Los Vestigios de la Guerra de Corea en el cuento El regreso, de Emilio Díaz Valcárcel, por Jhon Alexánder M... by Jhon Monsalve
Blog de apreciaciones personales, de comentarios literarios, semióticos, lingüísticos y político-sociales con poco rigor.
martes, 12 de agosto de 2014
martes, 5 de agosto de 2014
El beso de la mujer araña, de Manuel Puig: Un homosexual y un izquierdista en la misma celda
El beso de la mujer araña, de Manuel Puig:
Un
homosexual y un izquierdista en la misma celda
Jhon
Monsalve
Imagen tomada de la web.
En
1976, y durante el exilio de Manuel Puig, se escriben las últimas páginas de la
que sería tal vez la novela más leída de este escritor argentino. Algunas de
sus narraciones fueron vetadas por las temáticas críticas en torno a la
dictadura peronista o en relación con asuntos sociales de liberación tales como
la homosexualidad. Este último es precisamente uno de los ejes de la novela El beso de la mujer araña, que será
centro de este comentario literario. Y digo que es solo uno de los caminos,
porque bien se podría hablar del tiempo en la novela, o de su carácter
cinematográfico, o de su estilo, entre narrativo y ensayístico. Aquí trataré de
todos ellos ciertos elementos, pero centraré mi atención en la homosexualidad y
en el izquierdismo, rasgos representados en los dos personajes principales: Molina
y Valentín.
No
podemos hablar de esta novela como una narración única, pues hay cinco relatos
cinematográficos inmersos en ella: narración enmarcada, más bien. Uno de ellos,
el primero, se relaciona estrechamente con el título del libro: El beso de la mujer pantera, que trata
sobre una joven que no podía besar a ningún hombre porque lo contagiaba de su
mismo mal. Solo hasta en las últimas páginas se sabe la razón por la cual la
novela recibe este nombre y de la relación que destaco: Valentín, que termina
manteniendo relaciones sexuales con Molina, le confiesa que a este que de ser
mujer (Molina) sería la mujer araña porque todos los hombres caerían en su
tela. Las demás historias que se basan en películas de antaño cuentan historias
de zombies y de amores, y siempre, de alguna manera se relacionan con la vida
de los personajes. Ya recordamos el momento en que Valentín temía que su mujer
amada, Marta (?), corriera peligro como los sujetos cinematográficos, o aquella
imagen de la última página en que el rostro de Molina (en realidad, es de una
chica de una isla, pero las descripciones, en cuanto a o de la mujer araña,
hacen suponer que se trata del homosexual) se describe, en la alucinación de
Valentín, en primer plano, mientras llora lágrimas de diamantes, tal cual el
último filme narrado por Molina.
El
que narra las películas es Molina; el que las oye, Valentín. Los dos están en
prisión por motivos diferentes: el primero, por corrupción de menores; el
segundo, por sedición. El tiempo en la novela es algo pausado e intermitente
por cuestión de las películas narradas y de los pie de página. Si hay algo que
caracteriza a esta novela son sus comentarios al pie de página sobre la
homosexualidad. Por ello, no solo es una narración, sino un texto
argumentativo-expositivo sobre las causas y las valoraciones científicas y
sociales de la homosexualidad. Si comento lo del tiempo es porque comparado con
la novela La cárcel, del escritor
colombiano Zárate Moreno, se hace más prolongada la narración y, por lo tanto,
es muy acorde con el tiempo transcurrido en una prisión. En este caso, el
contenido y la estructura van muy de la mano. En cuanto a La cárcel puede decirse que el tiempo es apresurado y que no se
evidencian pausas respectivas. De cualquier manera, hay un punto en el que
convergen estas dos novelas: las narraciones… en un caso por medio de un
diario, y en el otro, a través del cine, son el consuelo para pasar el trago
amargo de la prisión.
La
mayor ilusión de Molina es reencontrarse con su madre, que está enferma y sola.
El mayor sueño de Valentín es la causa revolucionaria, y por la cual está en
prisión. Molina, encausado en su propósito, entabla relaciones privadas con el
director del establecimiento carcelario para ganar una libertad, al menos
condicional. Se asocia con este y le hace creer que hará lo posible para que
Valentín le confiese asuntos de su movimiento socialista para implicarlo aún
más (y no solo a él, sino a todos los que persiguen las mismas causas). Pero
Molina parece enamorarse de Valentín y su propósito mayor se conjuga con sus
pasiones.
Por
estrategia de los mecanismos de inteligencia estatal, Molina al fin queda en
libertad, y luego de prometerle a Valentín que se unirá a la causa para
facilitarle su mayor propósito, entabla relaciones con los del grupo
revolucionario. Pasan algunos días, y luego cae muerto a balazos, acusado de
relaciones con revolucionarios.
