martes, 25 de enero de 2011

Reseña "Lengua histórica y normatividad"



Lengua histórica y normatividad
Jhon Monsalve



LARA, Luis Fernando. Lengua histórica y normatividad. México: Colegio de México, Centro de Estudios Lingüísticos y Literarios, 2004.
Luis  Fernando Lara presenta, en cinco apartados,  características de distintos ámbitos de la normatividad lingüística relacionada ésta con la lengua como tradición histórica.
El prólogo del libro ubica al lector en el tema principal de todo el trabajo. Empieza haciendo una comparación entre lo que es saber hablar, lo que es hablar simplemente y lo que se habla; el primero se corresponde con la capacidad de hablar en relación con las tradiciones verbales y de acuerdo con las normas de corrección; el segundo, que es el hablar, se lía con el lenguaje mismo, en la definición propuesta por Chomsky, y el tercero se relaciona con la comprensión de que las tradiciones verbales y las normas de corrección son una valoración social de las experiencias verbales, que permite cultivar la lengua misma, estableciendo incluso discursos y textos.  El autor comunica, en esta primera parte, que la lingüística que tratará el libro será una lingüística social, y que no deja a un lado el papel de la historia.
El primer apartado “Lengua histórica y normatividad” inicia aclarando la sincronía y la diacronía saussureana, y afirma que ésta última no ha sido comprendida del todo. La importancia de tratar aquí estos temas se debe a que la diacronía va muy ligada a la historicidad, ya que este concepto de Saussure (el de diacronía) se ha entendido como el estudio de la lengua a través del tiempo, y no en un momento determinado (sincronía). El autor aclara el concepto de lengua histórica, diciendo que es la realidad histórica de una lengua, o lo que es lo mismo, que ha pertenecido a muchas comunidades lingüísticas a lo largo del tiempo. Lara habla en algunas páginas sobre los tres  niveles de descripción lingüística propuestos por Coseriu: el universal, que es tomado como la facultad de hablar; el individual, que corresponde a los actos de habla, y el histórico, y el más importante para el tema tratado en el libro, ya que corresponde a las lenguas de comunidades lingüísticas y de tradiciones verbales, que se reconocen como tales, según Lara, por la existencia de una lengua histórica. El autor, basado en textos antiguos y en historias de lenguas, centra, por otra parte, su trabajo en un “idea de la lengua”, que consistiría en una idea compartida de una comunidad lingüística sobre las características de la suya propia y sobre los elementos que la identifican del resto.
El autor explica que el romance, por ejemplo, aspiraba a convertirse en una lengua que permitiera reproducir el ciclo de grandeza de la antigua Roma; para esto se necesitaba de una escritura fija, una gramática que fijara la lengua para impedir su transformación y destrucción. Así, la idea de lengua iría ligada a una gramática que la fijara.
La idea de la lengua castellana, según el autor, se incorporó a las tradiciones verbales que se venían forjando; de esta idea de lengua nace el sentimiento del español como lengua histórica, es decir, la lengua se vuelve histórica desde  que la comunidad se forma una idea de ella y la identifica positivamente con las otras lenguas.
Fernando Lara afirma que las normas lingüísticas garantizan la identidad de una lengua, conservando las tradiciones verbales; así, la norma lingüística sería el instrumento con que se trata de poner en práctica los valores de la lengua histórica; estas normas buscan conservar la calidad de las lenguas en el futuro. El autor concluye el capítulo afirmando que hay una relación entre los valores y la lengua, es decir, entre la práctica social reflexionada y la realidad de ésta.
El segundo apartado “Normas lingüísticas: pluralidad y jerarquía” inicia con la diferencia entre norma y uso, y se aclara de inmediato que el concepto de norma propuesto por Coseriu queda excluido del texto, ya que al parecer se ha interpretado de manera equívoca. El uso es el habla común o habitual de una comunidad lingüística; la norma se refiere a la manera en que se juzga si el uso es correcto o incorrecto. Hay que tener en cuenta, por potra parte, que hay normas que se deben a manifestaciones de la lengua histórica, por ejemplo, los verbos regulares e irregulares, y que hay otra que proceden de la gramática literaria, como la simplificación de la subordinación circunstancial.
