lunes, 2 de julio de 2012

El libro: un mundo desconocido


EL LIBRO: UN MUNDO DESCONOCIDO
Jhon Alexánder Monsalve Flórez

Estar en contacto con un libro es conocer el mundo. Recuerdo el cuento de Anton Chejov que trata de un hombre que, por una apuesta, pasa 15 años de su vida encerrado en una casa, pero con la posibilidad de tocar un piano, beber un vino y  leer los libros que guste. Soporta el tiempo acordado y, a través de la lectura, conoce el mundo, prueba los mejores vinos, caza ciervos, canta canciones, conoce la vida: “Durante quince años estudié atentamente la vida terrenal. Es verdad, yo no veía la tierra ni la gente, pero en los libros bebía vinos aromáticos, cantaba canciones, en los bosques cazaba ciervos y jabalíes, amaba mujeres... Beldades, leves como una nube, creadas por la magia de sus poetas geniales, me visitaban de noche y me susurraban cuentos maravillosos que embriagaban mi cabeza. En sus libros escalaba las cimas del Elbruz y del Monte Blanco y desde allí veía salir el sol por la mañana mientras al anochecer lo veía derramar el oro purpurino sobre el cielo, el océano, las montañas; veía verdes bosques, prados, ríos, lagos, ciudades; oía el canto de las sirenas y el son de las flautas de los pastores; tocaba las alas de los bellos demonios que descendían para hablar conmigo acerca de Dios...”. 
 Un libro hace que el humano conozca lo más profundo de su alma, comprenda su función en el mundo, reflexione sobre su papel en la sociedad. Hay libros malos y libros buenos, según el lector; cada uno tiene sus gustos y preferencias, como con la ropa, los autos, los celulares. Hay libros, como los de Paulo Coelho,  que le pintan con colores los corazones de la felicidad, tan efímera como la vida; hay otros, como los de Baudelaire, que lo derrumban sobre la cama de los muertos: la carroña aparece como representación del fin más cruel de la existencia. Hay libros que le muestran la realidad con metáfora, como Cien años de soledad, y otros con crudeza, como El desbarrancadero, de Fernando Vallejo. Hay libros que solo logran una lágrima, y otros que perduran en la reflexión del lector por siempre.
Estar en contacto con un libro es casi un sueño. Y más en este país. En la Edad Media, la burguesía era la única que podía acceder a los textos escritos; las clases populares, bajo su dominio, se contentaban con aquellos cuentos que se transmitían oralmente. Los hijos de los burgueses mantenían el prestigio de su linaje gracias a la posibilidad de educarse. Han pasado más de 500 años, y las bajas clases sociales siguen siendo las menos instruidas, las que, de ninguna manera, pueden comprar un libro: si compran uno, se quedan sin comer una semana. Los precios de los libros no permiten conocer el mundo. El sistema ha influido en ello: las editoriales se pelean entre sí para dar los “mejores” precios, las librerías tratan al cliente como a un ladrón, los libreros ya no saben de libros, la superación personal se posicionó más arriba del Chimborazo de Bolívar. Todos han oído hablar de Sangre de Campeón, y muy pocos del bello poema del libertador.
Puede afirmarse que estamos en la sociedad sin libros. La única biblioteca pública de la ciudad prohíbe que el lector busque el libro que desea, que experimente el contacto entre el polvo de dos días, el olor a hojas viejas y el peligro de que otro libro, distinto al que busca, lo atrape para siempre. El personal no sabe de libros y, mientras atienden, hacen mucho ruido. ¿Con qué ánimo un estudiante va a la biblioteca? ¿Con qué gusto va a leer un libro que le costó una semana de comida? No podemos echarle toda la culpa al maestro; en realidad, posibilidades no hay, y lo peor: el Ministerio de Educación busca el mejoramiento de la comprensión lectora, exige incentivación cultural,  hace propagandas en la televisión que solo favorecen a las librerías, mantenidas por la clase alta, y se olvida de que, con precios tan altos en los libros, no se pueden lograr tales ideales. Un libro ilustrado para niños no baja de 50.000 pesos.
La superación personal está opacando la esencia del libro. Aunque el humano se  refleje, o más bien se resguarde en ella, está, en realidad, siendo manejado como marioneta por los vagos pensamientos del autor. Estos libros dan una posible solución de vida, entre paupérrimos recursos literarios; Abad Faciolince afirma al respecto de la obra de Coelho: “Si vende por sí solo más libros que todos los demás escritores brasileños juntos, esto se debe precisamente a que sus libros son tontos y elementales. Si fueran libros profundos, complejos literariamente, con ideas serias y bien elaboradas, el público no los compraría porque las masas tienden a ser incultas y a tener muy mal gusto”. Que quede claro que el proletariado no puede ser culto porque no lo dejan. En los libros de superación personal no hay reflexión social; hay solamente el ansia inmensa de volverse mejor humano para prosperar, tener un carro, una casa y una beca, pero nunca se oye hablar a un árbol, como los que oía Arturo Cova, para reclamar la polución en que sumido lo tienen.
El libro es la máquina del tiempo. Julio Verne se adelantó al futuro y las tragedias griegas nos devuelven al principio. Podemos comprender el comportamiento del humano a través de la historia por medio del libro. Podemos sentir su sufrimiento, y comprenderlo, porque somos humanos: podemos sentir lo que sintió Dafne mientras huía de Apolo y comprendemos la Masacre de las Bananeras gracias a García Márquez. Nos encontramos vivos en la literatura de ayer y de siempre.
Al parecer a nadie le conviene que conozcamos el mundo. Si los libros fueran más asequibles, la reflexión social sería mucho más vasta y vorágines como las que suceden en nuestro país se comprenderían mejor y se les hallaría soluciones. No tarda el tiempo en que los bomberos empiecen a quemar los libros, al estilo de Fahrenheit 451, porque el gobierno quiere evitarnos una preocupación.

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