lunes, 18 de noviembre de 2013

Los cachorros, de Mario Vargas Llosa: otra imposibilidad de amar

Los cachorros, de Mario Vargas Llosa: otra imposibilidad de amar
Jhon Monsalve
Imagen tomada de internet
En el Congreso Jalla 2012, que se llevó a cabo en Cali, Colombia, presenté una ponencia sobre un cuento de uno de los escritores contemporáneos de Puerto Rico. La ponencia llevaba como título: La imposibilidad de amar en el cuento “El regreso”, de Emilio Díaz Valcárcel. Una narración estéticamente bien lograda, cuya temática era los traumas sicológicos de un hombre que en la Guerra de Corea había perdido, dentro de un campo de batalla, su miembro viril.
Entre mi poca experiencia como lector, debo confesar que nunca imaginé que hubiese una trama semejante en otra obra literaria latinoamericana. Y la encontré esta semana y, del mismo modo, la disfruté. Esta vez era otra especie de campo de batalla y otra la munición. Pero de igual modo le cambió la vida, y para siempre, a este nuevo personaje.
Cuéllar era, en un principio, un niño aplicado: sociable, el mejor del salón, y amante del fútbol. En cierta ocasión, Judas, el perro que pertenecía a los Hermanos de la institución en la que estudiaba él con sus amigos, lo mordió justo en el lugar en el que una granada le voló la masculinidad al personaje de “El regreso”. Al principio, las consecuencias fueron mínimas: las heridas le impidieron que, momentáneamente, volviera a jugar fútbol, y en la medida en que iba creciendo, se portaba de una manera diferente, las notas no fueron las mismas, los Hermanos lo comprendían y tras una suerte de remordimiento, permitían que, aun así, pasara las materias con calificaciones aceptables. Creció y cambió de tal manera que en cierta ocasión: “(…) lo que más nos gustaba en el mundo eran los deportes y el cine, y daban cualquier cosa por un math de fútbol, y ahora lo que más eran las chicas y el baile (…)”.  El problema mayor fue cuando creció y se dieron cuenta de que él, Cuéllar, ya no era un niño como antes y que, además, había adoptado rasgos varoniles notorios en comparación con sus amigos. Sus padres lo consentían en todo lo que demandara. En un automóvil venía e iba a la playa con sus amigos. A Cuéllar le gustaba nadar. Llegó un momento en el que lo empezaron a llamar Pichulita, apelativo que en Perú se considera tabú por el hecho de que hace referencia al miembro viril.
Lo más raro del asunto sucedió cuando Cuéllar empezó a darse cuenta de que, a medida que crecían, sus amigos tenían novias, y él les buscaba pleito, los ofendía, se sentía traicionado por ellos, quienes ahora priorizaban en sus parejas, antes que en él. Las novias de sus amigos y ellos mismos se preguntaban la razón por la cual Pichulita no tenía pareja y reflexionaban sobre ello: “No tenía porque es tímido, decía Chingolo, y Pusy no era, qué iba a ser, más bien un fresco, y Chabuca ¿entonces, por qué? Está buscando pero no encuentra, decía Lalo, ya le caerá a alguna, y la China, falso (…)”. Y sentían pena por la actitud de Cuéllar ante las mujeres. Hasta que un día, con la llegada de Teresa Arriarte, la vida de nuestro tímido cambió: “De nuevo se volvió sociable, casi tanto como de chiquito”. Y aunque se coqueteaban mutuamente, a Cuéllar le faltó voluntad para dar el paso de la declaración. En el mar hacía piruetas para sorprenderla, la invitaba a cine, se volvieron buenos amigos y, tras los flirteos, buenos coquetos. Pero no hubo voluntad porque lo atajaba el porvenir… el momento en que como hombre tuviera que responder. Por eso nunca dio el paso, y Teresita terminó ennoviada con otro. “Entonces, Pichula Cuéllar volvió a las andadas”. Y tras los malos tratos, los pésimos comportamientos, sus amigos de toda la vida se fueron esfumando. Lo intentaron nuevamente, pero la irresponsabilidad de Pichulita tras el volante casi termina matándolos, y ese sí fue el acabose. Luego los saludos fueron más escasos y llegó la muerte: “(…) y ya se había matado, yendo al Norte, ¿cómo?, En un choque, ¿dónde?, en las traicioneras curvas de Pasamayo, pobre, decíamos en el entierro, cuánto sufrió, qué vida tuvo, pero este final es un hecho que se lo buscó”.
Mario Vargas Llosa nos presenta una narración ambientada de manera similar al contexto de La ciudad y los perros. Muestra un hecho contundente e identitario del peruano y del latinoamericano en general: la pérdida del miembro viril como el acabose de la masculinidad, que trae consigo traumas sicológicos. “Los cachorros”, sin embargo, difiere de “El regreso”, de Emilio Díaz Valcárcel: en este último el trauma fue dejado por los vestigios de la Guerra de Corea y a causa de una promesa de matrimonio realizada tiempo atrás. En la novela de Vargas Llosa, la emasculación representa una imposibilidad de amar, que quita las bases de la masculinidad y termina representado metafóricamente un imaginario social latinoamericano, que, aunque se muestre en el cuento de Díaz Valcárcel, pasa, pues, a un segundo plano. Vargas Llosa, en 1967 y con una prosa particular, que rompe todo esquema sintáctico y narrativo, sorprende con esta novela que demuestra un avance más de la ingeniosa y recién nacida literatura del Boom: “Los cachorros es una nueva coronación de su maestría técnica, una etapa de experimentación formal que lleva a otros extremos los procedimientos narrativos con los que antes ya nos había pasmado”, afirma José Miguel Oviedo.

A lo último los amigos se presentan viejos, y en pocas páginas, y sin darse cuenta, el lector atraviesa la vida de estos muchachos que nunca comprendieron, al parecer, que la timidez de Cuéllar se debía a su inseguridad. Todos con hijos, y Pichulita en la tumba. No por nada le decían Pichulita. 

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