La
homosexualidad, que es tratada de manera científica en el ensayo del pie de
página, se evidencia más pasional en la narración: un hombre, o más bien una
mujer araña, que lanza su tela para empalmarse íntimamente con su presa. Lo
cierto es que tanto la sedición como la homosexualidad, dos temas recurrentes
en esta narración, son características sociales que tienden a ser prohibidas y
reprimidas. La muerte de Molina es un ejemplo de ello.
lunes, 28 de julio de 2014
Un amor escolar (cuento publicado en Vanguardia Liberal)
Un amor escolar
Jhon Monsalve
Cuento publicado en Vanguardia Liberal
el 27 de julio de 2014
Imagen tomada de Poemas Ilustrados.
De
pie, soportando como siempre el sol de la mañana, se disponían a rezar el padre
nuestro con los ojos cerrados para vencer las distracciones del amor, y no,
como de costumbre, para concentrarse en la conversación con Dios. Apenas con
siete años, y el amor ya los golpeaba, como si quisiera mostrar su martirio
antes de tiempo. Miguel soñaba con ella todas las tardes, mientras se mecía en
aquella vieja silla de mimbre, y en las noches, ya dormido, las imágenes del
primer beso y de la primera caricia se asomaban por la ventana de aquel estado
de trance que se convertía en la jaula placentera de la ensoñación. Sueños
despiertos, sueños dormidos, sueños reales, al fin y al cabo.
El
segundo grado de primaria era más que suficiente para escribir, como pensaba
hacerlo, una carta de amor para Sol Ángel. Los sueños se habían vuelto
recurrentes y la almohada había pasado a ser, desde hacía unos días, el
simulacro del rostro de ella. Otra vez el padre nuestro y el avemaría, otra vez
los ojos cerrados escapando a la distracción inútil, pues la mente, en esa
oscuridad, pintaba de luz a Sol Ángel, que bajaba la cabeza y parecía repetir
con más ímpetu que el resto de sus compañeros aquellos rezos obligados (para un
niño tal vez todo se presente así) que calmaban o simulaban hacerlo, en todas
las viviendas, el hambre, la sed y la miseria.
El
niño tomó un lápiz y un papel, en una de aquellas tardes en que se mecía en la
silla de mimbre, y sin pensarlo más decidió escribirle una carta a la mujer que
consideraba, desde ya, desde la inocencia de un niño cualquiera, su futura y
única esposa.
Sol Angel
Desde que yegaste a la escuela no e dejado de pensarte
ni unminuto del dia por eso quiero que seas mi esposa
Te amo
Miguel
Todas
las mañanas, antes de iniciadas la sesiones académicas, en la escuela rural de
aquella vereda, mustia y pobre, los profesores dirigían a los niños en la
simple y vaga tarea de hacer rezos al cielo, más por rutina que por fe. Él no
dejaba de pensar en ella en esos segundos de diálogo místico. Llegó incluso a
dudar del amor que le profesaba al Todopoderoso, pues, al parecer, últimamente
pensaba más en ella que en su madre. Dios, sin darse cuenta, pasaba a ser amado
en lo postrero, y se rompía inminentemente el pacto que él hacía todas las
mañanas y todos los domingos en misa de amar a Dios sobre todas las cosas.
Amaba más a Sol Ángel, sin duda; incluso más que a su madre, pensaba…
Cuando
la niña recibió la carta aquella mañana, se sonrojó y le plantó a Miguel un
beso en la mejilla izquierda. Ninguno de los dos pudo concentrarse en las
clases, y trataban de mirarse lo más que podían, con el mayor disimulo posible,
para que nadie se enterara del secreto. Sol Ángel pensó en comprar labial rojo,
como su madre, y tacones para el siguiente día. Miguel le pediría dinero a su
padre para comprar caramelos. Como siempre, entre la escasez y la miseria, el amor
soñaba y empacaba ilusiones en sacos rotos.
Al
otro día, ni los caramelos, ni el labial, ni los tacones fueron testigos del
encuentro clandestino de los niños. Ocurrió sin previo aviso, sin ponerse de
acuerdo, sin mirarse siquiera. Las trampas del amor dibujan los momentos más
felices antes de bajar la guillotina. Los dos, solos, en un baño, uno
cualquiera (no había distinción entre niños y niñas), se hallaron frente a
frente, por primera vez tan cerca, desde ayer, cuando Miguel le entregó la
carta. Se miraron a los ojos, se dijeron que se amaban, y antes de que la pena
y el miedo a nuevas cosas los volviera seres arrepentidos de sus actos, ella
tomó la iniciativa de ponerle un beso otra vez en la mejilla izquierda,
mientras una imagen de labios rojos y tacones altos se fijaba, obsesivamente,
en su pensamiento. Niños iban y venían; unos se hacían los ciegos, otros
murmuraban o reían, y de boca en boca, y más rápido de lo que imaginaron,
sintieron el peso de las miradas, de los murmullos, de las críticas adultas.
