sábado, 19 de octubre de 2013

El último cartapacio de un idiota

El último cartapacio de un idiota
Jhon  Monsalve 
Cuento publicado en Vanguardia Liberal
Quizá no haya impresión más grande y gratificante para un lector que la de descubrir que los personajes de papel están hechos con las mismas abstracciones y moldes humanos. Es mi caso. Tal vez un cuento de Cortázar me haga comprender que tales sentimientos no son más que representaciones de la idiotez humana que habita en algunos pocos hombres, que podríamos llamar— a nuestro modo de ver— “privilegiados” y que, para el resto, no son más que tontos o estúpidos. No hace mucho me confundía entre los marasmos de La vorágine. Me ahogué entre las lágrimas de don Clemente Silva, sucumbí a los abismos de su hijo, temí las amenazas… y los demás, aquellos que al tiempo leían la misma novela, ni siquiera se inmutaban, y trataban de hallarle, más que lo sublime, el tema justo para una buena interpretación.
Yo no sé, pero gracias al personaje aquel de Hay que ser realmente idiotas para… comprendí que el arte se estudia con los sentidos hasta el punto de crear maravillosas sinestesias, para los demás de pronto algo abstractas, de la vida, del sentimiento, del ser humano. Curiosamente ayer… después de navegar entre el mar apacible de los inocentes, como lo estuvo en alguna ocasión la mujer de Espantos de agosto, que aún me queda la duda de si fue o no asesinada por Ludovico o, aprovechando el uso de la primera persona, el narrador la mató y cuadró todo para que no hubiera ni la más mínima sospecha… pero en mi caso no se trataba de un sueño profundo sobre sangre fresca, sino más bien del mar que formaba la imaginación a sus anchas… me encontré a un viejo que tenía las arrugas tatuadas hasta en los ojos y que preocupado, casi sollozando, buscaba sin parar a su único hijo que había desaparecido un día en horas de la noche cuando fue a comprar un huevo para la comida. Mostró unas fotos con las manos temblorosas por el cansancio, la desesperanza y el reuma. Y se me aguaron los ojos. Me volví idiota. Traté de hablar con él sin que las lágrimas se salieran de su pecera, salitrosa, en represa, pero la idiotez, tal vez lo que muchos llamen Cobardía o Maricada, es susceptible a los golpes de llanto, a los vientos helados, a los arroyos de palabras y tonalidades tristes que se leen o se oyen a diario. Lloramos los dos, buscamos los dos, almorzamos los dos, y llegó la tarde… y llegó sin nada, sin nadie, ni siquiera la esperanza mínima de una pista ilusoria que pudiera dar con el paradero de un joven— para el viejo, un niño— que se perdió extrañamente en una ciudad tan diminuta, tan progresista, tan segura como esta.
Y es que cualquier padre haría cualquier cosa por su hijo; solo recordemos las peripecias de Kino en La perla, y vivamos de nuevo sus impaciencias, sus suertes, sus consecuencias. Por lo menos en la obra de Steinbeck sabemos que es la picadura de un animal la que desata todos los acontecimientos; por el contrario, en nuestro viejo, el de ayer, solo podemos acercarnos a una adivinanza, tal vez a una información predestinada por el oráculo de la experiencia,  que, aunque certera, debe decirse haciendo uso medido de palabras puras y pulcras que se alejen de todo tipo de ambigüedad: Supuestamente, No está comprobado, Presuntamente, Quizá, Tal vez, No se sabe. Porque lo más seguro es que De pronto se lo haya llevado por equivocación—recordemos que todos los humanos se equivocan— un batallón, que pensó ingenuamente que ese muchacho podría pertenecer a un grupo al margen de la ley.
Estas cosas comprueban que mi grado de idiotez está por encima de los índices normales. Casi nadie siente eso. Todos —como he visto— miran para el cielo, se tapan los oídos y solo oyen la voz de Dios cuando les conviene. Ante situaciones como las de don Clemente Silva, se compadecen hipócritamente y creen ayudar con eso, con un sentimiento falso que se inventan para ganar puntos en el Juicio Final. Pero la idiotez se trepa a la cima del Chimborazo y hace alucinar, llorar, gritar el dolor ajeno, el que en este país, muy bien lo dijo Jaime Garzón, no se duele, no se siente, porque No tenemos una conciencia colectiva: tenemos una posición cómoda e individual ante la vida, el problema soy yo, me salvo yo, y el resto friéguese. No puedo dejar de nombrar a Bolívar, y su delirio, y sus poemas que se esconden entre las proclamas de un héroe mitificado, entre las voces de un dios que vino a salvar el futuro de una tierra que se perdía por entonces, que se entregaba en manos ajenas… ¡Mierda! De nada sirvió tanto esfuerzo: hoy continuamos en las mismas. Mientras no haya más idiotas, continuaremos en las mismas.
