domingo, 1 de noviembre de 2015

La venganza virtualizada del asesino de Jorge Eliécer Gaitán

La venganza virtualizada del asesino de Jorge Eliécer Gaitán
Jhon Monsalve



En el XIX Congreso de la Asociación de Colombianistas, llevado a cabo en Medellín del 1 al 3 de julio de 2015, se presentó un avance de la pesquisa “La configuración de la identidad de la familia Roa, en El crimen del siglo, de Miguel Torres”, adscrita al Grupo de Investigación Cultura y Narración en Colombia (Cuynaco). El objetivo de esta investigación radica en la interpretación semiótica de la identidad de los personajes de la familia Roa, desde tres categorías englobantes: la pasional, la ideológica y la axiológica. Como se evidencia a lo largo de este artículo, el avance presentado se delimitó al personaje protagónico de la novela y a los complejos pasionales que lo caracterizan.

Las pasiones de Juan Roa Sierra
Si Juan Roa Sierra hubiera asesinado a Gaitán, se habría debido más a actos de manipulación que a la realización de la venganza, programada desde el inicio de El crimen del siglo, de Miguel Torres. Los secuaces del Mandamás ―personaje caracterizado por comandar, en la novela, el plan de muerte del caudillo liberal― conminan a Roa para que asesine a Gaitán; es decir, los roles de victimario y víctima recaen sobre un mismo sujeto, que, de no aceptar la demanda, terminaría sin familia, según las amenazas de los manipuladores.
Juan Roa Sierra, con libreta en mano, persigue su objetivo: vengar la ofensa que sintió por parte del caudillo, cuando fue a pedirle trabajo confiando en que recibiría su ayuda en agradecimiento a muchos años de apoyo político: “Lo siento Joven. Pero no puedo ayudarle, dijo Gaitán disponiéndose a cerrar la puerta. Doctor, insistió Roa, y su tono ya era de súplica, cómo es posible que una persona tan importante como usted no pueda darme una mano para conseguir un puesto. Yo no doy ni pido puestos para nadie, no estoy en el poder, respondió Gaitán visiblemente molesto. Así como vino aquí vaya y pídale cacao al gobierno. Ellos sí tienen cómo ayudarlo”. (Torres, 2013, p. 19). Después de esta acción, Roa toma la decisión de vengar la ofensa, de compensar las heridas, de equilibrar las pasiones. Adopta el rol de espía y se convierte en la sombra invisible de Gaitán. Todo lo anota: las direcciones, los horarios, los movimientos, las amistades, etc.
El motivo de la ofensa se debe a la decepción de no obtener lo que esperaba. Y no obstante, este estado no es prioritario en el devenir pasional del sujeto; el rencor nace y crece en Juan Roa Sierra; es un resentimiento arraigado que, según Greimas (1989, p. 267), “se conserva de una ofensa, de un perjuicio, con hostilidad y deseo de venganza”: “En primer lugar admitió que le tenía miedo a Gaitán. Miedo y rencor. Aunque el rencor era más grande que el miedo” (Torres, p. 103).

Sin embargo, Juan Roa Sierra, mediado por complejos pasionales, decide no llevar a cabo su plan de venganza. En la teoría semiótica se reconocen algunos niveles característicos de los sujetos patémicos, entre los cuales está: la moralización, fundamental para la comprensión de por qué Roa, luego de querer asesinar a Gaitán, cambia de opinión. Se entiende por moralización la reflexión del sujeto sobre los actos que ha realizado y las metas que se ha propuesto: “Ahora bien, recapacitando, poniendo cada pesa en su balanza, tenía que terminar por reconocer que después de todo Gaitán no le había hecho nada digno de ser considerado una ofensa tan grave que justificara la venganza de asesinarlo. Se había negado a hacerle un favor, eso había sido todo. Pero uno no podía ir matando a toda la gente que se negaba a hacerle favores” (Torres, p. 172). A partir de este momento, el querer-asesinar pasa a ser un deber-asesinar, producto de la manipulación de los secuaces del Mandamás, y de esta manera, la venganza no se realiza, sino queda virtualizada. 

