ÁYAX,
DE SÓFOCLES: EL PROBLEMA DESPUÉS DE TROYA
Jhon
Monsalve
Imagen tomada de internet
Y
habían vencido a Héctor… y los muros troyanos ya no fueron los mismos. El
cansancio se desvanecía entre la felicidad de la victoria. Áyax había aportado
con gallardía en la defensa de su pueblo y de sus superiores, y Ulises, por su
parte, había dado la solución para darle fin a lo que parecía ser una eterna
guerra. Simulaba venir la paz, pero los dioses intervinieron para no
permitirlo. La guerra empezaría desde ahora e internamente desde el bando
ganador: Áyax y Ulises serían los directos responsables terrenales de la
contienda. Cuando murió Aquiles, las armas, como era costumbre, fueron
heredadas por el guerrero más sobresaliente. En este caso, les fueron otorgadas
a Ulises, mientras Áyax veía en este acto una muestra de la injusticia de
Agamenón. Y no veía más allá: no recordaba los momentos en que se dejó llenar
de orgullo y de valentía para no aceptar la ayuda de los dioses. Minerva, una
de ellos, no soportó su actitud y lo castigó, tal cual lo describe Sófocles en
su tragedia: se fue de parte de Ulises y cambió la mente furiosa de Áyax para
que, creyendo matar a los argivos, asesinara a las bestias del campo que
apacentaban en aquellas moradas.
Lo
anterior fue considerado por Tecmesa, su mujer, como un acto de locura. Cuando
Áyax fue consciente de sus acciones, se dio golpes de pecho y decidió morir por
su propia mano. El orgullo lo llevó a estos límites, luego de ser un hombre
poderoso. El héroe griego una vez más decae ante la miseria y el dolor; al fin
de cuentas es esto lo que hoy, en pleno siglo XXI, nos asemeja más y más a ese
mundo que tratamos de olvidar en medio de una sociedad inmersa en la diversión.
Rodríguez Adrados afirma: “El héroe de la tragedia griega es un ejemplo de
humanidad superior que se nos ofrece
como un espejo de la vida humana en sus
momentos decisivos. Es más que un tipo ideal directamente imitable, pero con
aspiraciones limitadas; es el hombre
mismo elevado a la culminación de su ser hombre, tratando de abrirse paso en situaciones no
elucidadas antes, en riesgo de chocar
con el límite divino. Caiga o triunfe, yerre o acierte su suerte será siempre
un acicate y una advertencia al mismo tiempo; en suma, un modelo en un
sentido diferente al empleado hasta
aquí. No en aquel otro anterior, porque
tanto su caída como su triunfo tienen lugar por medio del dolor y a través de
decisiones que querríamos nos fueran
evitadas”. Y ahí estamos como héroes, de los que terminan batallas y desean
empezar otras: seres orgullosos como Áyax.
Pero
dejemos estos juicios morales para otro espacio, y volvamos a la tragedia que
nos incumbe. El problema volvió después de haber muerto Áyax: Menelao y
Agamenón peleaban por una sepultura indigna para el excombatiente. Teucro,
Tecmesa y el hijo, por el contrario, defendían el derecho a la vida. Una guerra
de palabras mediadas por la cólera y el linaje tuvo lugar frente al cuerpo de
Áyax. Ulises, como siempre, haciendo con
sus palabras otro caballo de Troya, llegó a dar solución a la contienda,
defendiendo la parte que, en ese caso, era considerada la enemiga, con el
argumento de que el entierro indigno era mal visto por los dioses. Ulises, como
siempre, supo dejarse guiar por las divinidades, tal cual Circe lo guio al
infierno.
Áyax,
protagonista de una guerra interna, murió con la espada que le heredó a su
enemigo Héctor. Algún mal, entre la guerra infinita de los dioses, tenía que
caer sobre los argivos… y este es el ejemplo perfecto.
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