sábado, 29 de junio de 2013

Vómito de perlas

Vómito de perlas
Jhon Monsalve
(Cuento publicado en Vanguardia Liberal el 11 de noviembre de 2012)
Desde que estaba en el vientre, sus padres le ponían música de Beethoven y le leían los cuentos de Charles Perrault. Querían educar a una persona de bien, que oyera música clásica, que aprendiera a tocar un instrumento, que leyera a Marx, a Platón, a Plutarco; que tuviera la biblioteca más grande del país, y que hiciera lo posible para no entrar en conversaciones con ningún humano que no tuviera las mismas costumbres ni se rigiera por los mismos parámetros de su rutina. Cuando se enteró de que su mujer estaba encinta, apartó una de las dos habitaciones (las únicas de la casa), atestadas de soledad, para adornarla con estantes colmados de libros de hadas, o fábulas de Esopo, o cuentos de los hermanos Grimm. Pintó en grande la escena de ‘Las hadas’, de Perrault, donde una muchacha mal vestida, cada vez que hablaba, expulsaba perlas y flores por su boca, y al lado, su hermana, ya un poco mejor arreglada, desahuciaba sapos cuando se expresaba. Perfumó la habitación con la esencia pura de Grenouille; instaló un equipo de sonido junto a la mesa de noche, que estaba henchida de la melodía de Carl Orff y de Mozart. Mandó a hacer un gigante en un Liliput improvisado y lo puso donde generalmente ponen la televisión y los videojuegos de los niños. Desde el día en que se enteró de que iba a ser padre, le leyó Robinson Crusoe y todas las variaciones y adaptaciones que pudo, y le prometió aventuras y viajes por doquier.
Nunca fue al colegio. Aprendió con su padre lo que debía aprender de aritmética, geometría y lógica matemática, y el resto fue lectura, ortografía, clases de reflexión estética, social y política. Cuando cumplió ocho años, ya había leído a Ovidio, había comprendido la diferencia entre Odiseo y Eneas, y se había enamorado profundamente de Antígona. Los cuentos de hadas le parecían aburridos: a los dos años se los sabía todos, y los tarareaba a propósito en voz alta y con tedio para que sus padres se dieran cuenta de que ya no le importaban. No obstante, las imágenes que había puesto su padre con esmero y dedicación antes de que él naciera le producían una especie de nostalgia difícil de explicar. Solo por eso, mantenía las pinturas con colores vivos y limpiaba a Gulliver casi todos los días.
Le encantaba Chejov; vivía inmerso en el cuento en que un hombre, por una apuesta, pasa muchos años de su vida encerrado en una casa, pero con la posibilidad de leer los libros que guste. Se sentía él deslumbrado por los paisajes del mundo exterior, que jamás había visto. A veces tocaba en el piano canciones inéditas que le salían del recóndito lugar de los sentimientos. A los quince años, había conocido tantísimas personas de papel y muchísimos lugares, que no cayó en la cuenta de que su mundo habían sido cuatro paredes y solo dos personas de hueso.
Un día, mientras leía a Jonh Steinbeck, quiso conocer las perlas. Las había visto salir de la boca de la doncella de Perrault, pero ahora quería palparlas, y en su búsqueda se fue una tarde hasta la orilla de la ventana de su habitación, que había sido puesta cerca del techo, y apropósito, antes de que él naciera, para evitar que se contaminara con el mundo, y ubicó un par de sillas; se sostuvo del marco de un cuadro que contenía el retrato de Borges, y miró la luz de fuera. El pavimento estaba húmedo por la lluvia de la mañana y los pies de las gentes eran un devenir sin oráculo. Su vida, como en la vida Edipo, ya estaba predestinada antes de su nacimiento. Qué distinto era él a las personas de fuera…
¿Y las perlas? Habló con su padre sobre la posibilidad de salir de la casa al mercado, al cine, a la biblioteca, a conversar en un parque con algún anciano, pero no logró el permiso. Que no, que aquí lo tiene todo, que no puede salir a buscar la perla de Coyotito por el mundo inerte y oscuro que sobrevive allá fuera, que su futuro era quedarse preso en el mar de la imaginación… que era por su bien y que luego se lo agradecería. Cuando leyó El amor en los tiempos del cólera, comprendió que hay razones que mantienen al hombre con vida, y que si Florentino Ariza soportó más de cincuenta años la ausencia de Fermina Daza, él podría (mas no por eso debía) esperar un poco más para conseguir las perlas… Y siempre fue consciente de que las conchas del mar producían los más grandes desniveles emocionales y conllevaban las más temibles catástrofes.
Esperó una de las noches en que la luna se duerme entre el arrullo de las estrellas para salir al mundo a buscar las perlas. Puso silla sobre silla hasta llegar a lo alto de la ventana, y con astucia quitó las cadenas de la tranquilidad. Saltó a la calle, y caminó hacia el horizonte de lo eterno. A las dos cuadras se perdió, y se asustaba con la sombra que las farolas dibujaban en el suelo. Salió corriendo… recordó a Tom Sawyer, a Caperucita roja, a Simón el bobito, y gritó desesperadamente. Nadie lo oyó, y se olvidó de las perlas. Corrió buscando, y sin saberlo, el polo norte… descubrió los templos de adoración que había imaginado cuando leyó la Biblia, o el Corán, o el Talmud, o el Libro de Mormón. Reconoció los palacios públicos que gobernaban al pueblo bajo el logo de la equidad y la holgura para todos. Pidió a la luna que apareciera, que lo guiara en la búsqueda del espacio universal, donde moriría mientras resbalaba en un eterno vacío.
Su madre le llevó el desayuno a la cama, y el alimento fue para las ratas. Se desmayó. El golpe avisó al padre de lo que había sucedido: miró las sillas, los alambres, la cadena, la ventana forzada, el olor a muerte. Salió corriendo y guiado por la desesperación hacia el polo sur, en busca de su hijo. El sol les irradiaba la cara y les quemaba el cuerpo; el aire y el frío los mataban a espadazos en las noches.

La madre puso a Beethoven encima de La insoportable levedad del ser, y se sentó para siempre junto al piano, y murió observando el destino: la muchacha bien vestida vomitando sapos.

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