martes, 5 de mayo de 2015

Los maestros cosificados

Los maestros cosificados
Jhon Monsalve
Imagen tomada de Internet
No sé si cuando publique este texto el paro se haya levantado y la ministra y el gobierno hayan por fin aceptado que los maestros merecen, más allá del buen pago y la salud de calidad, un respeto social. Quiero ser optimista sobre este asunto: pienso que pronto se llegará a un acuerdo y la profesión docente quedará, como en las utopías de los sueños profesorales, en el trono de las labores veneradas. Es más, los estudiantes, desde muy pequeños, soñarán con ser educadores: la educación no se convertirá en el banco de las profesiones, ni los intereses carcomerán la vocación docente. Las facultades de educación aumentarán su infraestructura: más edificios, más dinero invertido por una educación de calidad con principios éticos que subordinen el ámbito académico. Faltarán los profesores universitarios con suficiente experiencia en la educación primaria, para orientar de la mejor manera a la miríada de futuros maestros que dejarán vacías las aulas de ingeniería. La educación se convertirá, así, en la profesión de la inversión, del dinero, no en pro del consumo, porque ya aclaré que la idea es que por fin se tome en serio la educación ética, sino en pro de una sociedad de hombres y mujeres que se respeten entre sí y que reclamen sus derechos.
¿Todos los maestros que estamos en paro pensamos así? Quiero creer que los profesores poseemos una consciencia social inigualable y que nuestras clases, independientemente de la materia que dictemos, tienen como último fin la convivencia y el respeto hacia el otro. Por eso estamos marchando. Tenemos consciencia crítica y debatimos temas sociales en clase. Ya se entiende por qué los estudiantes les explican a los padres los motivos del paro y se comprende por qué tanto padres como estudiantes apoyan al profesor rebelde. Los medios de comunicación mienten. No es posible que los profesores que marchamos no inculquemos el pensamiento crítico en clase; sería una contradicción imperdonable: ¿marchamos pero no enseñamos a marchar a los estudiantes? Menos mal que todo anda bien y que el reclamo de los docentes es justo: salud y buen pago por una profesión que cambiará el futuro del país. El dinero no lo es todo en la vida, pero un poquito de más ayuda a que los profesores continuemos muy motivados en la tarea difícil de enseñar a leer y a contar no para ganar dinero, sino para saber convivir y ayudar al prójimo. Y digo tarea difícil porque nuestro sistema sociopolítico está fundado en todo lo contrario y, de ñapa, los padres de familia se convierten en enemigos. Pero ya no importa: estos nueve millones de estudiantes que están sin clase, en apoyo de su propia educación, serán los hombres y mujeres más éticos de todos los tiempos en Colombia. Tendrán sus hijos y sabrán educarlos no en el pensamiento individual como a ellos, sino en el apoyo colectivo, en lo bueno de ayudar al otro, en que la función más importante de la escuela es educar para convivir, respetar y luchar cuando sea necesario. Insisto: si los profesores marchamos es porque enseñamos a nuestros estudiantes a marchar. Si no es así, ojalá pensemos en lo contradictorio de nuestros actos y tomemos, por ende, la decisión más importante de nuestra  vida: renunciar al magisterio para dedicarnos a otras labores no tan importantes, en las que sí se pueda trabajar con cosas.
¿Qué significa cosificar a un estudiante? Tratarlo como estúpido, como máquina de memoria, como mano de obra barata, como miembro del club de consumistas. Una cosa es un objeto que no razona, que permanece en el lugar en que lo pongan, que se deja decorar al gusto del sujeto manipulador. Lo más preocupante no es esto. Lo que debería inquietar sobremanera es el hecho de que haya profesores que se cosifiquen a sí mismos o hayan sido cosificados por otros. Así, una cosa educaría a otra cosa, y este país, en lugar de convertirse en la utopía simulada arriba, sería una cosa sin rumbo, compuesta por cosas sin rumbo, educadas por cosas que nunca se dieron cuenta del mal que hacían. Estoy de acuerdo con un sueldo digno para todos los docentes que hagan muy bien su trabajo, pero hasta ahí. Quedan, como sabemos, muchos docentes inservibles, cosificadores de ideas, que están gritando sin enseñar a gritar.
Confieso que algunas sesiones que he tomado junto a colegas del magisterio me han enseñado, entre otras cosas, a reconocer los rasgos de este tipo de maestros: no lectores, preocupados más por la novela de las nueve que por un cambio en su praxis didáctica, tristes, arruinados, inquietos por pensionarse con prontitud, hartos de la docencia y arrepentidos de haber estudiado para ser educadores. Sé que hablo solo de algunos profesores, pero la calidad educativa del país me lleva a pensar que la cantidad de maestros que actúan de manera similar sobrepasa el 60% de los contratados. Y no responsabilizo de todo al maestro; sé que hay problemas administrativos y políticos que impiden un mejor desenvolvimiento en el aula de clase, pero, con las uñas, se puede hacer alquimia: las cosas, al fin, se convertirían en personas.
La responsabilidad, en parte, inicia en la universidad. Los profesores que educan a futuros maestros llevan siglos sin pisar un aula de bachillerato; aparte de que enseñan la teoría sin pensar en la práctica (porque ya se les olvidó o nunca, en el peor de los casos, han pisado alguna). Nuestros maestros recién egresados se ven a gatas para solucionar los problemas de la escuela contemporánea. Se educan como cosas y enseñan a leer decodificando, a centrar la atención más en una tilde que en una propuesta, a que los alumnos escriban sobre el renglón, a que se acostumbren a vivir toda la vida como seres inservibles o aptos para intercambiar estúpidamente unos pesos por unas horas de trabajo.

