viernes, 8 de febrero de 2013

Belleza bumanguesa


Belleza bumanguesa
Jhon Alexánder Monsalve Flórez
Imagen de Domingó: http://poemasilustrados.blogspot.com/2012/12/belleza-bumanguesa.html

Publicado en Vanguardia Liberal el 9 de diciembre de 2012.

Si ustedes hubieran conocido a Helena, si la hubieran visto por lo menos una vez; si hubieran divisado su cabello, su cintura, su modo de caminar; si tan solo hubieran visto los ojos negros y penetrantes que adornaban su rostro de niña y de mujer sensual, y sus piernas, y sus pies, y sus caderas, y su boca húmeda todo el tiempo; si la hubieran visto al menos una vez, la nariz, la piel morena, el olor… también habrían venido hasta aquí a pegar este papel, y habrían comprado, por desesperación, cianuro y un revólver.
Todo comenzó cuando trabajaba como mesero en un restaurante de la calle 35. Los clientes iban y venían, a veces felices, a veces tristes, pero siempre con un tono fuerte, muy parecido a un regaño de mamá. Acostumbrarme a eso no fue fácil: sentía que todos tenían una especie de complot contra mí, que me gritaban, que se aprovechaban de mi situación porque sabían que si me indignaba no podría volver a estudiar. Hombres y mujeres, niños y niñas, de estratos bajos o altos, todos, pero absolutamente todos, eran muy esquivos, muy serios; me daba la impresión de que gritaban por rutina, por naturaleza, como si la voz en esta ciudad incrementara su sonido a causa del ruido, de la congestión, de la señora que pelea porque el servicio de transporte no la dejó donde ella necesitaba, sino donde aquel quiso. Y traté de comprender que el ánimo de esta ciudad tal vez varía por el clima, tan normal a veces, tan frío a veces, tan caluroso. Pero me adapté. Yo seguía atendiéndolos de la mejor manera: que si un jugo, que si el arroz está muy duro, que si la ensalada está muy agria, que fue exceso de limón, de azúcar en el postre, de condimento en la carne. Todo al servicio, siempre con una sonrisa como queriendo darles ejemplo.
Hasta que un día Helena me sonrió. Llegó al restaurante con una falda de cuero y unos ojos de púas. Los tacones le daban un toque de sensualidad a su andar: las caderas se mecían al compás de sus pasos y sus senos se quedaban como a la espera de mis labios. Una sonrisa al fin en esta ciudad tan seria. La atendí. Ese día comió salmón con salsa de camarones: el tenedor iba, abajo, arriba, los labios, una gota de salsa resbaló por su mentón y la limpió con delicadeza haciendo uso de la servilleta. Olía a jazmín. Ese día quedó el olor impregnado en las ollas de la cocina, el sabor de los alimentos cambió, la clientela aumentó, y algunos niños pedían dos y hasta tres platos de sopa.
Por esos días llegaba a mi casa –bueno, a la pieza alquilada–, cerca de la Universidad Industrial de Santander, a pensar en ella. El estudio iba regular; siempre lo fue: ya no hay tiempo de arrepentirme de nada. Solo –les estaba diciendo– pensaba en ella, en su boca, en su pelo, en su olor, en su caminar de leoparda en celo. El caso es que la invité a comer cerca de allí. Helena con una sonrisa pícara aceptó mi invitación, ¡maldita sea!, la aceptó, me guiñó un ojo y se despidió con un hasta pronto.
Comimos cerca del parque Santander: según lo que alcanzó a contarme, trabajaba en el Banco Popular como contadora o algo así. No fue mucho lo que dijo, pero sí suficiente para darme cuenta de que su voz me arrullaba en el mar de la ilusión. Iba vestida con la misma falda, la del trabajo, y sus piernas parecían nacer de uno de sus hombros. Morenas, limpias, sin una cicatriz mal puesta.
Caminamos por el centro de la ciudad y la gente miraba al cielo. Los ancianos pidiendo limosna, y la gente en el cielo; los niños rogando un pan, y la gente en el cielo; los vendedores ambulantes huyendo de la policía, y la gente en el cielo; el transporte a 1650 pesos, y la gente en el cielo; gente espichada por la gente, y todos mudos. Esta ciudad me hace llorar de tristeza: me desespera. Y Helena ni se inmutaba, solo me miraba la espalda, me decía una que otra cosa obscena, y sonreía… Esa sonrisa coqueta del primer día. No hablamos de nada: antes de subirse al bus, me dio un beso en los labios y me desintegré emocionalmente, de inmediato, como si un rayo me hubiera caído en la nuca. Me desplomé. Si sus ojos tenían púas, sus labios tenían veneno.
Al otro día la vi más sensual, pero con manchas en las piernas. Eran como cráteres fosforescentes en medio de lunas azules. Siguió mirándome con deseo, y se burló de mí con picardía. Ese día amanecí bajo el techo de un almacén cerca de Sanandresito centro, pero no me importó: saludé con miedo a unos indigentes, y me fui para mi casa.
Ese beso fue un simulacro de muerte, y yo sé por qué lo digo: este maldito dolor estomacal que empieza a tranquilizarme me tiene sudando sangre. Pero ustedes habrían hecho lo mismo, estoy seguro: ante todo la tranquilidad, la paz interior, la huida. Ya en la tarde, cuando nos vimos, la noté un poco más delgada, tal vez estaba cansada; la falda parecía sobrarle, los ojos estaban más hundidos, la nariz se le había agrandado un poco y las caderas ya no se pronunciaban como antes. No importaba, esa mujer era y fue lo que siempre quise. Esa noche, después de comer, me besó tantas veces y con tal pasión que pensé morir ahogado por su lengua y su saliva. Ya no me partió el rayo, pero estaba feliz.
Mis estudios habían dejado de importarme; solo vivía para recordar a Helena. Mi tormenta se unía a la de ella para compartir la lluvia. Muy pocas veces me habló, pero en sus ojos, aparte de deseo, se notaba un dolor profundo por una causa que jamás supe y que ahora ni me importa. Les cuento que el dolor estomacal y normal en estos casos aumentó, pero antes de revolcarme y pegarme un tiro, quiero dejar constancia de lo que me sucedió con Helena, para que estén prevenidos: posiblemente les pase algún día o les esté pasando ahora sin darse cuenta.
Al otro día, no parecía Helena, sino una mujer de la calle. En Quebradaseca, uno se encuentra mujeres a cualquier hora del día con los dientes desgastados, con una botella de bóxer en la mano y con dos hijos halándole la falda roída por el tiempo y la suciedad. La falda de Helena estaba rota, su piel olía a basura, sus ojos habían desaparecido; sacó unas monedas, pagó el almuerzo y se despidió con la mano, como diciendo hasta nunca. En la noche la vi, y me pidió limosna. Corrí tan rápido y sin dirección que cuando me di cuenta estaba en medio de la Plaza Luis Carlos Galán, y Helena ya no era una sola, sino cinco primero, luego doce, luego treinta, luego una multitud que me pedía un pan, una moneda, un beso. Pensé huir, pero Helena estaba en todas partes… Muchas Helenas, sucias, con olor a basura.
Si ustedes la hubieran visto, tan solo un momento: sus caderas, sus ojos, sus labios, su boca, su olor… también habrían pegado con sangre este papel en la puerta de la alcaldía.

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