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lunes, 28 de julio de 2014

Un amor escolar (cuento publicado en Vanguardia Liberal)

Un amor escolar
Jhon Monsalve
Cuento publicado en Vanguardia Liberal el 27 de julio de 2014
Imagen tomada de Poemas Ilustrados.
De pie, soportando como siempre el sol de la mañana, se disponían a rezar el padre nuestro con los ojos cerrados para vencer las distracciones del amor, y no, como de costumbre, para concentrarse en la conversación con Dios. Apenas con siete años, y el amor ya los golpeaba, como si quisiera mostrar su martirio antes de tiempo. Miguel soñaba con ella todas las tardes, mientras se mecía en aquella vieja silla de mimbre, y en las noches, ya dormido, las imágenes del primer beso y de la primera caricia se asomaban por la ventana de aquel estado de trance que se convertía en la jaula placentera de la ensoñación. Sueños despiertos, sueños dormidos, sueños reales, al fin y al cabo.
El segundo grado de primaria era más que suficiente para escribir, como pensaba hacerlo, una carta de amor para Sol Ángel. Los sueños se habían vuelto recurrentes y la almohada había pasado a ser, desde hacía unos días, el simulacro del rostro de ella. Otra vez el padre nuestro y el avemaría, otra vez los ojos cerrados escapando a la distracción inútil, pues la mente, en esa oscuridad, pintaba de luz a Sol Ángel, que bajaba la cabeza y parecía repetir con más ímpetu que el resto de sus compañeros aquellos rezos obligados (para un niño tal vez todo se presente así) que calmaban o simulaban hacerlo, en todas las viviendas, el hambre, la sed y la miseria.
El niño tomó un lápiz y un papel, en una de aquellas tardes en que se mecía en la silla de mimbre, y sin pensarlo más decidió escribirle una carta a la mujer que consideraba, desde ya, desde la inocencia de un niño cualquiera, su futura y única esposa.
Sol Angel
Desde que yegaste a la escuela no e dejado de pensarte ni unminuto del dia por eso quiero que seas mi esposa
Te amo
Miguel
Todas las mañanas, antes de iniciadas la sesiones académicas, en la escuela rural de aquella vereda, mustia y pobre, los profesores dirigían a los niños en la simple y vaga tarea de hacer rezos al cielo, más por rutina que por fe. Él no dejaba de pensar en ella en esos segundos de diálogo místico. Llegó incluso a dudar del amor que le profesaba al Todopoderoso, pues, al parecer, últimamente pensaba más en ella que en su madre. Dios, sin darse cuenta, pasaba a ser amado en lo postrero, y se rompía inminentemente el pacto que él hacía todas las mañanas y todos los domingos en misa de amar a Dios sobre todas las cosas. Amaba más a Sol Ángel, sin duda; incluso más que a su madre, pensaba…
Cuando la niña recibió la carta aquella mañana, se sonrojó y le plantó a Miguel un beso en la mejilla izquierda. Ninguno de los dos pudo concentrarse en las clases, y trataban de mirarse lo más que podían, con el mayor disimulo posible, para que nadie se enterara del secreto. Sol Ángel pensó en comprar labial rojo, como su madre, y tacones para el siguiente día. Miguel le pediría dinero a su padre para comprar caramelos. Como siempre, entre la escasez y la miseria, el amor soñaba y empacaba ilusiones en sacos rotos.
Al otro día, ni los caramelos, ni el labial, ni los tacones fueron testigos del encuentro clandestino de los niños. Ocurrió sin previo aviso, sin ponerse de acuerdo, sin mirarse siquiera. Las trampas del amor dibujan los momentos más felices antes de bajar la guillotina. Los dos, solos, en un baño, uno cualquiera (no había distinción entre niños y niñas), se hallaron frente a frente, por primera vez tan cerca, desde ayer, cuando Miguel le entregó la carta. Se miraron a los ojos, se dijeron que se amaban, y antes de que la pena y el miedo a nuevas cosas los volviera seres arrepentidos de sus actos, ella tomó la iniciativa de ponerle un beso otra vez en la mejilla izquierda, mientras una imagen de labios rojos y tacones altos se fijaba, obsesivamente, en su pensamiento. Niños iban y venían; unos se hacían los ciegos, otros murmuraban o reían, y de boca en boca, y más rápido de lo que imaginaron, sintieron el peso de las miradas, de los murmullos, de las críticas adultas.
Al otro día, los docentes y los padres de familia de todos los estudiantes de la escuela (incluidos los de Miguel y Sol Ángel) elevaron una plegaria al cielo para que volviera la inocencia y la sensatez en estos niños, que no habían ido a clase porque un castigo, entre tantos, consistía en la suspensión momentánea de sus actividades académicas, bajo el argumento de haber violado las normas de infancia y de moral de la institución, ignoradas por todos, incluso por el amor.
Les prohibieron el contacto, las miradas, los besos. Hicieron lo posible por separarlos de salón y de ocuparlos en actividades distintas en horas de descanso. Cuando volvieron, se buscaban a lo lejos, se ilusionaban con el rencuentro, se morían de impaciencia. El amor tomaba forma de pecado en las oraciones matutinas. Ella en una fila distinta, bien lejana, a la de Miguel. Por eso no veía cómo escarbaba él, apresuradamente, entre sus bolsillos, las monedas, escasas, que calmarían parte de las ilusiones de tardes enteras en la silla de mimbre y de noches en vela con los mismos sueños: las caricias, los ojos, los nervios y el primer beso. Entonces, de un momento a otro, justo cuando todos rezaban lo de siempre, caminó despacio y con cuidado entre sus amigos, buscó a Sol Ángel, primero con paciencia, luego impaciente, los rezos pronto se acabarían, sintió unas manos en la cintura, un respiro en su oreja izquierda y un tierno beso en la mejilla.

