ODA
PROSAICA A LA FALDA
Jhon
Monsalve
A los
4 años de edad me acostaba en el piso sucio y cómodo de la calle principal del
barrio de ese entonces. Preparaba mis juguetes para que nadie sospechara, me
limpiaba bien los ojos, me sacaba las lagañas con el dedo meñique y practicaba
la apertura más amplia posible. Sabía muy bien que las amigas de mi madre se
ponían aquellos vestidos que dejaban ver, cual María en el romanticismo, los
tobillos desnudos cubiertos a veces de polvo y a veces de raíces negras o rubias.
¿Pero qué había en lo que escondían?
Los juguetes: mis cómplices… Todo preparado, como el perfecto asesino prepara su crimen. Lo que más me gustaba de las faldas era la imaginación perversa que sobrevenía después de divisarlas, de olerlas. Los tobillos, las raíces, el polvo de la carretera principal… y saber que podía ser una hormiga y que, si me iba bien, improvisaría mil ojos en la cabeza. Confieso que no me gustaban las vecinas; es más, si nunca se hubieran puesto faldas, jamás me habría fijado en ellas: que eso quede bien claro.
Los juguetes: mis cómplices… Todo preparado, como el perfecto asesino prepara su crimen. Lo que más me gustaba de las faldas era la imaginación perversa que sobrevenía después de divisarlas, de olerlas. Los tobillos, las raíces, el polvo de la carretera principal… y saber que podía ser una hormiga y que, si me iba bien, improvisaría mil ojos en la cabeza. Confieso que no me gustaban las vecinas; es más, si nunca se hubieran puesto faldas, jamás me habría fijado en ellas: que eso quede bien claro.
Entonces
cuando los juguetes ya estaban sobre la calle, me volvía un falso monólogo que
inventaba mil peleas con carros y muñecos, y gritaba, y gritaba, y me revolcaba
en el suelo de vez en cuando, para que no sospecharan. Yo creo que siempre lo
hice bien: justo cuando venía alguna vecina yo me revolcaba como si uno de los
juguetes fuese yo mismo, y alcanzaba a percibir algunas cosas; casi siempre,
más raíces. En esos tiempos conocí la ropa interior femenina, la que también
merece una oda… Pero bueno: ese fue el comienzo de una atracción que ha vivido
por muchos años en mis pupilas. Las faldas son la tela de la imaginación
perversa, el algodón del escondite perfecto, el crimen húmedo descubierto a
través de los años.
Por
razones del tiempo más que del clima, las faldas, aquellas que en el siglo XVI
eran un pedazo de tela cuadrangular con un hueco en el centro, han ido cambiando
para deleite masculino. Cómo me hubiera encantado ver una falda de esas que
usaban las mujeres en los tiempos de Bolívar. Imagino a Manuelita Sáenz con la
cintura en el pecho y con un abanico del color del hedonismo. Larga la falda,
pesada, llena de polvo en la base, cubierta de manos libertadoras, fuertes y
lujuriosas. Mejor dicho: entre más largas, más placer.
Las
amigas de mi madre aún usan faldas hasta los tobillos porque se quedaron en los
años sesenta del siglo pasado. Las hijas, en cambio… si ustedes las vieran…
compran unas faldas licradas que se suben al compás del movimiento erótico de
las piernas. Ya es mucho más fácil imaginar lo que se esconde. Las faldas se
equiparan a los libros de hoy: entre más nuevos, imaginación más pobre. Pero,
en fin, el caso es que pronto serán cinturones y no faldas. Esta prenda es el
indicio al pecado, es el mandamiento olvidado, es la tela corta de la
sensualidad y el cuchillo filoso de los ojos. Las faldas son una y todas al mismo tiempo: un
invento perfecto del hombre arreglado a través de los años por los gustos
femeninos, por el calor, por la necesidad extraña de mostrar más.
Ya
lo he dicho: lo más llamativo de las faldas es lo que no muestran. Por eso me
gustan. Nunca más, desde ese entonces, cuando los juguetes eran mis cómplices,
volví a mirar por debajo de las faldas, porque la imaginación se me perdía en
la oscuridad de las raíces. Nunca utilicé espejos para ver los cucos de mis
compañeras de salón, ni puse cámaras debajo de las escaleras. No tenía sentido
dañar la imaginación, el morbo, la lujuria de ese modo.
Ahora
me dirijo a ellas de la manera que siempre quise. Las faldas son el grito de mi
imaginación dormida. Son las piernas de la lujuria, son los quejidos de Onán,
las erecciones de Príapo, las sinécdoques de la piel femenina. Las faldas no
son más que la rivalidad del viento de muchos ojos… excepto de los míos.
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