Al
otro día, los docentes y los padres de familia de todos los estudiantes de la
escuela (incluidos los de Miguel y Sol Ángel) elevaron una plegaria al cielo
para que volviera la inocencia y la sensatez en estos niños, que no habían ido
a clase porque un castigo, entre tantos, consistía en la suspensión momentánea
de sus actividades académicas, bajo el argumento de haber violado las normas de
infancia y de moral de la institución, ignoradas por todos, incluso por el
amor.
Les
prohibieron el contacto, las miradas, los besos. Hicieron lo posible por
separarlos de salón y de ocuparlos en actividades distintas en horas de
descanso. Cuando volvieron, se buscaban a lo lejos, se ilusionaban con el
rencuentro, se morían de impaciencia. El amor tomaba forma de pecado en las
oraciones matutinas. Ella en una fila distinta, bien lejana, a la de Miguel.
Por eso no veía cómo escarbaba él, apresuradamente, entre sus bolsillos, las
monedas, escasas, que calmarían parte de las ilusiones de tardes enteras en la
silla de mimbre y de noches en vela con los mismos sueños: las caricias, los
ojos, los nervios y el primer beso. Entonces, de un momento a otro, justo
cuando todos rezaban lo de siempre, caminó despacio y con cuidado entre sus
amigos, buscó a Sol Ángel, primero con paciencia, luego impaciente, los rezos
pronto se acabarían, sintió unas manos en la cintura, un respiro en su oreja
izquierda y un tierno beso en la mejilla.
Cuando
llegó el amén, cada uno estaba en su puesto, con una sonrisa y un leve rubor en
el rostro. Un papel en el puño cerrado de Miguel esperaba ser abierto. El único
que leyó el contenido del mensaje fue el profesor de Religión, que simuló todo
el tiempo tener los ojos cerrados mientras dirigía la oración. Horas después,
el rubor de Miguel se convirtió en llanto, y Sol Ángel se quedó esperándolo en
el baño, luego del descanso, con un sí, con unos tacones de mujer adulta y con
un labial rojo, mal puesto en los labios.
sábado, 19 de julio de 2014
¿Matar por el bien común?
¿Matar por el bien común?
Jhon Monsalve
Imagen tomada de internet
Hay
algo que, como humanos, nos caracteriza y nos une: el deseo constante de matar
al otro. Este rasgo debe comprenderse no solo literalmente, pues el prójimo
puede quedar sin vida tras actos que, sicológicamente, atenten contra él. La
vida se le va, entonces, si deja de respirar o si deja de soñar, de reír, de
gritar. Este sentimiento se somatiza en las acciones habituales del hombre:
noticias que hablan de intolerancia, caos político, desórdenes sociales,
autodefensas, estudiantes rebelados, pandillas peleando un terreno y creando
guerras internas, familiares, sin sentido. De este modo empezaron los
conflictos en Colombia, aquellas guerras que llegan hasta hoy y se discuten
entre discursos, a veces insulsos, a veces llenos de ideas vagas o de sueños
utópicos. Un bando, al parecer con razón, se defiende de las acusaciones del
otro, acusándolo por lo mismo: ambos han dedicado su vida a la búsqueda de lo
que cada uno de ellos supone que es pertinente para el bien común, y los dos,
tras este fin, tomaron, en su debido momento, la decisión de matar.
Este
acto nace con la sociedad y se hereda de generación en generación. Si venimos,
como dicen, de Adán y de Eva, somos, entonces, hijos de Caín y Abel, y más del
primero porque quedó vivo. Así, sin darnos cuenta, nos matamos entre hermanos.
Bastaría con recordar aquel ensayo de Amin Maalouf en el que describe las
matanzas que, por intolerancia y manías, se han fraguado entre musulmanes y
cristianos desde tiempos ya inmemorables. Las identidades asesinas de las que
habla este autor no son muy lejanas de los holocaustos judíos de la Segunda
Guerra Mundial. En estos casos, se adora prácticamente al mismo dios, pero se
matan por interpretaciones divinas y proféticas, por reglas que varían como
varían las lenguas: por situación geográfica o cultural. Hermanos, hijos del
mismo dios, muertos como Polinices y Eteocles.
