viernes, 12 de agosto de 2011

Crónica: La espera en un hospital: una llamada, una confesión y muchas lágrimas

LA ESPERA EN UN HOSPITAL: UNA LLAMADA, UNA CONFESIÓN Y MUCHAS LÁGRIMAS
Por Jhon Monsalve
Foto tomada de: Panoramio.com

   ¿Por qué llora tanto, joven?
   Porque me quiero ir pa’ la casa, y ellos no me dejan.
Unos días después de tal suceso, una de las emisoras juveniles del país, Los 40 principales en su horario nocturno, ponía ante el oyente la pregunta del peor día de su vida. Yo ya sabía qué contar, y tomé el teléfono.
Qué difícil era contar calamidades: yo les mentí a mis amigos en la universidad; yo no esperé pacientemente. Esa noche la emisora radial me daba la oportunidad de desahogarme contando la verdad de aquel día. Mientras marcaba, pensaba que era miércoles, justo 15 días después de las lágrimas.
Estaba jugando fútbol. Eran, aproximadamente las 8:30 a.m., y no sé cómo pisé el balón como idiota, y caí de culo contra el pavimento de una de las canchas de la universidad. Al caer, mi mano izquierda impidió la tronchadura de una nalga, poniendo su pellejo y sus huesos. Maricas, mi brazo— grité creyendo que me lo había partido. Ellos se reían un poco, más de mis gritos que de mi estúpida caída. Y ahí comenzó el peor día de ma vie… sí, debía empezar por la mentira del examen de francés, para picármelas ante Mota y don Rogelio del manejo de una lengua distinta a la trillada inglesa.
—Aló, don Rogelio, buenas noches.
El locutor imitó mi saludo y se mofó de mí.
— ¿Cuál fue, Esteban, el peor día de su vida?
Mi nombre es Jhon, Mota.
Ah, bueno, Jhon, ¿cuál fue el peor día de su vida?
Y no empecé por la mentira del examen de francés, sino por el resbalón idiota… Se rieron mucho, pero, las ganas del desahogo, me obligaron a continuar:
Del pequeño Bienestar de la universidad, me mandaron derechito para el hospital universitario de Bucaramanga. Últimamente había visto A corazón abierto, una novela de RCN, basada en la serie americana Grey’s Anatomy, y que trataba de las situaciones que se presentan a menudo en cualquier hospital del mundo. La novela me gustaba—Mota aplaudió mis gustos— hasta ese miércoles, aclaré.
Mario, un amigo, me llevó en su moto al hospital. Yo me sentía bien; solo un ligero dolor y la amenaza del médico de que si no iba al hospital quedaría con molestias en la mano de por vida, hicieron decidirme a ir a aquel lugar tan parecido al purgatorio. ¡Ahora estaba adentro! Mario se había ido en busca de su novia, y yo me quedé solo, con las ganas inmensas de irme pa’ mi casa, donde mi papá que, antaño fue brujo, aprendió a curar la culebrilla, los tendones corridos y los cuajos humanos. Desde aquel día, prefiero la brujería sana de mi padre que aquel purgatorio de espera para pobres.
—Lucas, pero la gente se cae todos los días; no como usted, claro está, pero no por eso toman ese día como el peor de su vida.
—Mota, me llamo Jhon… y ese miércoles, la caída solo fue la antesala al sufrimiento y a la desesperación.
Me sacaron unas radiografías que no sirvieron porque el ayudantucho aquel no las supo sacar. Llegué a las 10:00 a.m., y era la una de la tarde, y yo no salía. Me empecé a desesperar: me dijeron que para sacar otra radiografía debía esperar como hasta las 4:00 p.m. Yo empecé a llorar de impaciencia, y por injusticia —Don Rogelio y Mota hicieron un ¡AY! largo al unísono—: yo no tenía la culpa de que un novatucho sacara radiografías de manos a personas tan enfermas por los encierros como yo, o como Robert Langdon, el personaje de Dan Brown.
Cambié de mano el teléfono, y me senté.
— ¿Por qué llora tanto, joven?  Me preguntó una señora que tenía pinta de sirvienta y de buena persona.
—Porque me quiero ir pa’ la casa y ellos no me dejan.