Pero nadie tendrá la disposición de cambiar su inteligencia por mínimas dosis de idiotez. Por esa razón la mujer y los amigos del personaje de Cortázar prefieren aplaudir y criticar el acto teatral y no caer en el error de pasar todo entero, como si la vida no estuviera hecha, tal como lo dijo Borges, de momentos que no deben perderse entre críticas absurdas, entre banalidades, entre inteligencias y disciplinas que llevarán consigo, y hasta la vejez, los arrepentimientos más atroces. Prefiero ser idiota ahora, tratar de cambiar el mundo y de disfrutarlo ahora, en lugar de arrepentirme luego del estado sedentario con  el que anduve el Valle de lágrimas, tal cual lo llamó el padre Rentería en la novela de Rulfo… y ese estado de quietud conlleva la inteligencia de la que huyo recurrentemente.
Para ejemplificar un poco más, les cuento que estoy rodeado de sabios y de salomones que critican y que viven intelectualmente el arte de la vida… porque la vida no es más que eso… pero si recordamos bien, Salomón, entre tanta sabiduría, terminó, debido a la influencia femenina, pecando contra Yahveh, adorando a otros dioses. ¿Dónde quedó, pues, la sabiduría del que se supone escribió El Eclesiastés? Casi hallamos en él a Sartre o a Camus. Pero en fin: por aquí pululan salomones. Con decirles que hace unos días discutíamos el valor humano de Hitler y concluyeron, sin mí, que los judíos se merecían la muerte por invasores, comerciantes y asesinos de Cristo. Y luego lo comparaban con algunos presidentes latinoamericanos que habían dejado el mismo legado de paz: no hay necesidad de nombrarlos; ya ustedes los conocen… los idiotas no podemos olvidar los sentimientos de impotencia que se dejan en los estados de locura. Para emparejar las opiniones y transmitir un poco de la idiotez que me caracteriza, les hablé de Fosas comunes, el cuento de Burgos Cantor, y prefirieron la poesía de Roy Barreras. Este escritor—no el bondadoso político— se centra en las víctimas de aquella violencia sin fin, comandada, según algunos, por un sucesor de Hitler. El dolor, las lágrimas, el grito ahogado de ausencia se clava entre los poros de los idiotas, de nosotros, mientras que los inteligentes se mofan y se divierten por los huesos, las cabezas, las entrañas de seres que no son aptos para el país. Ahí está el hijo del viejo aquel, que Presuntamente desapareció una noche mientras iba a comprar un huevo. Tal vez haga falta una fábrica de cápsulas que prevengan la sabiduría, porque temo llegar a pensar y a sentir como ellos… los vendados, los sordos, los mudos de una sociedad estancada en el pasado. Soy idiota, sí… y qué.
Ahora mi tono—se habrán dado cuenta— es más retador. Pero no puedo evitar volverme así cuando hablo de Fosas comunes o de La casa grande. Tampoco cuando veo tan cerca la Santa María de Onetti. O el Macondo de Gabo. Ya lo llamo así porque los idiotas somos atrevidos y dejamos para luego la formalidad. En esta ciudad se han llevado a cabo numerosos proyectos en pro del crecimiento social y solo por ello está siendo reconocida en todo el país. Pero algunos, es decir, aquellos que nos impactamos cuando vemos caer una hoja de un árbol o cuando perseguimos a un pato, tal cual el personaje de Julio (dejémonos, ya dije, de formalismos), recordamos que la misma acción de la novela de Cepeda Samudio ocurrió en El Estadio Alfonso López el 11 de octubre de 1981. No olvidamos que las balas, aunque las hicieron pasar de salva, eran hechas del mismo material con que los soldados acribillaron a los protestantes de las Bananeras. De lo contrario, los heridos habrían llegado al hospital con morados en las piernas y en el pecho, y no agonizando. Y de nuevo el ejército… ay el viejo, ay, el joven—que para él, era un niño—, ay, los batallones. Y hagamos lo mismo que Gabo: trascendamos este hecho. Copiemos la idea de llenar trenes de muertos. Así se recuerda mejor y se vuelve folclor. Y las balas llegaron a más de treinta. Y las gradas del estadio se mancharon de sangre amarilla, leoparda, y murieron, entre gases, algunos asfixiados, otros heridos a bala, cerca de doscientos. Los heridos, no contradigamos tanto, no seamos tan inteligentes, fueron poco más de treinta. Y ya. Cumplimos. Cumplí. Ay, batallones… ay… los héroes.
Pobre viejo, pobre hijo, pobre tierra… Verdaderos héroes son los que presenta Emilio Díaz Valcárcel en sus cuentos. Héroes de tragedias comunes, de heridas ajenas, de luchas sin ideales, obligadas, compartidas, sufridas. Los nuestros se comprenden por pedazos. Solo algunos. Los que respetan la vida y no pasan por encima de los demás en busca de una ganancia paupérrima del valor de un fusil o de una bala. Es un truque, mi viejo… por cada cartucho nos dan un trozo de hijo. Sí, eso le diré esta tarde… sí. Mientras tanto dejaré de escribir estupideces, porque los pasquines, desde ahora, cuentan también a los idiotas.


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