El
meollo del asunto parece radicar en otro rasgo identitario de los que habitamos
este país de mares, de oro y de sangre: la individualidad, herencia española
del Renacimiento, cuando el hombre dejó de centrar su atención en las
divinidades para enfocarse en sí mismo, en su ego, en su yo, único, solo,
poderoso. Este hecho de pensar solo en sí mismos ha llevado a los colombianos a
crear partidos políticos por doquier, con la excusa de crear nuevas
alternativas sociales, y sin darse cuenta, los intereses propios terminan
colándose entre el deseo no de proponer, sino de subordinar al resto. Siempre
todos, por lo visto, quieren ser los primeros y tener la razón, y el sentido de
comunidad, que propone y discute Roberto Esposito, termina, en nuestro país,
siendo fiel a la propuesta hobbesiana: “Lo que los hombres tienen en común—que
los hace semejantes más que cualquier otra propiedad— es el hecho de que
cualquiera puede dar muerte a cualquiera”.
Así
las cosas, la individualidad termina siendo la causa del sentir y del actuar
humano de matar al otro. Cuando el individuo de hoy se desliga de su entorno
social para pensar solo en sí mismo, el eterno retorno del estoicismo toma
forma a partir de una nueva sociedad que se prepara para todo tipo de
competencia, excepto para plantearse, en algún momento, sin intereses propios,
una verdadera propuesta de paz, cuyo fin común no sea otro que el de hacer
vivir al prójimo, aun cuando se supone que respira.
martes, 1 de julio de 2014
"Basura", de Héctor Abad Faciolince: más allá de los escritos de Davanzati
Basura,
de Héctor Abad
Faciolince:
más allá de los escritos de Davanzati
Jhon Monsalve
Imagen tomada de la web
En
el año 2000, el escritor colombiano Héctor Abad Faciolince gana el primer Premio
Casa de América de Narrativa Innovadora con la novela Basura. En ella presenta la historia de un periodista que, luego de
ir a buscar al basurero del edificio un periódico para tomar algún apunte que
le faltaba, halla algunas páginas escritas por Davanzati, un escritor fracasado
de los años setenta, que llegó a publicar un par de novelas sin ningún éxito
editorial. El periodista recopila los textos que halla en la basura y trata, en
ocasiones, de armar hilos coherentes que formen textos completos.
Davanzati
escribe para sí mismo y, al parecer, para evitar que sus textos lleguen a otras
manos, decide botarlos por la chute del
edificio donde vive. Antaño, cuando vio su fracaso, decidió dejar de escribir
para los otros. Es más, la escritura lo llevó al divorcio, pues el tiempo que
debió haberle dedicado a su familia, se lo dedicaba al oficio, en su caso
inerte, de escribir. Su mujer, tal cual como lo narró en uno de sus cuentos de
basura, lo dejó por un músico. La hija se radicó en España y su madre, Rebeca,
decidió acompañarla después de que su violinista muriera en pleno concierto de
sinfónica. Lo curioso de los papeles que halla el periodista es que supondrían
la divulgación literaria de la vida del Davanzati, como si por medio de su
escritura pudiera reconocerse su propio yo. Lo que hacía el periodista, en últimas,
era, más que ir tras la calidad literaria, perseguir la vida de aquel escritor
con el cual, de cierta manera, llegó a identificarse. El poeta catalán Xoán
Abeleira lo explicaría de la siguiente manera: “Quién más, quién menos, todos a
lo largo de nuestra vida, pero especialmente en la adolescencia, damos con
ciertas obras, ciertos artistas que, sin saber jamás por qué, nos deslumbran”. El
periodista no es adolescente, pero permanece deslumbrado por la escritura de su
vecino.
El
caso es que el periodista se obsesiona hasta tal punto que decide, en los
momentos en que desaparece el escritor, ir hasta Bogotá a buscar alguna huella
o entrar a la casa de su vecino de manera ilegal para buscar más documentos que
puedan hablar sobre él. Davanzati, como hemos visto, escribía sobre sus propias
experiencias, poniéndolas como base en los textos que, en algún momento,
pudieron ser interpretados como confesiones reales de su vida. La página literaria
Lengua de Trapo afirma al respecto: “Esta novela analiza las
relaciones entre escritura y lectura desde un ángulo de gran originalidad,
vinculando la literatura a lo excrementicio en un juego literario en el que las
palabras se revelan como residuos sin valor de una vida no vivida, «sobrados de
un mediocre banquete», tal y como nos dice la propia novela. De este modo, Abad
Faciolince enfoca las relaciones entre literatura y vida, uno de los temas
omnipresentes en la tradición literaria (…)”. El periodista visitó, a partir de estas
relaciones, a los amigos que nombraba en sus escritos, hizo contacto con ellos con
el único fin de conocerlo más, de entenderlo más. Incluso llegó a afirmar que
lo quería.