Cuando llegó el amén, cada uno estaba en su puesto, con una sonrisa y un leve rubor en el rostro. Un papel en el puño cerrado de Miguel esperaba ser abierto. El único que leyó el contenido del mensaje fue el profesor de Religión, que simuló todo el tiempo tener los ojos cerrados mientras dirigía la oración. Horas después, el rubor de Miguel se convirtió en llanto, y Sol Ángel se quedó esperándolo en el baño, luego del descanso, con un sí, con unos tacones de mujer adulta y con un labial rojo, mal puesto en los labios.

sábado, 19 de julio de 2014

¿Matar por el bien común?

¿Matar por el bien común?
Jhon  Monsalve 
Imagen tomada de internet
Hay algo que, como humanos, nos caracteriza y nos une: el deseo constante de matar al otro. Este rasgo debe comprenderse no solo literalmente, pues el prójimo puede quedar sin vida tras actos que, sicológicamente, atenten contra él. La vida se le va, entonces, si deja de respirar o si deja de soñar, de reír, de gritar. Este sentimiento se somatiza en las acciones habituales del hombre: noticias que hablan de intolerancia, caos político, desórdenes sociales, autodefensas, estudiantes rebelados, pandillas peleando un terreno y creando guerras internas, familiares, sin sentido. De este modo empezaron los conflictos en Colombia, aquellas guerras que llegan hasta hoy y se discuten entre discursos, a veces insulsos, a veces llenos de ideas vagas o de sueños utópicos. Un bando, al parecer con razón, se defiende de las acusaciones del otro, acusándolo por lo mismo: ambos han dedicado su vida a la búsqueda de lo que cada uno de ellos supone que es pertinente para el bien común, y los dos, tras este fin, tomaron, en su debido momento, la decisión de matar.
Este acto nace con la sociedad y se hereda de generación en generación. Si venimos, como dicen, de Adán y de Eva, somos, entonces, hijos de Caín y Abel, y más del primero porque quedó vivo. Así, sin darnos cuenta, nos matamos entre hermanos. Bastaría con recordar aquel ensayo de Amin Maalouf en el que describe las matanzas que, por intolerancia y manías, se han fraguado entre musulmanes y cristianos desde tiempos ya inmemorables. Las identidades asesinas de las que habla este autor no son muy lejanas de los holocaustos judíos de la Segunda Guerra Mundial. En estos casos, se adora prácticamente al mismo dios, pero se matan por interpretaciones divinas y proféticas, por reglas que varían como varían las lenguas: por situación geográfica o cultural. Hermanos, hijos del mismo dios, muertos como Polinices y Eteocles.
El meollo del asunto parece radicar en otro rasgo identitario de los que habitamos este país de mares, de oro y de sangre: la individualidad, herencia española del Renacimiento, cuando el hombre dejó de centrar su atención en las divinidades para enfocarse en sí mismo, en su ego, en su yo, único, solo, poderoso. Este hecho de pensar solo en sí mismos ha llevado a los colombianos a crear partidos políticos por doquier, con la excusa de crear nuevas alternativas sociales, y sin darse cuenta, los intereses propios terminan colándose entre el deseo no de proponer, sino de subordinar al resto. Siempre todos, por lo visto, quieren ser los primeros y tener la razón, y el sentido de comunidad, que propone y discute Roberto Esposito, termina, en nuestro país, siendo fiel a la propuesta hobbesiana: “Lo que los hombres tienen en común—que los hace semejantes más que cualquier otra propiedad— es el hecho de que cualquiera puede dar muerte a cualquiera”.
Así las cosas, la individualidad termina siendo la causa del sentir y del actuar humano de matar al otro. Cuando el individuo de hoy se desliga de su entorno social para pensar solo en sí mismo, el eterno retorno del estoicismo toma forma a partir de una nueva sociedad que se prepara para todo tipo de competencia, excepto para plantearse, en algún momento, sin intereses propios, una verdadera propuesta de paz, cuyo fin común no sea otro que el de hacer vivir al prójimo, aun cuando se supone que respira.

