martes, 17 de enero de 2023

Hacia una nueva esperanza de futuro para la juventud bumanguesa

 

 

Hacia una nueva esperanza de futuro para la juventud bumanguesa

Jhon Monsalve 

Texto publicado en el libro "Ciudad de historias y arreboles: Bucaramanga 400 años", editado por la Universidad Industrial de Santander


Nací, crecí y estudié mi primaria y bachillerato en una zona de la Ciudad Bonita que no hace mucho honor al adjetivo en itálica desde su configuración estructural urbana, según la valoración estética de los acérrimos citadinos. Eso sí: me rodeé de buenos seres humanos, hasta el punto de que, para mis adentros, Bucaramanga es más Ciudad Bonita por su gente que por sus espacios. Muchos de ellos fueron mis amigos de infancia, que no pasaron de quinto de primaria porque les llegaba la edad de trabajar, o porque tenían que cuidar de sus hermanos menores mientras sus padres cumplían con sus labores, o porque el colegio público más cercano quedaba a decenas de kilómetros y no tenían para el transporte. Otros tantos fueron mis amigos de bachillerato, varios de los cuales no siguieron sus estudios universitarios porque en sus casas priorizaba el hambre, las necesidades de todo tipo o los problemas familiares, o porque se rindieron ante la dificultad de ganarles un cupo en la universidad pública a quienes tuvieron, por diversas razones —siempre atadas a lo económico—, una mejor formación básica y media.

Aunque desconozco el presente de todos ellos, sí sé de algunos que han muerto asesinados, de otros que están en la cárcel o en la indigencia, de aquellos que trabajan de sol a sol por menos del salario mínimo, de quienes tienen varios hijos y, por ende, las necesidades aumentaron y de los que han intentado con poco éxito laborar y estudiar al tiempo. Estas parecen consecuencias de una ciudad que, social y políticamente, ha olvidado a sus jóvenes y ha consolidado un injusto círculo vicioso de generación en generación. Actualmente, como maestro de jóvenes colegiales y universitarios de instituciones públicas, me doy cuenta de que la situación sigue siendo la misma, los problemas se reiteran, las consecuencias suelen ser similares, y tristemente las soluciones se desdibujan ante la desesperanza de la juventud.

Así las cosas, es habitual escuchar en las aulas de secundaria, mediante diálogos con los jóvenes, que sus mayores sueños se reducen a la compra de un vehículo, a la búsqueda de un amor de chequera o a la perpetuación del puesto ambulante de alguno de sus familiares. El problema radica en las razones que los llevan a soñar de manera tan limitada y a eliminar de sus discursos las palabras Educación o Universidad. Por su parte, los jóvenes universitarios que viven en estos contextos tratan de sobrevivir la carrera profesional con los beneficios ganados por su estratificación social o por su desempeño académico, pero no pueden desvanecer las dificultades económicas siempre presentes en casa o el fantasma del desempleo de los compañeros ya graduados.  

De lo anterior ha derivado un sentido de desesperanza en la juventud bumanguesa, que puede seguir detonando en manifestaciones sociales. De cierta forma, la violencia simbólica del olvido estatal hacia los jóvenes ha producido, en los últimos años, un estallido social fuerte, protagonizado por las nuevas generaciones que recuerdan un pasado con necesidades y, a su vez, esperan —o desesperan— en un sin-futuro.

Ante tal panorama, la juventud bumanguesa requiere de oportunidades educativas y laborales dignas, así, en ese orden: primero, es importante que los jóvenes estudien, enfocando su total atención en ese proceso y sin obstáculos económicos de ningún tipo; en segunda instancia, cuando hayan culminado la universidad, los recién graduados deben contar con la seguridad de un trabajo digno, relacionado con su profesión y que les permita seguir construyéndose como seres humanos y profesionales.

Para devolver la esperanza a la juventud bumanguesa y, con ello, la confianza de un futuro ideal, urge invertir en educación mínimamente desde tres aspectos. En primer lugar, la cobertura: además de aumentar el número de colegios, es necesario que se construyan nuevas universidades o sedes de instituciones ya existentes para aquellos jóvenes de bajos recursos que no acceden a la educación superior, porque no superan los puntajes de las Pruebas Saber, fácilmente alcanzados por jóvenes de mejor estratificación social; en pocas palabras, la educación superior debería ser un derecho para todos y no el privilegio de quien obtenga mejor calificación en una prueba nacional. En segundo lugar, la gratuidad y el apoyo financiero constante: luego de facilitar el ingreso a la universidad por medio de la cobertura, es importante asegurar los más bajos niveles de deserción; esto conlleva invertir en matrícula cero y en becas completas para manutención, vivienda y recursos educativos dignos. En tercer lugar, la calidad en la educación: no basta con abrir más instituciones o asegurar los bajos índices de deserción; es fundamental que las universidades cuenten con recursos, con espacios y con personal idóneo para el desarrollo adecuado de los procesos de aprendizaje. Un presente que se dibuje con los colores de este párrafo llena de esperanza el futuro de muchos jóvenes destinados a perpetuar la desigualdad social característica de nuestra región.

Una acción complementaria para devolver la esperanza a la juventud bumanguesa consiste en el derecho y aseguramiento del trabajo digno: sueldos justos, posibilidad de ascensos, contratos indefinidos, prestaciones sociales, salud para toda la familia, etc. De este modo, se difuminarían los sueños juveniles de irse de la ciudad a buscar vida en otras regiones o países; se desvanecería la idea de que muchos profesionales terminan trabajando en servicios de transporte o, incluso, en ventas ambulantes; se reconstruiría, entonces, la esperanza en el futuro no solo de los jóvenes, sino también de sus familias.

Si el futuro que vemos ahora como utopía hubiera sido mi presente de niño o de joven, posiblemente, muchos de mis amigos de antaño estarían vivos, varios no habrían conocido las cárceles ni las calles, otros no habrían convivido tanto tiempo con el hambre. Si ese futuro utópico hubiera sido mi presente de niño o de joven, mis compañeros habrían ido a la universidad —o, al menos, habrían tenido la oportunidad de matricularse—, disfrutarían hoy de un trabajo digno y verían el futuro con ojos de esperanza. Entre tantas circunstancias, me doy cuenta de que fui una excepción, un golpe de suerte, más que un ejemplo de superación que romantiza la desigualdad social. De ahora en adelante —a razón del cumpleaños 400 de Bucaramanga—, podríamos regalarnos el cumplimiento de la utopía. Como veo las cosas, en caso de que el Estado no tenga en cuenta a los jóvenes bumangueses, ellos mismos, por sus propios medios, lograrán lo que mi generación no pudo: educación y trabajo digno.