Pero
más allá de la vida del escritor desconocido se esconde la verdad de la ciudad
que acorrala con sus muertos. Medellín es la ciudad que acoge a Davanzati
durante gran parte de su vida, allí crece, si se tienen en cuenta sus textos
como confesiones. Allí vive los últimos días, antes de que su mujer, su hija y
su nieta lo visiten más en busca de dinero que de compasión. Medellín se torna
el mal lugar con el que puede compararse el mundo entero: “En Medellín no me
encerraba con nadie, claro está, ni en hoteles ni en casas ni en moteles; en
Medellín te atracan si sales o te encierras. (…) Ningún aroma me esperaba ni me
despedía en Medellín, como no fuera el aroma de la muerte. (…) En Medellín no
conversaba con nadie, por supuesto, ni real ni inventado; en Medellín te matan
si conversas”.
Y
más allá todavía, encuentro una suerte de metanovela, que la hace única. Esto me
recuerda dos novelas: El desorden de tu
nombre, la del escritor español Juan José Millás, y La cárcel, del santandereano Jesús
Zárate Moreno. En la primera, la vida de Julio Orgaz parece ser la misma del
personaje de sus cuentos y sus novelas; en la narración del narrador
colombiano, la vida de los presos hace la novela. Estas narraciones son novelas
que se explican a sí mismas, y por ende se comprende el proceso de su escritura
y se asocia la realidad con la ficción. Así, mediante el mismo proceso, el
periodista busca comprender la vida de Davanzati por medio de sus aforismos, de
sus novelas. Y lo logra e inmiscuye al lector
en esto. Estas son las horas y todavía estoy con la misma congoja que al final relata
el periodista narrador. Yo también decido lo de él, siguiendo al escritor: “Lo
mejor es fingir siempre, como Davanzati, una serena indiferencia, un sosiego
impasible, y que por dentro hiervan y estallen todas las conmociones, secas y
en silencio”. Yo, como siempre, finjo escribiendo.
jueves, 12 de junio de 2014
Los índices cacográficos: ¿una manera de llevar la ortografía al aula?
LOS ÍNDICES CACOGRÁFICOS:
¿UNA MANERA DE LLEVAR LA ORTOGRAFÍA
AL AULA DE PRIMARIA?
Por Jhon Monsalve
Imagen tomada de internet
Nota aclaratoria: El siguiente artículo es una reseña. Traté de ser lo más objetivo
posible. Digo, desde ya, que estoy en contra de la enseñanza de la ortografía
en la escuela primaria y, si publico en mi blog este texto, es más con un fin
informativo que inquisidor. Soy consciente de que, en los primeros años de
escolaridad, los niños necesitan, ante todo, leer y comprender, más que
escribir con buena ortografía. Siempre les insisto a mis estudiantes, y ahora,
si me lo permiten, también lo diré a mis lectores, la ortografía puede llegar a
ser un tropiezo tanto para la enseñanza de la lectura como de la literatura. Y
también, por supuesto, de la escritura, porque escribir no es tener buena
ortografía, sino estructurar bien el texto, ser coherente y cohesivo y ser
oportuno en el uso del lenguaje dependiendo del género discursivo. Aquí les
dejo esta perspectiva de un investigador español. ¿Habrá algunas cuestiones
positivas?
Álvaro Rodríguez Sanmartín. Enseñanza de la ortografía en
Educación primaria. Madrid: Editorial Escuela Española, S.A., 1997.
Una de las grandes preocupaciones del maestro de hoy es
saber llevar la ortografía al aula. Unas veces, prueba con juegos o con
recursos mnemotécnicos; otras, cambia el genio y utiliza la nota como amenaza.
Pero ni la primera opción ni la segunda funcionan. Los estudiantes no le ven
sentido a escribir una palabra de manera específica y fija, si la pueden
escribir a su antojo sin que el significado varíe. Para la solución de este
problema, Álvaro Rodríguez Sanmartín, docente y escritor español, presenta “La enseñanza
de la ortografía en la educación primaria”, como propuesta metodológica para
enseñar esta asignatura desde un enfoque constructivista y haciendo uso de un
recurso que denomina Carnet cacográfico, un índice de los errores más
recurrentes de los educandos en su proceso de aprendizaje.
El libro “La enseñanza de la ortografía en la educación
primaria”, publicado en 1997 y poco conocido todavía, se compone de un prólogo,
una introducción y cinco capítulos. El prólogo, escrito por Atilano Domínguez,
anticipa el contenido del texto entre anotaciones históricas y filosóficas.
Desde ahora, se deja claro que el objetivo del texto tiende más a lo práctico
que a lo teórico, que el aprendizaje de la ortografía es un proceso guiado por
el maestro y que “su idea directriz o mensaje es que cada profesor debe
recoger, al principio de cada curso, una lista similar de sus propios alumnos y
tomarla como pauta de sus clases” (Rodríguez Sanmartín, 1997 p.8). Esta lista
es lo que denomina el autor índice o carnet cacográfico.