Resulta que me negué a dejarme de nuevo fotocopiar la entrañas de mi mano, para salir ya de aquel lugar que apestaba a sangre y a espera.
—Bueno, si se quiere ir, debe pagar las radiografías —me dijo un doctor que se reía de mi llanto y de la deformación del pene de un borracho que se cayó de su moto, y dejó un testículo contra el pavimento, y la piel de su miembro hecha polvo. Pensé en mi amigo Mario: ¡Qué diría la novia!: que por ir tras ella y dejar a su mejor amigo solo en el hospital, le había pasado eso…
Fui a pelear con la señorita de los pagos del purgatorio, porque el seguro de la universidad debía cubrir esos gastos. Yo tenía razón, y sonreí entre lágrimas porque ya podía irme.
—Esto no es así de fácil, muchacho— me dijo el mismo doctor, que se había olvidado del sufrimiento del hombre del pene hecho polvo y acababa de revisar por encima a un gordo al que un piñón de alguna máquina le había cortado el pecho de forma horizontal. —Ahora debe esperar a que los medicamentos que ya se pidieron lleguen para volverlos a enviar al lugar de origen, después de que usted firme la constancia de que los recibió.
Se me bajaron las lágrimas, que se habían esfumado gracias a la esperanza.
Váyase haciendo a la idea —me dijo— de que hoy sale de aquí a las 10:00 p.m., y eso, si le va bien. La misión del hospital es una quimera: dizque sus propósitos están orientados a contribuir en el mejoramiento de la calidad de vida de la comunidad, mediante el trabajo de un equipo humano calificado… ¡Cuál equipo humano! Ellos se mofan, como don Rogelio y Mota, de las calamidades del mundo…
En esas llegó una doctora. Me preguntó qué tenía— Mota y don Rogelio hablaron un poco del traje de las enfermeras y de fantasías sexuales. Yo le dije a la doctora que me urgía irme porque tenía un examen de francés a las 2:00 de la tarde. Ella me tranquilizó, y me preguntó con cuál profesor tenía la evaluación.
   Con George, le dije.
   ¿Y usted se preocupa por eso? Tranquilo, él es amigo mío… yo lo llamo y hablo con él.
   No hay necesidad— insistí varias veces para no caer tan rápido, como el gordo del piñón que intentó escaparse repitiendo una y otra vez que no tenía nada, y que a la salida se desmayó.
   Es mentira, me dijo la doctora. Y el reloj marcaba—Bendito sea a Dios— las 7:00 p.m.
La tarde lenta la pasé llorando, y me daba cuenta de que los pesares de mis paisanos eran más tristes que los míos. Mientras los doctores se reían de las calamidades y de las lágrimas, los pacientes se morían lentamente suplicando un derecho que el Gobierno parece negarles. Es extraño  que en el año 2000 Colombia se encontrara en el puesto 41 de los 191 países con mejor  desempeño en el campo de la salud. Sin ninguna duda, en otro país,  hubiera pagado cadena perpetua por troncharme una mano. —El tiempo en radio es oro— me dijo don Rogelio…
Llegaron los medicamentos. Firmé unos papeles. Solo faltaba que se fueran pronto y llegaran al lugar lejanísimo. Eran cerca de las 9:00 p.m., y empezaba A corazón Abierto… No lo vi; por ese día era suficiente…
Volví a cambiar de mano el teléfono, y me puse de pie.
A las 10:10 p.m., salí del hospital. ¡Qué raro que las medicinas llegaran tan rápido!
—Bueno, Carlos…
—Me llamo Jhon, Mota.
—bueno, Jhon… Entendimos sus niñerías— Se mofaban de mí, pero yo descansaba de aquel secreto que solo compartía con mis lágrimas cuando recordaba la cárcel de tiempo en la que estuve metido todo un día.
Me colgaron— según ellos se cayó la llamada. Acomodé la silla donde había estado, y me dormí en paz…
Dos días después, Georges, el profesor de francés, me dijo:
Une amie m’a raconté une chose de toi…
   Al oído, y en español le pedí: que sea un secreto, Monsieur

No hay comentarios:

Publicar un comentario