sábado, 19 de julio de 2014

¿Matar por el bien común?

¿Matar por el bien común?
Jhon  Monsalve 
Imagen tomada de internet
Hay algo que, como humanos, nos caracteriza y nos une: el deseo constante de matar al otro. Este rasgo debe comprenderse no solo literalmente, pues el prójimo puede quedar sin vida tras actos que, sicológicamente, atenten contra él. La vida se le va, entonces, si deja de respirar o si deja de soñar, de reír, de gritar. Este sentimiento se somatiza en las acciones habituales del hombre: noticias que hablan de intolerancia, caos político, desórdenes sociales, autodefensas, estudiantes rebelados, pandillas peleando un terreno y creando guerras internas, familiares, sin sentido. De este modo empezaron los conflictos en Colombia, aquellas guerras que llegan hasta hoy y se discuten entre discursos, a veces insulsos, a veces llenos de ideas vagas o de sueños utópicos. Un bando, al parecer con razón, se defiende de las acusaciones del otro, acusándolo por lo mismo: ambos han dedicado su vida a la búsqueda de lo que cada uno de ellos supone que es pertinente para el bien común, y los dos, tras este fin, tomaron, en su debido momento, la decisión de matar.
Este acto nace con la sociedad y se hereda de generación en generación. Si venimos, como dicen, de Adán y de Eva, somos, entonces, hijos de Caín y Abel, y más del primero porque quedó vivo. Así, sin darnos cuenta, nos matamos entre hermanos. Bastaría con recordar aquel ensayo de Amin Maalouf en el que describe las matanzas que, por intolerancia y manías, se han fraguado entre musulmanes y cristianos desde tiempos ya inmemorables. Las identidades asesinas de las que habla este autor no son muy lejanas de los holocaustos judíos de la Segunda Guerra Mundial. En estos casos, se adora prácticamente al mismo dios, pero se matan por interpretaciones divinas y proféticas, por reglas que varían como varían las lenguas: por situación geográfica o cultural. Hermanos, hijos del mismo dios, muertos como Polinices y Eteocles.
El meollo del asunto parece radicar en otro rasgo identitario de los que habitamos este país de mares, de oro y de sangre: la individualidad, herencia española del Renacimiento, cuando el hombre dejó de centrar su atención en las divinidades para enfocarse en sí mismo, en su ego, en su yo, único, solo, poderoso. Este hecho de pensar solo en sí mismos ha llevado a los colombianos a crear partidos políticos por doquier, con la excusa de crear nuevas alternativas sociales, y sin darse cuenta, los intereses propios terminan colándose entre el deseo no de proponer, sino de subordinar al resto. Siempre todos, por lo visto, quieren ser los primeros y tener la razón, y el sentido de comunidad, que propone y discute Roberto Esposito, termina, en nuestro país, siendo fiel a la propuesta hobbesiana: “Lo que los hombres tienen en común—que los hace semejantes más que cualquier otra propiedad— es el hecho de que cualquiera puede dar muerte a cualquiera”.
Así las cosas, la individualidad termina siendo la causa del sentir y del actuar humano de matar al otro. Cuando el individuo de hoy se desliga de su entorno social para pensar solo en sí mismo, el eterno retorno del estoicismo toma forma a partir de una nueva sociedad que se prepara para todo tipo de competencia, excepto para plantearse, en algún momento, sin intereses propios, una verdadera propuesta de paz, cuyo fin común no sea otro que el de hacer vivir al prójimo, aun cuando se supone que respira.

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