En la introducción, Rodríguez Sanmartín explica que una
razón por la cual la ortografía no ha sido bien acogida por los estudiantes, se
debe a que los maestros han querido enseñar toda la asignatura en un corto
periodo de tiempo. Para esto, propone lo que parece ser el eje principal del
texto: el estudio racional de la enseñanza de la ortografía, partiendo de tres
puntos de los que surgen, a la vez, tres de los capítulos del libro: La
Motivación didáctica, la Determinación y ordenación del contenido y la
Metodología de la enseñanza.
El primer capítulo “Motivación didáctica de la ortografía”
presenta una dicotomía entre madurez y motivación. La primera se refiere a la
aptitud del estudiante (frente al aprendizaje de la ortografía), que se
adquiere, en su totalidad, en los últimos cursos de primaria. La segunda alude
a la razón por la cual se hace algo. La motivación puede venir de dos fuentes:
la intelectual, es decir, donde el estudiante necesita ver la utilidad de su
esfuerzo y aprendizaje; y la emocional y social, o sea, las alabanzas, los
incentivos o los castigos. Por otra parte, insiste en el argumento de que la
ortografía debe ser tomada como un proceso para que sea significativa en el
aprendizaje del educando. Esta es una manera de motivar al alumno, ya que, por
medio de una gráfica en la que se presente la cantidad de errores que comete ahora
en comparación a los que cometía una o dos semanas atrás, lo vuelve partícipe
de su aprendizaje y lo anima a seguir estudiando. En palabras del autor: “Cada
alumno puede llevar individualmente la representación gráfica de su
comportamiento en esta materia, lo cual constituye una verdadera motivación
cognoscitiva, al ver representados gráficamente los resultados de su propio
aprendizaje y comprobados por él mismo”. (Rodríguez Sanmartín, 16, 1997).
El segundo capítulo “Determinación y ordenación del
contenido ortográfico” tiene como objetivo indicar lo que debe enseñarse en
cuanto a ortografía en la escuela primaria. Para esto el autor propone el uso
de un inventario cacográfico, es decir, la recolección de los errores
ortográficos de los educandos. Por medio de una actividad, se les pide a los
alumnos que hagan, espontáneamente, una lista de palabras con cada letra del
alfabeto. Estas palabras, generalmente, hacen parte del vocabulario activo y,
por tanto, significativo del educando. Con base en el producto de esta
actividad, el docente debe hacer un inventario de los errores más recurrentes,
de la siguiente forma:
El autor afirma al respecto que “Con la elaboración del
carnet cacográfico hemos conseguido dos objetivos fundamentales en la didáctica
de la ortografía: primero, saber justamente lo que hemos de enseñar y, segundo,
saber por dónde hemos de empezar, teniendo en cuenta los vocablos que aparecen
con mayor número de frecuencia” (p. 23, 1997).
En el tercer capítulo “La estructura de la educación
primaria en ciclos” Rodríguez Sanmartín propone los ejes de enseñanza de la
ortografía en los tres ciclos de la escuela primaria española. En promedio, un
niño, en España, empieza la escuela primaria a los 6 años y finaliza a los 12 (cada
ciclo dura dos años). En el primer ciclo,
es importante ahondar, ante todo, en la ortografía natural, es decir, la
escritura de palabras que no presenten ninguna duda al momento de escribirlas.
En este ciclo, aparte de aprender a tomar el lápiz o a hacer buen uso del
papel, el estudiante debe escribir palabras de uso frecuente, saber separarlas,
usar mayúsculas al principio de un enunciado y poner correctamente el punto, el
signo de interrogación y el de exclamación. En el segundo año de este ciclo, el
maestro puede comenzar a hacer el inventario cacográfico, pues, aparte de que
los estudiantes ya saben escribir una cantidad considerable de palabras, “nos
permite confeccionar la clase de ortografía a la medida de nuestros alumnos,
siendo por ello insustituible” (p.29, 1997).
En el segundo ciclo, es importante que junto a la
enseñanza de la ortografía vaya, muy a la par, la lectura como base para el
aprendizaje de nuevos vocablos y su correcta escritura, ya que la madurez y el
nivel instructivo son más extensos y profundos. Los educandos ya pueden
producir textos narrativos y descriptivos y reconocen prefijos y sufijos
frecuentes, derivaciones de primer orden, sinónimos y antónimos.
En el último ciclo de primaria se enseña ortografía con
base en el estudio de los verbos, que son fuente de nuevas derivaciones y de
nuevos vocablos. Ya se le debe encaminar al estudiante por el sendero del
vocabulario que usan los adultos. Para que el educando, pueda poner en práctica
lo aprendido, Rodríguez Sanmartín propone que el maestro realice actividades como
informar, descubrir o explicar un hecho, con las que el estudiante se exprese
por medio escrito, ya que “estas formas de expresión alumbrarán nuevos términos
ortográficos” (p.31, 1997).
