martes, 21 de junio de 2011

Crónica: un motel al norte de la ciudad

UN MOTEL AL NORTE DE LA CIUDAD
Jhon Alexánder Monsalve Flórez
Foto por Jhon Monsalve
Vivo cerca de una zona motelera, al norte de la ciudad, donde sobreviven los pobres. Los moteles parecen forasteros entre tanta miseria. Gentes de todas partes visitan Faraones para desahogar sus ganas o esconder sus culpas: allá nadie los ve, nadie los sigue.
Todos los días paso por ahí dos veces, y mi curiosidad de juventud estira la cabeza para lograr ver, por lo menos, las sombras pintadas en las cortinas de los que se aman a escondidas. Llevo más de diez años pasando por el mismo lugar y tentado a lo mismo. Por esa razón, me senté frente al miedo, bajo la sombra, y escondido de los dueños de uno de los tres moteles del norte, que son morada de novios, amantes e infieles.
Hacía un calor insoportable, de esos que mi padre toma como señal de Apocalipsis. Era sábado, el día 2 del mes de abril que avisaba la ausencia de la lluvia, con tal vehemencia que llegué a pensar que tal vez no volvería a llover nunca. El sudor me ensuciaba la cara, y el estrés se subió conmigo al bus. Aunque vivo cerca de los moteles, no podía irme a pie porque el sol y algunas miradas inquisidoras me lo impedían.
Tenía claro mi plan: ir a escribir una crónica al motel que por años me ha impresionado más; un motel con entrada a Egipto, un motel blanco, que jamás me dibujó las sombras sobre las cortinas.
Aquel caluroso sábado, cuando eran casi las 4:00 de la tarde, con un almuerzo joven y cierta timidez de hombre inexperto en visitas a lugares como ese e ignorante en sus manejos internos, decidí sentarme bajo unos matorrales que no solo me protegían del sol, sino también me escondían para la antesala voyerista. En frente, tenía una charca de agua sucia, y de lado, un miedo a que los dueños del lugar me prohibieran sentarme ahí y a que de la charca saliera uno de esos animales verdes, que saltan y croan, y a los que tanto miedo les tengo. Mi madre sin duda, habría asociado la presencia de los batracios a los pecados que se cometen en aquel lugar de adulterio y fornicación.
Faraones es el motel más visitado de los tres que adornan el norte de la ciudad. Es el último hacia al sur y el primero hacia el norte. Para llegar ahí, ese sábado, tuve que pasar por Cupido y por Rey de Corazones, cuyo orden respectivo le dan la bienvenida al sur. Cuando pasé por el primer motel, salía una camioneta de lujo, con ventanas cerradas y oscuras que impedían ver a la pareja. Al mismo tiempo, un hombre que parecía evangélico tocaba el timbre del bus, y lo acompañaba una adolescente, cuya vestimenta y manera de caminar le ponían un letrero en la frente que decía  Ñera, algunos ojos cristianos la olieron a puta. El bus paró frente a Rey de corazones, y con cierta educación combinada con pena, el hombre pidió que lo dejara un poco más adelante. Sonreí con disimulo por lo cómico de la situación. Antes de llegar al lugar-objetivo, me di cuenta de que ese sábado no sólo era caluroso por el sol.
Ya ubicado bajo aquel matorral, con miedo a que los dueños me vieran y a que un sapo esquivara autobuses y llegara a mi lado para recordarme a mi madre diciendo que ese lugar es de pecado… sentado con un papel en la mano, me dispuse a escribir lo extraordinario.
Después de 20 minutos, esperando la actitud de los visitantes, llegó una pareja en una moto. Ellos sí podían verme. El hombre me miró fijo a los ojos, mientras la mujer volteó la cara, como si la vergüenza la hubiese cacheteado. Me asomé, pero la moto, entre las curvas del motel, había desaparecido. Sentí la tentación de entrar, pero el miedo me amarraba bajo los matorrales, bajo el sol omnipresente.
A los 10 minutos, llegó un auto blindado, con las ventanas abajo, por tanto calor o por posibles mareos de adolescente que jamás sale. Logré ver a los dos: él era un señor de unos 60 años; ella no pasaba de los 20. A simple vista, no era la edad lo único que los separaba, sino también la categoría y el estrato. También desaparecieron en la profundidad del placer y del negocio.
Mientras esperaba más entradas, salía la pareja de la moto que había entrado hacía unos 25 minutos. Ignoraba el valor de las habitaciones, pero también pensaba que, costara lo que costara, 25 minutos era muy poco tiempo para desahogar amor o ganas. Después de ese momento, nadie había vuelto a salir ni a entrar.
Eran las 5:30 de la tarde y me levantaba ya de aquel escondite, cuando vi un grupo de niños sucios y pobres, como todos los de allá, que murmuraban cosas mientras clavaban su mirada en mi miedo y en mi impaciencia. Tras ellos se aproximaba una pareja de la mano, sonriendo como dos enamorados que bajaban las cabezas porque la pena se las hundía. Murmurando cosas entre ellos, pero no contra mí. Entraron riendo al motel, y los niños les gritaban obscenidades y groserías que hacían reír a la pareja, y me robaban una sonrisa, entre tanto miedo.
Pasé la acera, y caminé muchos metros hacia la izquierda para que los sapos me dejaran en paz. Desde allí, sin embargo, podía ver la amplitud del lugar y su color de tierra a la entrada, cuidada por un par de esculturas egipcias pegadas al muro de bienvenida, y por dentro, el blanco característico. Estas esculturas me recordaron las doce plagas de Egipto y que, entre ellas, había sapos: miré hacia la charca y me acordé de mi madre. Divisé una cabaña y unas piezas diminutas que se extendían hacia el cielo. No sé en qué momento llegué allá, ni conozco las razones. Lo cierto es que ya adentro no podía salir corriendo. Una señora, de unos 50 años, vestida como sirvienta, me atendió:
   ¿Qué se le ofrece, joven?
   Nada, señora… bueno, sí: vengo a… a averiguar precios.
   Las cabañas se alquilan por 4 horas. Hay desde los 26.000 hasta los 60.000 pesos. Hay con silla para hacer el amor, con una salita con sofá… y las más caras sí vienen con jacuzzi y con sauna.
 Sin despedirme y sin dar las gracias, salí de Faraones. Vi de muy cerca las cabañas, y la luz de la noche que llegaba por las farolas hacían del lugar casi un paraíso: con sus plantas, sus aves, y su calle de piedras. Imaginé los desiertos de Egipto empedrados, y recordé a mi madre, recordé las plagas y los sapos…
Ya no hacía tanto calor. La noche se asomaba en compañía de la lluvia: ¡Un milagro! Miré hacia las cortinas, y de nuevo, nada… Apresuré el paso, porque de noche y con lluvia, los sapos se reproducen más.

1 comentario:

  1. Dure siete años pasando por aquel lugar, donde mi deseo natural de ser humano, la curiosidad, me envolvía hasta el punto de casi doblar mi cabeza para lograr ver algo. Etapa falica? Pecado en ese lugar? personas haciendo el amor? mis preguntas fueron reprimidas pues siempre recibí mensajes verbales o no verbales inhibitorios.

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