Hacia
una nueva esperanza de futuro para la juventud bumanguesa
Jhon Monsalve
Texto publicado en el libro "Ciudad de historias y arreboles: Bucaramanga 400 años", editado por la Universidad Industrial de Santander
Nací,
crecí y estudié mi primaria y bachillerato en una zona de la Ciudad Bonita que
no hace mucho honor al adjetivo en itálica desde su configuración estructural
urbana, según la valoración estética de los acérrimos citadinos. Eso sí: me rodeé
de buenos seres humanos, hasta el punto de que, para mis adentros, Bucaramanga
es más Ciudad Bonita por su gente que por sus espacios. Muchos de ellos fueron
mis amigos de infancia, que no pasaron de quinto de primaria porque les llegaba
la edad de trabajar, o porque tenían que cuidar de sus hermanos menores
mientras sus padres cumplían con sus labores, o porque el colegio público más
cercano quedaba a decenas de kilómetros y no tenían para el transporte. Otros
tantos fueron mis amigos de bachillerato, varios de los cuales no siguieron sus
estudios universitarios porque en sus casas priorizaba el hambre, las
necesidades de todo tipo o los problemas familiares, o porque se rindieron ante
la dificultad de ganarles un cupo en la universidad pública a quienes tuvieron,
por diversas razones —siempre atadas a lo económico—, una mejor formación básica
y media.
Aunque
desconozco el presente de todos ellos, sí sé de algunos que han muerto
asesinados, de otros que están en la cárcel o en la indigencia, de aquellos que
trabajan de sol a sol por menos del salario mínimo, de quienes tienen varios
hijos y, por ende, las necesidades aumentaron y de los que han intentado con
poco éxito laborar y estudiar al tiempo. Estas parecen consecuencias de una
ciudad que, social y políticamente, ha olvidado a sus jóvenes y ha consolidado
un injusto círculo vicioso de generación en generación. Actualmente, como
maestro de jóvenes colegiales y universitarios de instituciones públicas, me
doy cuenta de que la situación sigue siendo la misma, los problemas se
reiteran, las consecuencias suelen ser similares, y tristemente las soluciones
se desdibujan ante la desesperanza de la juventud.
Así
las cosas, es habitual escuchar en las aulas de secundaria, mediante diálogos
con los jóvenes, que sus mayores sueños se reducen a la compra de un vehículo,
a la búsqueda de un amor de chequera o a la perpetuación del puesto ambulante
de alguno de sus familiares. El problema radica en las razones que los llevan a
soñar de manera tan limitada y a eliminar de sus discursos las palabras Educación
o Universidad. Por su parte, los jóvenes universitarios que viven en
estos contextos tratan de sobrevivir la carrera profesional con los beneficios ganados
por su estratificación social o por su desempeño académico, pero no pueden
desvanecer las dificultades económicas siempre presentes en casa o el fantasma
del desempleo de los compañeros ya graduados.
De
lo anterior ha derivado un sentido de desesperanza en la juventud bumanguesa,
que puede seguir detonando en manifestaciones sociales. De cierta forma, la
violencia simbólica del olvido estatal hacia los jóvenes ha producido, en los
últimos años, un estallido social fuerte, protagonizado por las nuevas
generaciones que recuerdan un pasado con necesidades y, a su vez, esperan —o
desesperan— en un sin-futuro.
Ante
tal panorama, la juventud bumanguesa requiere de oportunidades educativas y
laborales dignas, así, en ese orden: primero, es importante que los jóvenes estudien,
enfocando su total atención en ese proceso y sin obstáculos económicos de ningún
tipo; en segunda instancia, cuando hayan culminado la universidad, los recién
graduados deben contar con la seguridad de un trabajo digno, relacionado con su
profesión y que les permita seguir construyéndose como seres humanos y
profesionales.
Para
devolver la esperanza a la juventud bumanguesa y, con ello, la confianza de un
futuro ideal, urge invertir en educación mínimamente desde tres aspectos. En
primer lugar, la cobertura: además de aumentar el número de colegios, es
necesario que se construyan nuevas universidades o sedes de instituciones ya
existentes para aquellos jóvenes de bajos recursos que no acceden a la educación
superior, porque no superan los puntajes de las Pruebas Saber, fácilmente
alcanzados por jóvenes de mejor estratificación social; en pocas palabras, la
educación superior debería ser un derecho para todos y no el privilegio de
quien obtenga mejor calificación en una prueba nacional. En segundo lugar, la
gratuidad y el apoyo financiero constante: luego de facilitar el ingreso a
la universidad por medio de la cobertura, es importante asegurar los más bajos
niveles de deserción; esto conlleva invertir en matrícula cero y en becas
completas para manutención, vivienda y recursos educativos dignos. En tercer
lugar, la calidad en la educación: no basta con abrir más instituciones
o asegurar los bajos índices de deserción; es fundamental que las universidades
cuenten con recursos, con espacios y con personal idóneo para el desarrollo
adecuado de los procesos de aprendizaje. Un presente que se dibuje con los
colores de este párrafo llena de esperanza el futuro de muchos jóvenes
destinados a perpetuar la desigualdad social característica de nuestra región.
Una
acción complementaria para devolver la esperanza a la juventud bumanguesa
consiste en el derecho y aseguramiento del trabajo digno: sueldos justos,
posibilidad de ascensos, contratos indefinidos, prestaciones sociales, salud
para toda la familia, etc. De este modo, se difuminarían los sueños juveniles
de irse de la ciudad a buscar vida en otras regiones o países; se desvanecería la
idea de que muchos profesionales terminan trabajando en servicios de transporte
o, incluso, en ventas ambulantes; se reconstruiría, entonces, la esperanza en
el futuro no solo de los jóvenes, sino también de sus familias.
Si el futuro que vemos ahora como utopía hubiera sido mi presente de niño o de joven, posiblemente, muchos de mis amigos de antaño estarían vivos, varios no habrían conocido las cárceles ni las calles, otros no habrían convivido tanto tiempo con el hambre. Si ese futuro utópico hubiera sido mi presente de niño o de joven, mis compañeros habrían ido a la universidad —o, al menos, habrían tenido la oportunidad de matricularse—, disfrutarían hoy de un trabajo digno y verían el futuro con ojos de esperanza. Entre tantas circunstancias, me doy cuenta de que fui una excepción, un golpe de suerte, más que un ejemplo de superación que romantiza la desigualdad social. De ahora en adelante —a razón del cumpleaños 400 de Bucaramanga—, podríamos regalarnos el cumplimiento de la utopía. Como veo las cosas, en caso de que el Estado no tenga en cuenta a los jóvenes bumangueses, ellos mismos, por sus propios medios, lograrán lo que mi generación no pudo: educación y trabajo digno.
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