El cuarto capítulo “Metodología de la enseñanza de la
ortografía” presenta algunas recomendaciones para que el maestro enseñe de
forma adecuada la ortografía en el aula de primaria. Durante el primer año del
primer ciclo de primaria, el profesor debe enseñar los hábitos básicos de la
escritura como el manejo del lápiz o las ligaduras entre las letras de una
misma palabra. En el segundo curso del mismo ciclo, debe limitarse el contenido de la ortografía
a un grupo de vocablos que se utilicen frecuentemente. El autor hace muchas
propuestas al respecto, de las que se destacan: la explicación de la
significación de un vocablo según el contexto o el uso de estrategias
mnemotécnicas para la memorización de la escritura de ciertas palabras.
Ahora bien, es en este momento en que se empieza a hacer
uso del índice cacográfico. El maestro debe tener en cuenta las palabras mal
escritas que se repitan con más frecuencia y ponerlas en oraciones para su
respectiva explicación. El carnet cacográfico, como ya se afirmó arriba, le
permite saber al maestro qué debe enseñar y por dónde empezar.
En el segundo ciclo de primaria, cuando “el pensamiento
prelógico o lógico concreto de los seis años va iniciándose en este ciclo hacia
un pensamiento más abstracto” (p.36, 1997), el profesor debe centrar su
atención en la enseñanza del uso correcto de las consonantes: ¿cuándo se escribe
con b o con v? ¿Cuándo con g o con j? ¿Cuándo con i o con y? Además, el
estudiante debe aprender a poner correctamente los signos de puntuación y adentrarse
en el estudio de los acentos.
En el último ciclo de primaria, con base en el estudio
sistemático de los verbos, el estudiante aprende nuevos vocablos gracias a las
desinencias y derivaciones. Debe comprender, por otra parte, la diferencia
semántica y ortográfica que se presenta en la conjugación de los verbos: el
paso de un presente del indicativo a uno del subjuntivo o del imperativo. Y
finaliza el autor recomendando el diccionario como una constante en el
aprendizaje del educando.
En el último capítulo “Vocabulario cacográfico: Análisis
de los resultados”, Rodríguez Sanmartín enseña los resultados de una
investigación realizada con base en el uso del índice cacográfico y en una
muestra de los escritos de catorce mil niños españoles. Grosso modo, los
errores más recurrentes que se presentan, según su orden, son: la sustitución
indebida de la b por la v, en los dos primeros años. La h como la consonante que más eliden los
niños de 9 años. La sustitución inadecuada de la j por la g y de la g por la j. Luego, el remplazo inadecuado de la c por la z en inicial de
palabra o de sílaba.
Finalmente, el autor describe por medio de gráficos los
resultados del análisis y presenta de manera detallada los porcentajes y los carnets
cacográficos por edad y ciclo, demostrando, de esta manera, la cantidad de
veces que el estudiante escribe de manera incorrecta alguna palabra.
En 175 páginas, Álvaro Rodríguez Sanmartín propone de
manera sencilla una opción para llevar la ortografía al aula de primaria. Los
índices cacográficos se presentan como herramientas para el profesor y como base
para un aprendizaje constructivista en los estudiantes, en el que no se mira el
error como una falta sino como un paso más en el complicado y paciente proceso
de la enseñanza- aprendizaje de la ortografía. “La enseñanza de la ortografía
en educación primaria” es una posibilidad para que el maestro intente, una vez
más, llevar la ortografía al aula, aunque, en nuestro país, no se empiece
necesariamente por primaria.
