Tres cuentos en la caneca
Jhon Monsalve
Imagen tomada de internet.
Dicen
que escribo cuentos porque me han publicado uno que otro en Vanguardia Liberal,
porque he tenido la oportunidad de leerlos en públicos que sobrepasan las
quinientas personas, porque he recibido ―como todo el que escribe― comentarios
malos de mis lectores. No me creo cuentista. Imagino mucho, escribo
aparentemente con buena redacción y ortografía, me siento y fluyen las ideas
como si un ser extraño ―de esos que Mario Mendoza exaltó en su último libro
sobre casos paranormales― se apoderara de mí y escribiera por mí. No sé, pero
no me siento cuentista. Debo confesar que, en la ingenuidad de mi adolescencia,
cuando leía a Fernando Vallejo, al Marqués de Sade y a Charles Bukowski, soñaba
con ser escritor de cuentos y novelas. De poemas no, porque siempre me ha
costado decir las cosas en pocas palabras. Si yo fuera poeta, sería como
Garcilaso de la Vega o, mejor, como Quevedo: haría poemas que muestren el marco
axiológico de nuestra cultura y de nuestro tiempo, para que con los años
lluevan las críticas de mi supuesta misoginia y de mi inconformidad con uno que
otro conocido. En fin, si yo fuera poeta, escribiría sonetos, como los de
Góngora o Sor Juana Inés De La Cruz, para tener presente, cada vez que se
recitara (la estructura y la rima lo permitirían, claro está), que hoy soy lo
que sea que soy y mañana seré polvo y nada. El caso es que no soy poeta ni
cuentista, y de esto último me di cuenta después de tres intentos fallidos de
cuentos que terminaron en la caneca. Contaré, grosso modo, de qué trataban y me darán la razón.
El
primero de ellos, escrito en el año 2009, llevaba por nombre Las cosas que un policía calla para no matar.
Por esos días, leía fielmente a Agatha Christie y me propuse imaginar una
historia de placer y venganza (como se
diría en un canal que veo en ocasiones). La trama se desarrollaba en una ciudad
anónima donde había un río que, cada cuatro meses, durante el último año, había
arrastrado el cuerpo demacrado de hombres que se llamaban de la misma manera:
Raúl Meza. Las razones de por qué se llamaban así y no de otro modo las
desconozco (cosas de un mal cuentista); lo cierto es que un detective, con
problemas matrimoniales, decide investigar el caso para evitar ser despedido de
su puesto. Un día acepta, por estrategia de pareja, la invitación de su mujer a
la fiesta de un matrimonio. En la mansión de los recién casados descubre una
fotografía de una mujer con unos rasgos particulares
y se entera, para su sorpresa, de que el nombre del marido es Raúl Meza.
Une cabos y presupone que la asesina es la novia y que, dentro de un par de
días, como máximo, matará a su esposo. Una noche entra sin permiso a la casa de
los recién casados con el ánimo de corroborar sus sospechas, y la señora de la
casa, la misma esposa y mujer de la fotografía, le pega un tiro en la cabeza. Ya
no recuerdo muy bien el asunto. El caso es que un detective novato, amigo del
anterior, se encarga de la cuestión y soluciona el enigma: aquella mujer sí era
la asesina, y con pruebas de video, argumenta las razones que la llevaron a
cometer tales actos. Ella no toleraba que los esposos no tuvieran el mismo
rasgo que la caracterizaba: el hermafrodismo. Venía una que otra reflexión
final del nuevo detective y el cuento se acababa por fin, para ser arrojado a
la caneca de la basura.
Otro
cuento que fue un fracaso y me convenció de que no era un cuentista llevó por
título El paso del tiempo. Se
contextualizaba en un barrio de una ciudad cualquiera, donde un tendero prestó
a un anciano cien pesos para completar para el pasaje de un bus o algo así. El
mismo tendero, en horas de la tarde, hizo lo mismo con un joven estudiante.
Pasaron los días y el muchacho pasaba por la tienda con bolsas de pan y leche
que había comprado en el puesto de mercado de otro señor. El cuento se acababa
justo en ese momento, y dejaba a la imaginación del lector las actuaciones del
viejo vecino que no volvió a aparecer en la narración. Recuerdo que, por esos
días, en el mes de octubre del año 2010, había escrito otro cuento corto que,
según mis compañeros del momento, tenía algo de especial, y en honor a tal
cumplido lo posteé como la primera entrada de un blog que hoy ya cuenta con más
de un millón de visitas (claro: cuatro años no llegan solos; imposible que en
cuatro años, y en nuestros tiempos, la gente no haya entrado a ver al menos las
imágenes). Hoy lo leo y siento pena de mis cualidades como cuentista y estoy
seguro de que los que loaron mi incipiente escritura se apenan por lo mismo. El
cuento decía así: «Carmenza soltó su pluma y arrugó la hoja; no podía creer que
no fuera capaz de escribir… “¡Pero si la gente lo hace tan fácilmente!”. Golpeó
la mesa con su mano izquierda, y con la derecha se bofeteó. No era masoquismo;
simplemente, quería recordarse a sí misma que nació en los años machistas,
cuando solo los hombres podían ir a la escuela».
Y
otro cuento, del estilo del primer fracaso, se titulaba El crimen perfecto. Trataba de un hombre que ocupó varios años de
su vida pensando en la manera de asesinar a una de sus amantes que, años atrás,
le había advertido que volvería para contarle cada detalle a la esposa. El plan
parecía perfecto: se dejaría citar por su examante, se acostaría con ella (en
este punto el narrador intentaba hacer una imitación burda del capítulo 68 de Rayuela), amanecería en un hotel
cualquiera, sacaría el revólver que compró apenas algunos días en un mercado de
paso y amenazaría a la examante para que atara un lazo en el techo, pusiera una
silla debajo y se ahorcara, como la idea surgiera de su propia voluntad. El
hombre bajaría luego a la recepción del hotel, pagaría la cuota respectiva e
informaría que la chica se había quedado duchándose, como es normal en estos
casos. Luego, junto al cuento, desapareció para siempre.
Como
ven, no soy cuentista; no puedo serlo. El hecho de no terminar con éxito tres
historias tan básicas y simples como estas me hace pensar en que el tiempo
perdido en la escritura literaria se va para siempre, sin dejar más que la
frustración. Son, como se evidencia, simples intentos de un fracasado y
frustrado antes de tiempo. Pero, al menos, eso sí, yo lo acepto. No hablo más.
Siempre que escribo pierdo a un amigo.
no te digas no puedo, si te agrada la escritura, tu continua, intenta dialogar con tus amigos perdidos, para que te entiendan y comprendan, si paras en este momento, no tendras esperanza mañana, si no lo crees bueno, comenta con tus familiares y amigos que les parece, hay veces que uno se pone limites, ussa tu imaginacion y lo lograras, puedes ser cuentista, solo si te lo propones de verdad, con cinceridad, un seguidor
ResponderEliminarpd: me agrado la lectura delasesinato en el hotel :)
Buenos días, profesor Jhon Monsalve, actualmente trabajo en un libro para jóvenes de bachillerato y quisiera incluir su cuento corto, el de Camermenza, en este texto; ¿me daría usted el permiso para hacerlo? Cabe decir que este material en el que trabajo será reproducido.
ResponderEliminarClaro que sí. Tiene mi autorización, siempre y cuando haga la referencia correspondiente al autor. Saludos cordiales.
EliminarMuchas gracias, profesor Jhon.
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