domingo, 6 de mayo de 2018

Crónica: Masacre en el Alfonso López



MASACRE EN EL ALFONSO LÓPEZ: TRIBUNAS, AMORES Y MUERTES
Jhon Monsalve
 Imagen tomada de Vanguardia Liberal
El sábado 28 de abril de 2018, salgo de la universidad a eso de las 5:45 p.m. A las 6:10 p.m., tengo una cita con Ella en los costados más alejados de Cabecera. Ya voy tarde. La hora pico en Bucaramanga es semejante a vivir una y otra vez la experiencia del trancón del cuento Autopista del sur, de Julio Cortázar. Veo oportuno tomar el taxi en la calle y no pedirlo por la aplicación Los Móviles, que utilizo normalmente en las noches, cuando ninguno de los “canarios” se digna a llevarme hasta mi casa, al norte de la ciudad. Me subo, miro la hora: 5:53 p.m.: imposible llegar a tiempo. La llamo a Ella; informo que me demoro un poco y solicito, un tanto con afán, que me guarde los besos y abrazos de paz para más tarde: después del embotellamiento no hay mejor alivio que sus afectos.
El taxista, un señor algo calvo y con cerca de 60 años encima, me ve por el retrovisor y me pregunta la dirección; por poco le digo que voy para el cielo. No imaginaba, en ese momento, que también él viajaría hacia el Edén, junto a los albores de un amor verdadero, lleno de buenas historias y buenos tiempos, pero que, así mismo, presenció, debido a los infortunios de la vida, una masacre en el Estadio Alfonso López, en octubre de 1981.
Tal vez la ruta que conecta con más facilidad a la UIS con Cabecera sea la del estadio. Las noches de los sábados son bastante particulares por la conglomeración de gente del norte de la ciudad que acude a ver partidos en televisores de tienda, a ahogar sus penas o a celebrar sus triunfos con cerveza. La zona rosa de los pobres, frente al estadio, da pie para que el señor taxista rememore sus momentos.
Suena al fondo música de Miguel Morales y, más al fondo, el ritmo de una tecnocumbia. El taxista se fija en los que cantan y beben con camisetas amarillas de apoyo al Atlético Bucaramanga, aunque no sea día de partido, simplemente porque todos los días los hinchas son hinchas y no encuentran otra razón que el fútbol para olvidar sus deudas, sus cuitas, sus sueños frustrados. El taxista se dirige hacia mí: “¡Cómo han cambiado los hinchas del Bucaramanga, joven!”. Me río con cierta estridencia más por el vocativo que por la alusión a los avatares de los hinchas. Me cuenta el taxista que él perteneció a la hinchada del Atlético Bucaramanga por muchos años y que, desde la masacre aquella, no volvió a pisar una grada del lugar. Él era un hincha decente, educado, que no buscaba problemas, que no perseguía encuentros entre hinchas, que no llevaba navajas, que iba al estadio por la pasión misma del fútbol y, aunque el Atlético perdiera o ganara, no hallaba excusas en ello para subestimar o crecerse ante hinchas del equipo contrario. Los hombres y las mujeres que vemos, cuando en el fondo se entremezclan vallenato y ritmos peruano-bumangueses, tienen para el señor taxista pinta de todo menos de hinchas amables y honestos.
Recuerdo que había oído hablar de esa masacre. Incluso le digo al taxista que me enteré por lecturas que hice cuando pertenecía a la Fuerza Leoparda Sur. “Bueno, al menos usted es un hincha que lee”, me dijo con un tanto de desconfianza, como si los que apoyan al Atlético no tuvieran ánimos sino para pelear, bailar cumbias y fumar marihuana. “Propiamente, ya no soy hincha”, respondo. Cuento que pasaba domingos enteros buscando boletas revendidas para los mejores partidos; esas entradas valían casi tres veces más, pero, por relaciones de poder, como suele serlo todo en la vida, los que tenían plata las compraban antes y por montones, mientras los otros mirábamos cómo nos las arreglábamos para comprar una por el precio de tres y no tener que devolvernos a pie hasta la casa.
El taxi ya va llegando a la UCC. La gente por estos lados de la ciudad, cerca de Guarín, es muy diferente a la gente del estadio: cambia su manera de vestir, de pensar, de ver la vida, posiblemente más llena de oportunidades. En el semáforo que antecede las noches de rumba de aquellos que escuchan Diomedes Díaz o se sumergen en los ritmos de las Años Maravillosos, el taxista suelta la pregunta clave: “¿Y por qué dejó de ir al estadio, joven?”.
Le explico que se debía en parte a la prioridad que quise darle al ámbito académico, a la vida universitaria, a planear mi futuro, pero que era consciente de que pude haber realizado las dos cosas a la vez. De inmediato me doy cuenta de que la pregunta era más para él que para mí, como cuando alguien, una persona A, por ejemplo, quiere contar cosas buenas o malas de su vida para desahogarse y opta por preguntarle esas mismas cosas a una persona B con el fin de que esta sienta que se interesan por ella y tenga la actitud de escucha cuando la persona A relate sus penas o felicidades.
