domingo, 9 de febrero de 2014

Áyax, de Sófocles: el problema después de Troya

ÁYAX, DE SÓFOCLES: EL PROBLEMA DESPUÉS DE TROYA
Jhon Monsalve

Imagen tomada de internet

Y habían vencido a Héctor… y los muros troyanos ya no fueron los mismos. El cansancio se desvanecía entre la felicidad de la victoria. Áyax había aportado con gallardía en la defensa de su pueblo y de sus superiores, y Ulises, por su parte, había dado la solución para darle fin a lo que parecía ser una eterna guerra. Simulaba venir la paz, pero los dioses intervinieron para no permitirlo. La guerra empezaría desde ahora e internamente desde el bando ganador: Áyax y Ulises serían los directos responsables terrenales de la contienda. Cuando murió Aquiles, las armas, como era costumbre, fueron heredadas por el guerrero más sobresaliente. En este caso, les fueron otorgadas a Ulises, mientras Áyax veía en este acto una muestra de la injusticia de Agamenón. Y no veía más allá: no recordaba los momentos en que se dejó llenar de orgullo y de valentía para no aceptar la ayuda de los dioses. Minerva, una de ellos, no soportó su actitud y lo castigó, tal cual lo describe Sófocles en su tragedia: se fue de parte de Ulises y cambió la mente furiosa de Áyax para que, creyendo matar a los argivos, asesinara a las bestias del campo que apacentaban en aquellas moradas.
Lo anterior fue considerado por Tecmesa, su mujer, como un acto de locura. Cuando Áyax fue consciente de sus acciones, se dio golpes de pecho y decidió morir por su propia mano. El orgullo lo llevó a estos límites, luego de ser un hombre poderoso. El héroe griego una vez más decae ante la miseria y el dolor; al fin de cuentas es esto lo que hoy, en pleno siglo XXI, nos asemeja más y más a ese mundo que tratamos de olvidar en medio de una sociedad inmersa en la diversión. Rodríguez Adrados afirma: “El héroe de la tragedia griega es un ejemplo de humanidad  superior que se nos ofrece como un espejo de la vida humana  en sus momentos decisivos. Es más que un tipo ideal directamente imitable, pero con aspiraciones limitadas; es el  hombre mismo elevado a la culminación de su ser hombre,  tratando de abrirse paso en situaciones no elucidadas antes,  en riesgo de chocar con el límite divino. Caiga o triunfe, yerre o acierte su suerte será siempre un acicate y una advertencia al mismo tiempo; en suma, un modelo en un sentido  diferente al empleado hasta aquí. No en aquel otro anterior,  porque tanto su caída como su triunfo tienen lugar por medio del dolor y a través de decisiones que querríamos nos  fueran evitadas”. Y ahí estamos como héroes, de los que terminan batallas y desean empezar otras: seres orgullosos como Áyax.
Pero dejemos estos juicios morales para otro espacio, y volvamos a la tragedia que nos incumbe. El problema volvió después de haber muerto Áyax: Menelao y Agamenón peleaban por una sepultura indigna para el excombatiente. Teucro, Tecmesa y el hijo, por el contrario, defendían el derecho a la vida. Una guerra de palabras mediadas por la cólera y el linaje tuvo lugar frente al cuerpo de Áyax. Ulises, como siempre,  haciendo con sus palabras otro caballo de Troya, llegó a dar solución a la contienda, defendiendo la parte que, en ese caso, era considerada la enemiga, con el argumento de que el entierro indigno era mal visto por los dioses. Ulises, como siempre, supo dejarse guiar por las divinidades, tal cual Circe lo guio al infierno.
Áyax, protagonista de una guerra interna, murió con la espada que le heredó a su enemigo Héctor. Algún mal, entre la guerra infinita de los dioses, tenía que caer sobre los argivos… y este es el ejemplo perfecto.


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