lunes, 2 de junio de 2014
“El otoño del patriarca”, de García Márquez: Entre la vida y las muertes
“El
otoño del patriarca”, de García Márquez:
Entre
la vida y las muertes
Jhon
Monsalve
Imagen tomada de internet
Mi
propósito no es presentar un análisis de esta novela. Ni más faltaba. Ya hay
suficientes, rigurosos, metódicos y bajo fundamentos teóricos consistentes. Ya
sabrán los lectores de este blog que no acostumbro a hacer trabajos completos
de ese estilo porque, sin quererlo, lo dispuse así desde un principio. Sigo
pretendiendo con este espacio un diálogo conmigo mismo sobre lo que leo. No es
que no sea capaz de hacer un análisis riguroso de esta novela, sino que no es
el lugar más oportuno. No es que un mandatario no pueda gobernar bien, es que
no es el lugar oportuno. Así como tomo estas decisiones, las tomaron los
dictadores que bañaron de sangre estos países del Nuevo Mundo. He leído dos
novelas sobre las dictaduras: La fiesta del chivo, de Vargas Llosa, y esta de
la cual hoy hago un comentario. “El otoño del patriarca”, publicada en 1975, es
una novela que relata la vida y muerte de un dictador del Caribe (que, a simple
vista, no puede determinarse históricamente con claridad). Debería decir: la
vida y las muertes de este dictador, porque fue una sola la vida, pero fueron,
por un lado, mínimo dos muertes, la de su doble y la suya propia muchos años
después; y por otro lado, debería hablar de muertes porque fueron miles las que
él, bajo su mandato, llevó a cabo. Claro está que, en medio de aparentes
adulaciones por parte del pueblo, supo decidir sobre los métodos de opresión y
castigo, sin mancharse las manos directamente o sin lograr que de él
sospecharan. Hace falta recordar a Nacho, en su lugar de masacres, matando a
nombre de sí mismo, pero bajo el mando del patriarca. Ay, ay, hay muertos por
todos lados, niños que jugaban a sacar pelotas heladas de la urna de la lotería
que siempre se ganó el anciano del mando, esos niños están ahora enterrados
bajo cientos de toneladas de piedras y de tierra después de la explosión con
dinamita. Esta novela es la expresión de la vida y de las muertes del
patriarca. ¿Estaba loco? No lo sabemos, pero lo suponemos. Al menos, afirmamos
que imaginaba mucho: esas carabelas de Colón y la desaparición de su primera
amada en medio de un eclipse, antes de que llegara Leticia Nazareno, aquella
mujer con la cual pasaría largos años de su vida y que vería pervertirse entre
los abusos del poder, y que, además, le daría un hijo, de los tantísimos que
tuvo, también sietemesino y malvado desde niño, menos mal que no creció, porque,
de lo contrario, no habrían celebrado al final de la novela los cien años de
mandato del patriarca, sino mínimo doscientos, porque si su padre vivió todo
ese tiempo, mínimo le heredaría, a parte de su maldad, la capacidad de gobernar
por siempre. Ya no serían dos sus muertes, sino tres, por mínimo. Y yo que
creí, y tal vez usted también, que Leticia Nazareno lo cambiaría, que lo haría
reflexionar a punta de rezos y de desvaríos en la cama, con su cuerpo pequeño,
sus tetas redondas y su culo torneado. Pero no, Leticia no hizo más que seguir
los pasos de él, y se convirtió a su doctrina, después de haber sido monja del
recinto católico de esa zona del Caribe. Manuela Sánchez sí habría podido con
él, pero se esfumó en medio de un eclipse que muy comedidamente dedicó el
patriarca a la mujer que le robaba el sueño. Tal vez no. Él, cuando pudo, no
ayudó a los aledaños pobres de su primera amada, sino los expulsó de allí,
porque los consideraba sin méritos de vivir junto a ella. Ay, mi patriarca
querido, del cual tuve lástima por loco, asesino y analfabeta. No sabía leer ni
escribir, y si no hubiera sido por Leticia, él habría muerto sin afirmar que
vaca, de las que tanto abundaban en su mansión, se escribía con b de burro. Ay,
las muertes, los atentados que contra él fracasaron, bajo el ruido de fuertes y
mortuorias dinamitas. Tantos civiles despedazados, tantos de sus súbditos
muertos porque de alguna manera temía que algún poder lo superara dentro de sus
propios límites, y por eso murió Aguilar, el mejor de sus ayudantes, y de la
manera más atroz. Lo consideró un traidor, en uno de sus tantos momentos de
alucinación, y le mandó a quitar la cabeza, a cocinarla y a comerla. Claro,
nadie iba a traicionar a nuestro patriarca, pobrecito, él, tan viejo, tan
cansado, tan inerte para el amor, no podía dejarle el paso de sus bienes y de
sus niñas, prostitutas como se supo al final, a alguien que no durmiera como
él, que no cerrara las puertas tantas veces como él, que no mandara como él,
que no matara como él, pobrecito, mi patriarca, que le tocó morir, al fin y al
cabo, como se lo dijo su pitonisa, a quien también mató para que no contara el
secreto de su muerte. Ay, patriarca de los amores de las colegialas compradas
para darle gusto en la cama. Ay, patriarca que me recuerdas a Leonidas
Trujillo, también inservible para el amor y que, por tal motivo, tuvo que
penetrar con uno de sus dedos a aquella niña porque sus años no le daban para
más. Ay, patriarca, cómo compadezco tu padecer y tus miedos. Menos mal te
moriste en ese entonces, aunque parece ser que aún vives latente en estos
mandatarios del Caribe, adorados por su pueblo, como te adoraban a ti, ya fuera
por hipocresía o por ignorancia, ay, pobres de tus súbditos, porque vivieron
como hoy viven en estas tierras los ignorantes que lloran la pérdida de un
patriarca que no duró cien años, sino ocho, pero que sigue mandando,
paradójicamente, con el claro propósito de llegar a más de cien. Y a los dos
los compadezco, claro que sí, y mucho.
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