domingo, 16 de septiembre de 2012

Oda prosaica a la falda


ODA PROSAICA A LA FALDA
Jhon Monsalve


A los 4 años de edad me acostaba en el piso sucio y cómodo de la calle principal del barrio de ese entonces. Preparaba mis juguetes para que nadie sospechara, me limpiaba bien los ojos, me sacaba las lagañas con el dedo meñique y practicaba la apertura más amplia posible. Sabía muy bien que las amigas de mi madre se ponían aquellos vestidos que dejaban ver, cual María en el romanticismo, los tobillos desnudos cubiertos a veces de polvo y a veces de raíces negras o rubias. ¿Pero qué había en lo que escondían? 
Los juguetes: mis cómplices… Todo preparado, como el perfecto asesino prepara su crimen. Lo que más me gustaba de las faldas era la imaginación perversa que sobrevenía después de divisarlas, de olerlas. Los tobillos, las raíces, el polvo de la carretera principal… y saber que podía ser una hormiga y que, si me iba bien, improvisaría mil ojos en la cabeza. Confieso que no me gustaban las vecinas; es más, si nunca se hubieran puesto faldas, jamás me habría fijado en ellas: que eso quede bien claro.
Entonces cuando los juguetes ya estaban sobre la calle, me volvía un falso monólogo que inventaba mil peleas con carros y muñecos, y gritaba, y gritaba, y me revolcaba en el suelo de vez en cuando, para que no sospecharan. Yo creo que siempre lo hice bien: justo cuando venía alguna vecina yo me revolcaba como si uno de los juguetes fuese yo mismo, y alcanzaba a percibir algunas cosas; casi siempre, más raíces. En esos tiempos conocí la ropa interior femenina, la que también merece una oda… Pero bueno: ese fue el comienzo de una atracción que ha vivido por muchos años en mis pupilas. Las faldas son la tela de la imaginación perversa, el algodón del escondite perfecto, el crimen húmedo descubierto a través de los años.
Por razones del tiempo más que del clima, las faldas, aquellas que en el siglo XVI eran un pedazo de tela cuadrangular con un hueco en el centro, han ido cambiando para deleite masculino. Cómo me hubiera encantado ver una falda de esas que usaban las mujeres en los tiempos de Bolívar. Imagino a Manuelita Sáenz con la cintura en el pecho y con un abanico del color del hedonismo. Larga la falda, pesada, llena de polvo en la base, cubierta de manos libertadoras, fuertes y lujuriosas. Mejor dicho: entre más largas, más placer.
Las amigas de mi madre aún usan faldas hasta los tobillos porque se quedaron en los años sesenta del siglo pasado. Las hijas, en cambio… si ustedes las vieran… compran unas faldas licradas que se suben al compás del movimiento erótico de las piernas. Ya es mucho más fácil imaginar lo que se esconde. Las faldas se equiparan a los libros de hoy: entre más nuevos, imaginación más pobre. Pero, en fin, el caso es que pronto serán cinturones y no faldas. Esta prenda es el indicio al pecado, es el mandamiento olvidado, es la tela corta de la sensualidad y el cuchillo filoso de los ojos.  Las faldas son una y todas al mismo tiempo: un invento perfecto del hombre arreglado a través de los años por los gustos femeninos, por el calor, por la necesidad extraña de mostrar más.
Ya lo he dicho: lo más llamativo de las faldas es lo que no muestran. Por eso me gustan. Nunca más, desde ese entonces, cuando los juguetes eran mis cómplices, volví a mirar por debajo de las faldas, porque la imaginación se me perdía en la oscuridad de las raíces. Nunca utilicé espejos para ver los cucos de mis compañeras de salón, ni puse cámaras debajo de las escaleras. No tenía sentido dañar la imaginación, el morbo, la lujuria de ese modo.
Ahora me dirijo a ellas de la manera que siempre quise. Las faldas son el grito de mi imaginación dormida. Son las piernas de la lujuria, son los quejidos de Onán, las erecciones de Príapo, las sinécdoques de la piel femenina. Las faldas no son más que la rivalidad del viento de muchos ojos… excepto de los míos. 

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