De los padres no hablo, porque no son responsables de la educación que recibieron. Pero me sigo preguntando por los niños: si en realidad son alumnos de los profesores que marchan, que gritan y reclaman, ¿por qué no le cantan, en vivo, sus verdades a RCN y a Caracol? Definitivamente, no se han dado cuenta de que hasta los medios de comunicación los cosifican. ¡Qué buen trabajo el de nuestros maestros!

lunes, 2 de marzo de 2015

"El misterio del tren azul", de Agatha Christie

El misterio del tren azul, de Agatha Christie
Jhon Monsalve
Imagen tomada de internet.
El misterio del tren azul es una de las 66 novelas policíacas de Agatha Christie, la escritora británica que ha vendido, en la historia de la literatura, más libros después de la Biblia. Y no es para menos: con una narración aparentemente sencilla, de muchos vericuetos y complejas relaciones, forja la historia del Tren azul en la Europa de los años veinte del siglo pasado. Novela de casualidades y de un asesinato tan bien planeado que, como ya es habitual en la escritura de la creadora de Hércules Poirot, termina siendo efectuado por los personajes menos sospechosos.
Como paratexto, se puede citar otra narración de la autora británica, incluso más sonada: El asesinato en el Orient Express, novela publicada algunos años después y más leída que la que aquí se comenta. Lo importante es que las dos historias se desarrollan en torno a un asesinato en un tren y Hércules Poirot es el encargado de resolver el caso. En el Tren azul el detective coincide con Katherine Gray, una mujer que acaba de heredar una inmensa fortuna por parte de una señora a quien dedicó sus cuidados en los últimos años. Se conocen y se vuelven cómplices en la solución al problema; ella tenía el peso nada confortable de haber cruzado unas palabras en el tren con Ruth de Kattering, mujer casada que, antes del divorcio inminente con su actual marido, decide visitar al exnovio con el cual, por cuidados de su padre, no pudo formalizar una relación estable. Lo cierto es que en el tren muere degollada, cuando, aparentemente, le roban el “Corazón de fuego”, una de las joyas más importantes de la historia occidental según el contexto de la novela.
Para descubrir al asesino, el padre de Ruth contrata personalmente a Poirot. Tras entrevistas a testigos y recreaciones de la escena del crimen, termina por descubrir que los implicados están más cerca de lo que imaginan. Ni el conde de la Roche, ni Papapolous, ni la señorita Gray, ni el mismísimo marido de la difunta tienen algo que ver, aunque sí se configuran como sospechosos.
Esta novela fue adaptada para la televisión en el año 2005, en la décima temporada de Agatha Christie's Poirot. Por supuesto que aunque, de cierta manera, la trama sea la misma, la representación televisiva difiere sobremanera de la narración escrita. La magia de la pluma de Agatha Christie se descubre, tal cual los asesinatos, tras una lectura responsable del discurso. No rescato el ingenio del director de la serie televisiva, sino la destreza de la escritora para llevar al lector a diversos mundos posibles en tan solo 250 páginas. La novela policíaca ―y esta en particular― es un laberinto no solo de los personajes, sino también del lector, que queda atrapado en la incógnita y se hace responsable, del mismo modo, de la solución. Intenten ustedes, queridos lectores,  descubrir al asesino antes de que lo haga el detective… y si lo logran me escriben.