Acaba de iniciar el trancón más grande. La carrera 33 está colapsada. Los pitos suenan y los insultos se asoman por las ventanas de los autos. Los insultos, los gritos, el afán de salir del laberinto… Muchos sentimientos similares pueden haber traído con más ahínco el recuerdo de la sangre derramada en el Estadio Alfonso López el 11 de octubre de 1981. Ese recuerdo del taxista va acompañado de otro más grato: el inicio de un amor que no fue obstaculizado ni por la furia de la hinchada del Atlético Bucaramanga que reclamaba al árbitro Eduardo Peña por un penalti que no pitó. Ese día, 11, como los trágicos en el mundo, como el de septiembre de 2001, el de las Torres Gemelas, perpetrado por Osama bin Laden, o como el del atentado en los trenes de Madrid, el 11 de marzo de 2004, por parte de una célula terrorista de tipo yihadista… Ese día, 11 de octubre de 1981, el taxista llevaba tres meses de novios con su actual esposa, y el amor, un tanto con suerte y otro tanto con aguante, resistió a las imágenes que quedarían para siempre en la mente del hincha y de la novia enamorada que se entrega completamente a los idilios del otro, sin que sean sus deseos propios, con el fin de otorgar felicidad. “Hoy todavía mi señora esposa ve los partidos conmigo, aunque no le gusten. Así fue ella al estadio en esa ocasión: más enamorada que apasionada por el fútbol”, dice entre nostálgico y creído.
El trancón sigue, sigue, sigue, sigue, sigue, sigue, en una hilera interminable de carros y autobuses que llevan cientos de personas que, posiblemente, desconocen la historia de esta ciudad bonita, aunque la maldecoren eventos tristes y trágicos. En ese momento, reflexiono en si esta ciudad es bonita o la maquillaron para que pareciera bonita.
Un ambiente de amor o cursilería, dependiendo de quien lo vea, empieza a flotar en el taxi. La voz y la expresión del taxista recuerdan los buenos amores de los viejos tiempos en que el romanticismo era protagónico en las relaciones de pareja. La manera como el taxista se expresa de su esposa solo se compara con las palabras de Florentino Ariza cuando recordaba o se proyectaba a futuro con Fermina Daza. Y, en ese mismo sentido, yo, que deseo llegar pronto a encontrarme con Ella, me pregunto si mantengo la esencia de los amores a la antigua.
El taxista describe que, tomados de la mano con su novia, salieron huyendo de la zona del estadio en la que se hallaban, que oyeron los disparos y que buscaron rápidamente su carro para huir, que un joven solicitaba con la mirada ayuda y que nadie pensaba en apoyar a nadie, solo en salir del laberinto de insultos, gritos y balazos.
Tocándose parte de la calva con la mano izquierda, mientras la derecha la mantiene en el volante, recuerda que la gente quería linchar al árbitro por su trabajo en la cancha. Jugaba el Atlético Bucaramanga con el Junior de Barranquilla un partido en el que se buscaba o un empate o un triunfo para pasar a la siguiente fase del campeonato. Roberto Frascuelli, quien fue capitán del equipo bumangués y quien moriría tiempo después en un fatídico accidente aéreo, tomó el balón luego de una señal realizada por el árbitro Peña y lo ubicó en el punto del penalti. La hinchada, esperanzada en que el partido podría empatarse, pues el Atlético perdía 2-1 frente al Junior, se enfureció al ver que el árbitro aclaraba que la señal que había realizado era para saque de puerta y no para pena máxima.
Ante el desorden de los hinchas y los deseos desenfrenados de hacer justicia por sus propias manos, la policía pudo hacer muy poco y se lanzó, por tanto, el llamado al Ejército Nacional para que aportara en la solución de este problema de orden público. Efectivamente, los soldados actuaron, con intención o sin ella, sobre la multitud enardecida. Según parece, después de que a un soldado se le escapara un tiro, los demás comprendieron ese acto como una orden de fuego. Así se ha justificado en parte este hecho que queda en el olvido de la comunidad bumanguesa, que habita en esta ciudad bonita, más por maquillaje que por belleza natural.
A partir de mis lecturas, donde se aseguraba que habían sido solo cuatro muertos en aquella masacre, cuestioné sobre la cantidad de víctimas. El taxista recuerda, hasta donde vio, que eran decenas de heridos y de muertos. Puede ser que los periódicos y los documentos oficiales hayan reducido el número… y no es raro. En un país, en donde la Masacre de las Bananeras tuvo solo nueve muertos en los archivos históricos oficiales, cuando los informes de la mismísima United Fruit Company afirmaban que fueron más de mil, queda la duda de si se escondieron los muertos del Alfonso López o si en realidad el Ejército con las balas de salva dio de baja a cuatro, no más, aquellos que tuvieron piel y órganos tan débiles que pudieron morir con el impacto de la invisibilidad.
Y en medio de ese caos estaba el señor taxista con su actual esposa, tratando de escapar de las balas que unos dicen que fueron de salva, pero que increíblemente perforaban la piel, los órganos, hasta el brote de la sangre sobre las gradas y el prado del estadio más negro y triste del nororiente colombiano. Cuenta, nuevamente pasándose la mano por el espacio baldío de su cabeza, que la gente lloraba y gritaba, gritaba y lloraba, aquí y allá, así y así, gritos, llantos, el carro arrancó, la luz del laberinto se observaba cercana y surgió el adiós para siempre al fútbol en los estadios.
Ya no hay trancón. El taxista opta por bajar unas cuadras para buscar una calle que nos lleve hasta un paraíso cercano a la Clínica Bucaramanga, donde me espera Ella, a quien no dejo de imaginar como la novia que corre agarrada de la mano del hincha para escapar de la muerte. Reflexiono sobre esa costumbre que tengo de suponer que el cine, la literatura, la música y las historias cotidianas están dados para mí y para Ella, y que llegan a mis sentidos con el fin de que imagine la vida de otros como si fuera la nuestra. El taxista también decide, después de esa carrera, acudir donde su esposa: ya la extraña; entre tantos recuerdos, parece surgir la necesidad de verla.

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