 20 minutos duré dentro de la aeronave que no
se movía, no caminaba, no volaba, miraba hacia el cielo, había nubes, ¿se
rompen las nubes? Hubo un momento en que me arrepentí de no haberme ido en bus:
el vuelo se retrasó 75 minutos, y yo en la puerta de embarque no hacía más que
preguntar si por distraído, había perdido el vuelo, y que ahora qué tenía que
hacer. Me mandaban a sentarme, a tranquilizarme, que no me preocupara, que
ellos avisaban por el altoparlante. Ay, y la fila que me tocó hacer, ni se la
imaginan. Tuve que dejar las monedas y el celular en una caneca, también el
bolso, pero no me advirtieron nada sobre la USB, y sonó el pito, como en un
almacén de cadena cuando se roban algo. Mierda, pensé que alguien me había
metido coca en los bolsillos sin darme cuenta. De nuevo el pito:
— ¿Joven,
qué lleva en el bolsillo?
— Pues…
una USB.
— Déjela
allá junto a las monedas.
Y
a diferencia del resto, me pasaron el aparato
piteador por todo el cuerpo como cuatro veces. El avión despegó y me
arrepentí de haber elegido la ventana. Bucaramanga se fue perdiendo entre la
velocidad, la altura y mi miedo. No miré, era muy alto, debí pedir la
ventanilla del ala: menos susto. Pero me acomodé, me acostumbré y me sentí
dios. Sentí que la señora que rezaba en la parte trasera me hablaba a mí, que
me rogaba que la cuidara y que protegiera a su hija. Vi las nubes rotas,
blancas, grandes, rotas. Las montañas abajo, el mundo era mío, solo mío, la seguridad,
el vértigo, la turbulencia. Qué sensación tan extraña la de volar tan alto… cuando uno alza la cabeza no se ven más nubes sobre uno, sino abajo, como el
dios de los Simpson, abajo, tan tangibles, tan abundantes, tan humanas.
Nunca
había ido a un aeropuerto. Mi mamá me cuenta que de niño vivíamos cerca de allí
y que yo señalaba con las manos los aviones como queriendo decir que quería uno
de juguete. Pasaban cerca, muy cerca de la casa, de mañana y de noche. No
recuerdo esos tiempos; estaba muy pequeño. Cuando llegué al aeropuerto, busqué
la cabina de LAN para que me indicaran por dónde quedaba la puerta de embarque.
Luego, mi padre pidió un tinto de 2600 pesos, con la misma cantidad de los que,
en el centro de Bucaramanga, valdrían 400 pesos. “Esto es pa’ ricos, mijo”, y
compró el café. Habló de mi niñez y de la moto que me compró mi hermano Libardo
para que me divirtiera un poco. Se fue, me dejó solo frente al destino. Recordé Fire and
Ice, el poema de Robert Frost:
El
mundo acabará, dicen, presa del fuego;
otros afirman que vencerá el hielo.
Por lo que yo sé acerca del deseo,
doy la razón a los que hablan de fuego.
otros afirman que vencerá el hielo.
Por lo que yo sé acerca del deseo,
doy la razón a los que hablan de fuego.
¡Mierda!,
el fin del mundo. Qué tal si se cae el avión, el fuego, la montaña, Fire and Ice, de Álvaro Menéndez Leal.
No, no pensemos en eso… miles de vuelos salen al día —me
dijo un profesor— y las noticias de un
accidente aéreo aparecen solo de vez
cuando. Sí, es cierto: hace mucho no oigo una catástrofe de esas, me
tranquilicé, me acomodé en la silla, me amarré el cinturón. Aire, nubes, cielo,
sol que irradia sobre las turbinas del avión.
Cuando
vi las nubes bajo mi poder, pensé en romper la ventanilla y lanzarme al mundo
de algodón. Guardé la calma, le perdí el miedo a las alturas, en la Universidad
del Valle me asomé desde un cuarto piso y ya no sentí vértigo. Los huecos, sí,
los huecos, hacían que pensara en un
accidente, hay huecos en el aire, muy hondos. La turbulencia hacía mover
el avión para uno y otro lado, temblaba, se prendieron las luces de emergencia,
miré la ventana: “Con el zapato la rompo y me boto”, pensé. La azafata había
dramatizado cómo debía uno abrocharse el cinturón, cómo ponerse la máscara de
oxígeno si se necesitase, señaló las salidas de emergencia, pero no explicó qué
hacer con el miedo, si podía botarse o no por las ventanas. Son como huecos en
las carreteras colombianas. Simplemente así: huecos, no se asuste —me
dijo otro docente— que eso es normal. Respiré
hondo, y me sentí Gokú.
De
Bogotá a Cali fue diferente, de Cali a Bogotá el miedo se fue, de Bogotá a
Bucaramanga fue divertido. Si me piden una conclusión sobre la experiencia de
haber viajado en avión, responderé como respondió Fermina Daza cuando le preguntaron
sus impresiones sobre París y Europa: “Más es la bulla”.
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