sábado, 14 de febrero de 2015

Sobre la argumentación en la escuela

Sobre la argumentación en la escuela
Jhon Monsalve
Imagen tomada de internet
Parto del hecho de que el miedo a cómo llevar a cabo procesos de argumentación en el aula ha ocasionado que los docentes sigan optando, absurdamente, por el modo discursivo de la narración. No está mal, pero si comprendemos que narrar solo es una manera de organización discursiva y que, por tanto, quedan supeditadas la descripción, la exposición y la argumentación, tal vez creemos conciencia de lo limitadas que son las mediaciones didácticas en torno a la lectura y la escritura. Insisto que es por miedo: miedo a aburrir, a fracasar, a ver cómo la clase se convierte en un mundo bostezante. El docente de Español no halla otro medio que el de la narración para trabajar la comprensión lectora, cuando esta, si bien es importante, no engloba ―y menos si no se lleva de manera adecuada― todos los componentes necesarios para lograr lectores críticos.
Y los niños crecen, y se vuelven adolescentes, y luego adultos, y siguen en las mismas: creyendo que el acto de leer se reduce a novelas y cuentos, sin ningún objetivo más allá del de sentir placer ―hecho, como sabemos, no del todo convincente. No se trata de llevar la argumentación al aula solo a partir de debates orales, si bien terminan por ser un buen inicio. Comprendo que la argumentación parte de procesos, y que las mesas redondas y todos los géneros orales que permiten actos argumentativos son indispensables para el desarrollo del pensamiento. No obstante, tampoco estoy de acuerdo con que se reduzca el trabajo de la argumentación en el aula solo a este tipo de géneros. La lectura es un buen camino y, luego, por supuesto, la escritura. Pueden ir de la mano, se pueden acompañar, pueden trabajarse de manera simultánea, sin prestar atención a si el estudiante escribió con uve o con be, o a si le puso tilde o no. La argumentación merece un espacio exclusivo en el aula de clase, hasta el punto que las preguntas más recurrentes en todas las sesiones, incluidas las de lectura de texto literario, sean ¿por qué? y ¿para qué?
La insistencia no se debe a otra cosa que a la preocupación que surge de pasarme la vida viendo a estudiantes, de aquí para allá, callados, inertes, inútiles, sin más cosas en la cabeza que sus compromisos de turno. Y cuando les pregunto por qué actúan de esa manera, la respuesta siempre es la misma: silencio…

 ¿Y si se aburren? (Esta pregunta la haría solo un tipo de profesor)... En todo caso, hasta con cuentos viven aburridos, y es mejor que se aburran aprendiendo algo más a que se aburran con lo mismo… 