Cuando el autor habla de normas, valores e ideologías logra establecer una diferencia entre ellos, definiéndolos de la siguiente forma: las normas son los instrumentos con los que se da realidad concreta a los valores sociales, entendidos éstos como las ideas, aspiraciones y comportamientos que una sociedad juzga convenientes para su conservación. Dejando para después las ideologías, el autor comenta dos valores presentes en la historia de la lengua española: la unidad de la lengua tomada como  la comunicación posible entre las sociedades hispanohablantes; y su raíz popular, que permite, a diferencia de otros idiomas, la lectura de textos escritos en épocas como la del Siglo de Oro.
En cuanto a las ideologías, podría decirse que el consenso social hace sus propias normas dependiendo del país, y que parecería absurdo que intentara cambiarse lo ya definido. El autor no concibe el leísmo en los países de Centro y Suramérica, ni la escritura propuesta por la Academia de palabras como güisqui en países como México arraigados a los préstamos lingüísticos, que terminan siendo parte de la ideología de ese país.
Fernando Lara relaciona, por otra parte, la norma y el léxico, como norma del no se debe decir. Estas normas pueden ser dos: una de valoración etimológica, y otra de valoración social, donde se corrigen, por ejemplo, el uso de términos jergales en el uso culto de la lengua. El léxico termina relacionado a la ideología: ningún dialecto puede oponerse sobre otro.
El autor finaliza el capítulo explicando la pluralidad y las jerarquías de las normas lingüísticas. Afirma que las normas tienen diversos ámbitos de aplicación: las de la lengua literaria, las de la lengua escrita pero no literaria y las de la lengua oral. Esta pluralidad se jerarquiza para  conservar la unidad de la lengua en la diversidad regional y nacional hispánica. La jerarquía, según Lara, de mayor a menor importancia, sería: normas de la lengua literaria y ortográficas; y luego, las regionales o nacionales en sus diversos ámbitos de aplicación: la fonética, la morfología, la sintaxis y el léxico.
En el tercer apartado “No normas, sino tradiciones” el autor enfrenta el concepto de norma propuesto por Coseriu con el de tradición verbal. Empieza diciendo que los hablantes son los que dan vida a la lengua, y que éstos se clasifican por ciertos fenómenos de su habla en tres grupos, según lo propuesto por Coseriu: en la norma popular, en la norma culta y en la norma semiculta, según el grado de educación y de estratificación que tengan. Durante todo el capítulo, el autor no es partidario de esta idea, ya que en México, por ejemplo, la norma culta pronuncia la ese (s) al final de pretéritos en segunda persona del singular (nacistes) y cuestiona si esta utilización es correcta porque la norma culta la utiliza. Lara explica la tricotomía de Coseriu, en la que el sistema es la lengua abstracta, la norma, el habla colectiva de una comunidad específica, y el habla, el acto lingüístico de cada individuo. Podría decirse que hay dos tipos de normas, comentadas por Lara: las normas según los dialectos y las normas según los registros. Lo que más critica a Coseriu es que haya afirmado que cada hablante pertenece a una única norma, sabiendo que cualquier persona puede cambiar el registro según la situación.
Fernando Lara pone como ejemplo a lo anterior una novela escrita por Armando Ramírez y un rap compuesto por Jaime López. La novela de Ramírez es una representación de la norma popular en combinación con la norma culta. Presenta en el texto párrafos que corresponden tanto a la una como a la otra. Con base en esto, Lara cuestiona  si es posible que una persona maneje dos normas, según el concepto propuesto por Coseriu. En la novela de Ramírez hay una normatividad de género literario y del uso de la lengua que no procede del consenso, sino del carácter literario del escritor. A partir de esto, el autor toma la norma como un concepto inútil, y pone más bien el de tradición verbal, que significa una realidad lingüística e histórica que no depende de la clasificación social. Termina el capítulo argumentando la misma idea con un rap de Jaime López que combina vocabulario popular (caló) con una métrica perfecta de la poesía tradicional hispánica. Define, por último, los decires emprácticos propuestos por Bülher, como lo que manifiesta los usos sociales acostumbrados.
El cuarto apartado o artículo “Diccionarios y normatividad” tiene como fin mostrar que la validez social de los diccionarios es un tema que debe explorar bien la lexicografía hispánica contemporánea. Lara, parte de dos preguntas fundamentales: ¿por qué la gente cree en los diccionarios? Y ¿por qué creen que tienen éstos la información verídica? La respuesta a esto es, como el autor lo afirma, que lo que trasmite un diccionario, a parte de la experiencia verificable de un hecho,  es la experiencia manifiesta y valorada en una tradición verbal; el problema está en que la Real Academia, aunque ha cambiado, deja a un lado a Hispanoamérica, y con esto rompe con uno de los objetivos del diccionario: la importancia de la verdad del significado y la valoración social del uso del vocablo. De ahí parte la idea que se maneja durante todo el artículo: la validez social de los diccionarios en la lexicografía hispánica contemporánea.