martes, 1 de julio de 2014

"Basura", de Héctor Abad Faciolince: más allá de los escritos de Davanzati

Basura, de Héctor Abad Faciolince: 
más allá de los escritos de Davanzati
Jhon Monsalve
Imagen tomada de la web
En el año 2000, el escritor colombiano Héctor Abad Faciolince gana el primer Premio Casa de América de Narrativa Innovadora con la novela Basura. En ella presenta la historia de un periodista que, luego de ir a buscar al basurero del edificio un periódico para tomar algún apunte que le faltaba, halla algunas páginas escritas por Davanzati, un escritor fracasado de los años setenta, que llegó a publicar un par de novelas sin ningún éxito editorial. El periodista recopila los textos que halla en la basura y trata, en ocasiones, de armar hilos coherentes que formen textos completos.
Davanzati escribe para sí mismo y, al parecer, para evitar que sus textos lleguen a otras manos, decide botarlos por la chute del edificio donde vive. Antaño, cuando vio su fracaso, decidió dejar de escribir para los otros. Es más, la escritura lo llevó al divorcio, pues el tiempo que debió haberle dedicado a su familia, se lo dedicaba al oficio, en su caso inerte, de escribir. Su mujer, tal cual como lo narró en uno de sus cuentos de basura, lo dejó por un músico. La hija se radicó en España y su madre, Rebeca, decidió acompañarla después de que su violinista muriera en pleno concierto de sinfónica. Lo curioso de los papeles que halla el periodista es que supondrían la divulgación literaria de la vida del Davanzati, como si por medio de su escritura pudiera reconocerse su propio yo. Lo que hacía el periodista, en últimas, era, más que ir tras la calidad literaria, perseguir la vida de aquel escritor con el cual, de cierta manera, llegó a identificarse. El poeta catalán Xoán Abeleira lo explicaría de la siguiente manera: “Quién más, quién menos, todos a lo largo de nuestra vida, pero especialmente en la adolescencia, damos con ciertas obras, ciertos artistas que, sin saber jamás por qué, nos deslumbran”. El periodista no es adolescente, pero permanece deslumbrado por la escritura de su vecino.
El caso es que el periodista se obsesiona hasta tal punto que decide, en los momentos en que desaparece el escritor, ir hasta Bogotá a buscar alguna huella o entrar a la casa de su vecino de manera ilegal para buscar más documentos que puedan hablar sobre él. Davanzati, como hemos visto, escribía sobre sus propias experiencias, poniéndolas como base en los textos que, en algún momento, pudieron ser interpretados como confesiones reales de su vida. La página literaria Lengua de Trapo afirma al respecto:Esta novela analiza las relaciones entre escritura y lectura desde un ángulo de gran originalidad, vinculando la literatura a lo excrementicio en un juego literario en el que las palabras se revelan como residuos sin valor de una vida no vivida, «sobrados de un mediocre banquete», tal y como nos dice la propia novela. De este modo, Abad Faciolince enfoca las relaciones entre literatura y vida, uno de los temas omnipresentes en la tradición literaria (…)”.  El periodista visitó, a partir de estas relaciones, a los amigos que nombraba en sus escritos, hizo contacto con ellos con el único fin de conocerlo más, de entenderlo más. Incluso llegó a afirmar que lo quería.
Pero más allá de la vida del escritor desconocido se esconde la verdad de la ciudad que acorrala con sus muertos. Medellín es la ciudad que acoge a Davanzati durante gran parte de su vida, allí crece, si se tienen en cuenta sus textos como confesiones. Allí vive los últimos días, antes de que su mujer, su hija y su nieta lo visiten más en busca de dinero que de compasión. Medellín se torna el mal lugar con el que puede compararse el mundo entero: “En Medellín no me encerraba con nadie, claro está, ni en hoteles ni en casas ni en moteles; en Medellín te atracan si sales o te encierras. (…) Ningún aroma me esperaba ni me despedía en Medellín, como no fuera el aroma de la muerte. (…) En Medellín no conversaba con nadie, por supuesto, ni real ni inventado; en Medellín te matan si conversas”.

Y más allá todavía, encuentro una suerte de metanovela, que la hace única. Esto me recuerda dos novelas: El desorden de tu nombre, la del escritor español Juan José Millás, y La cárcel, del santandereano Jesús Zárate Moreno. En la primera, la vida de Julio Orgaz parece ser la misma del personaje de sus cuentos y sus novelas; en la narración del narrador colombiano, la vida de los presos hace la novela. Estas narraciones son novelas que se explican a sí mismas, y por ende se comprende el proceso de su escritura y se asocia la realidad con la ficción. Así, mediante el mismo proceso, el periodista busca comprender la vida de Davanzati por medio de sus aforismos, de sus novelas.  Y lo logra e inmiscuye al lector en esto. Estas son las horas y todavía estoy con la misma congoja que al final relata el periodista narrador. Yo también decido lo de él, siguiendo al escritor: “Lo mejor es fingir siempre, como Davanzati, una serena indiferencia, un sosiego impasible, y que por dentro hiervan y estallen todas las conmociones, secas y en silencio”. Yo, como siempre, finjo escribiendo.