domingo, 25 de enero de 2015

Tres cuentos en la caneca

Tres cuentos en la caneca
Jhon Monsalve
Imagen tomada de internet.
Dicen que escribo cuentos porque me han publicado uno que otro en Vanguardia Liberal, porque he tenido la oportunidad de leerlos en públicos que sobrepasan las quinientas personas, porque he recibido ―como todo el que escribe― comentarios malos de mis lectores. No me creo cuentista. Imagino mucho, escribo aparentemente con buena redacción y ortografía, me siento y fluyen las ideas como si un ser extraño ―de esos que Mario Mendoza exaltó en su último libro sobre casos paranormales― se apoderara de mí y escribiera por mí. No sé, pero no me siento cuentista. Debo confesar que, en la ingenuidad de mi adolescencia, cuando leía a Fernando Vallejo, al Marqués de Sade y a Charles Bukowski, soñaba con ser escritor de cuentos y novelas. De poemas no, porque siempre me ha costado decir las cosas en pocas palabras. Si yo fuera poeta, sería como Garcilaso de la Vega o, mejor, como Quevedo: haría poemas que muestren el marco axiológico de nuestra cultura y de nuestro tiempo, para que con los años lluevan las críticas de mi supuesta misoginia y de mi inconformidad con uno que otro conocido. En fin, si yo fuera poeta, escribiría sonetos, como los de Góngora o Sor Juana Inés De La Cruz, para tener presente, cada vez que se recitara (la estructura y la rima lo permitirían, claro está), que hoy soy lo que sea que soy y mañana seré polvo y nada. El caso es que no soy poeta ni cuentista, y de esto último me di cuenta después de tres intentos fallidos de cuentos que terminaron en la caneca. Contaré, grosso modo, de qué trataban y me darán la razón.
El primero de ellos, escrito en el año 2009, llevaba por nombre Las cosas que un policía calla para no matar. Por esos días, leía fielmente a Agatha Christie y me propuse imaginar una historia de placer y  venganza (como se diría en un canal que veo en ocasiones). La trama se desarrollaba en una ciudad anónima donde había un río que, cada cuatro meses, durante el último año, había arrastrado el cuerpo demacrado de hombres que se llamaban de la misma manera: Raúl Meza. Las razones de por qué se llamaban así y no de otro modo las desconozco (cosas de un mal cuentista); lo cierto es que un detective, con problemas matrimoniales, decide investigar el caso para evitar ser despedido de su puesto. Un día acepta, por estrategia de pareja, la invitación de su mujer a la fiesta de un matrimonio. En la mansión de los recién casados descubre una fotografía de una mujer con unos rasgos particulares y se entera, para su sorpresa, de que el nombre del marido es Raúl Meza. Une cabos y presupone que la asesina es la novia y que, dentro de un par de días, como máximo, matará a su esposo. Una noche entra sin permiso a la casa de los recién casados con el ánimo de corroborar sus sospechas, y la señora de la casa, la misma esposa y mujer de la fotografía, le pega un tiro en la cabeza. Ya no recuerdo muy bien el asunto. El caso es que un detective novato, amigo del anterior, se encarga de la cuestión y soluciona el enigma: aquella mujer sí era la asesina, y con pruebas de video, argumenta las razones que la llevaron a cometer tales actos. Ella no toleraba que los esposos no tuvieran el mismo rasgo que la caracterizaba: el hermafrodismo. Venía una que otra reflexión final del nuevo detective y el cuento se acababa por fin, para ser arrojado a la caneca de la basura.
Otro cuento que fue un fracaso y me convenció de que no era un cuentista llevó por título El paso del tiempo. Se contextualizaba en un barrio de una ciudad cualquiera, donde un tendero prestó a un anciano cien pesos para completar para el pasaje de un bus o algo así. El mismo tendero, en horas de la tarde, hizo lo mismo con un joven estudiante. Pasaron los días y el muchacho pasaba por la tienda con bolsas de pan y leche que había comprado en el puesto de mercado de otro señor. El cuento se acababa justo en ese momento, y dejaba a la imaginación del lector las actuaciones del viejo vecino que no volvió a aparecer en la narración. Recuerdo que, por esos días, en el mes de octubre del año 2010, había escrito otro cuento corto que, según mis compañeros del momento, tenía algo de especial, y en honor a tal cumplido lo posteé como la primera entrada de un blog que hoy ya cuenta con más de un millón de visitas (claro: cuatro años no llegan solos; imposible que en cuatro años, y en nuestros tiempos, la gente no haya entrado a ver al menos las imágenes). Hoy lo leo y siento pena de mis cualidades como cuentista y estoy seguro de que los que loaron mi incipiente escritura se apenan por lo mismo. El cuento decía así: «Carmenza soltó su pluma y arrugó la hoja; no podía creer que no fuera capaz de escribir… “¡Pero si la gente lo hace tan fácilmente!”. Golpeó la mesa con su mano izquierda, y con la derecha se bofeteó. No era masoquismo; simplemente, quería recordarse a sí misma que nació en los años machistas, cuando solo los hombres podían ir a la escuela».
Y otro cuento, del estilo del primer fracaso, se titulaba El crimen perfecto. Trataba de un hombre que ocupó varios años de su vida pensando en la manera de asesinar a una de sus amantes que, años atrás, le había advertido que volvería para contarle cada detalle a la esposa. El plan parecía perfecto: se dejaría citar por su examante, se acostaría con ella (en este punto el narrador intentaba hacer una imitación burda del capítulo 68 de Rayuela), amanecería en un hotel cualquiera, sacaría el revólver que compró apenas algunos días en un mercado de paso y amenazaría a la examante para que atara un lazo en el techo, pusiera una silla debajo y se ahorcara, como la idea surgiera de su propia voluntad. El hombre bajaría luego a la recepción del hotel, pagaría la cuota respectiva e informaría que la chica se había quedado duchándose, como es normal en estos casos. Luego, junto al cuento, desapareció para siempre.
Como ven, no soy cuentista; no puedo serlo. El hecho de no terminar con éxito tres historias tan básicas y simples como estas me hace pensar en que el tiempo perdido en la escritura literaria se va para siempre, sin dejar más que la frustración. Son, como se evidencia, simples intentos de un fracasado y frustrado antes de tiempo. Pero, al menos, eso sí, yo lo acepto. No hablo más. Siempre que escribo pierdo a un amigo.