La validez de un diccionario, según Fernando Lara, puede analizarse en tres aspectos: el origen y el manejo de documentos que establecen nomenclaturas de los diccionarios y su análisis lingüístico correspondiente; la manera de hacer el análisis semántico de los vocablos y la elaboración de definiciones; y, por último, el carácter normativo con que se componen las nomenclaturas, los comentarios de corrección y las marcas de uso. En relación con esta validez, aparece el concepto de refundición muy recurrente en el texto, que no es más que el uso de otros diccionarios para la copia de palabras y definiciones.
Durante el artículo, el autor pone nombres de diccionarios y algunas de sus características. Del diccionario de la Academia dice que es selectivo y cuando no acepta la inclusión de una palabra nueva se debe a que no pondría en práctica el lema: Limpiar, fijar y dar esplendor a la lengua. La creación de otros diccionarios se debe precisamente a que pueden ponerse palabras (científicas, geográficas) que la academia no incluye.
Cuando se dio inicio al trabajo del Diccionario histórico de la Academia, según el autor, la actividad de la institución se repartió en dos clases de diccionarios: el Diccionario Histórico, que se corresponde con lo histórico filosófico y el Diccionario Manual, que se corresponde con lo social normativo.
El autor afirma que el trabajo con corpus, que consiste en la recolección de vocablos actuales, se siente más en América que en España, y que el español usado en cualquier región se corresponde en gran parte con el propuesto por la Academia; en este punto, se lía el artículo con lo propuesto en todo el libro: la normatividad es inherente a la vida de las lenguas. Concluye, entre otras cosas, diciendo que, para que un diccionario sea lo más basto posible, debe no intentar componer un corpus de todo el pueblo hispanohablante, sino más bien centrarce en una región o país específico.
El último apartado “La Nueva Ortografía de la Academia y su papel normativo” es un mundo de reflexiones con respecto a la nueva ortografía de la Real Academia (en realidad, trata de la publicada en 1999). Los temas más recurrentes en esta parte final del libro son: la naturaleza de la normatividad en la lengua española, el papel de la Academia, el papel de los gobiernos en la normalización ortográfica y el papel de los organismos internacionales.
Inicia el capítulo destacando, como punto positivo, la nula reacción del pueblo hispano hacia las reformas de la academia. A renglón seguido, habla sobre los sistemas de escritura y ortografía que, según él, debería identificarse por aparte en la ortografía de 1999. El sistema de escritura se relaciona con el alfabeto, y Fernando Lara critica, entre otras cosas, la eliminación de los dígrafos ch y ll del diccionario, ya que, por ejemplo, es muy difícil para un aprendiz entender que la c se une con la h y forma un sonido /č/. El sistema de escritura es el mismo que García Márquez apoyaba en su cambio; no obstante, Lara va en contra de esa propuesta por muchas razones, entre esas, porque la etimología forma parte importante de la cultura.
En el título fonología y fonética el autor critica el término “neutralización” en el fonema fricativo sordo s para las letras z y c, y, por otra parte, la pronunciación de la w en palabras extranjeras adaptadas al español.
En cuanto a las reglas constitutivas, las relaciona con la escritura, y a las regulativas con la ortografía. En voces extranjeras critica, entre otras cosas, la escritura de nombres de países que propone la Academia, y, en las convenciones de escritura, el autor se cuestiona el porqué la I y la j mayúsculas no llevan punto.
Fernando Lara afirma que en cuanto a fonología, morfología y sintaxis la Academia nada puede hacer, ya que las culturas hispanohablantes desarrollan sus propias tendencias de formación. A esto añade que la diversidad es una riqueza de la lengua y no un obstáculo.
El autor concluye diciendo que la intervención gubernamental en la normatividad es innecesaria, debido a que las normas de la Academia no se ponen en duda. De otro lado, asegura que organismos internacionales no tienen autoridad en las reformas de la Academia y que ésta, por su parte, debería argumentar las pretensiones de validez de las normas.         
                                                                 
Jhon Alexánder Monsalve Flórez
                 

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