viernes, 9 de enero de 2015

"La familia Bélier": un film más allá del título

La familia Bélier: un film más allá del título
Jhon Monsalve
Imagen tomada de internet.
Por estos días, se estrenó en Colombia una película francesa, publicitada pobremente por el anuncio siguiente: “Lo que no escuches lo sentirás en tu corazón”, propio de filmes románticos (en el sentido más peyorativo) o de textos cursis. Mi propósito, en el presente comentario, es dejar a un lado la vaguedad de la promoción y del título, para centrarme en la trama y en la calidad representativa de los actores. Afirmo que no soy crítico de cine, ni pretendo serlo. Solo comprendo La familia Bélier como un texto más, producido en la cultura occidental y con grandes muestras de nuestra esencia humana, especialmente, en dos ámbitos: el de los objetivos y el de las acciones.
Para algunos, esta película de Eric Lartigau combina lo artístico y lo comercial de manera perfecta. La fotografía tanto en lo rural como en lo urbano sobresale por su precisión en los paisajes. Lo artístico está dado por la trama, por la manera en que se desarrollan las acciones, por los elementos culturales que en ella aparecen: la música clásica francesa, verbigracia. Lo comercial, por su parte, se da por cierto humor recurrente que raya, en ocasiones, con la burla de actos que no fueron pensados para ello. Hay escenas en las que los personajes se comunican por medio de señas, porque no lo pueden hacer de otra forma, y los espectadores han llegado a malinterpretar tales acciones dramáticas como si fuesen cómicas. Yo no hago parte de esos “algunos”. Mi opinión es clara y directa: esta película bien puede equipararse a otras del nivel de Historias mínimas, Cinema Paradiso o Memorias de Antonia. Existen ciertos elementos que la incluyen en esta categorización, como la trama, la contextualización y el nivel actoral de los participantes. En últimas, lo que busco es describir dos factores humanos que se hacen evidentes en la cinta: los sueños y los actos que giran en torno a sus realizaciones.
La familia Bélier es un grupo social formado por cuatro integrantes, de los cuales tres son sordomudos. Paula, la única hija, nace, a diferencia de su hermano, con la capacidad de oír y expresarse oralmente. Esto trae ciertas preocupaciones a la madre, porque teme terminar odiando a su hija, como lo hace con los demás sujetos hablantes. Dentro de este núcleo, paula se convierte, por sus facultades, en la voz y la esencia. De cierta manera, adquiere un compromiso serio con sus familiares, hasta el punto de hacerlos depender de ella. Cuando en clase de música el profesor le dice que ve talento en ella y que debería concursar en un evento de canto de talla nacional, sueña con su propósito y se rebela contra sus padres. Con el paso de los días, los dos señores van a verla cantar y, sin oírla, concluyen por la algarabía que hay en su hija cierto don. La acompañan a las audiciones en París y, tras la representación respectiva en lengua de señas de la letra de la canción que canta, los padres se convencen del talento de su hija y de lo lejos que puede llegar.

Ya sé, para aquellos que no han visto el filme, que narré esta historia de la manera más cursi. Otro sentimiento se experimenta frente a la pantalla: uno de impotencia, de deseo de que los padres entiendan los sueños de su hija, una ilusión de ver crecer a quien nació para grandes cosas. Si hay algo que nos caracteriza como humanos, es la constante búsqueda de objetos que colmen nuestras necesidades de momento. No hay relato en que no aparezca la figura de un tesoro metaforizado. Esta película merece una valoración más positiva que la de la cursilería que predica el lema, que la simplicidad del título y que la descripción de un novato en cuestiones de cine. Ustedes quedan encargados.