¿Duénde se esconderán los duendes?
Jhon Monsalve
Artículo publicado en la Revista Coito.
No
creo en brujas. Dejo claro ese punto, y cuando lo niego no estoy afirmando que
ellas existen, como lo suponen cada vez que digo que soy ateo (ser ateo va más
allá de creer o no en dios; es una práctica, es un amar al otro, es una
comprensión constante, es un actuar que marca diferencia en el mundo). Pero,
maldita sea, creo que creo en duendes. Y esto sí lo pongo en duda. Pero voy a
exponer las razones que me llevan a sacar semejante conclusión. Y ruego que, si
alguien tiene una explicación razonable en torno a lo que voy a escribir, me lo
haga saber para borrarme estas ideas de la cabeza y volver a ser el de antes.
La
primera vez que se me desvió la razón fue en el mes de abril del año 2006.
Justo un año antes, sentado en un viejo mueble de mi casa, perdí mi billetera
con todos los papeles. Sí: dentro de mi propia casa, donde solo vivíamos mi
papá, mi mamá y yo se me perdió la cartera, así, de un momento a otro, como si
alguien la hubiera tomado prestada para asustarse o asquearse con mis
fotografías de adolescente venoso, grasoso, barroso. Pero no. Nadie, nada, se
esfumó la puta cartera frente a mis ojos: se cayó, no la recogí por pereza,
luego había mucho tiempo, todo el del mundo… cuando uno está joven lo que le
sobra es tiempo. Al otro día hubo oficio en la casa en pro de mi cartera, en
pro de ahorrarme unos pesos en las tareas que demanda la pérdida de algún
documento. Bueno, en fin, qué carajos, se perdió la cartera, y como tenía
tiempo pero también pereza dejé que los días pasaran y ni siquiera puse el
denuncio correspondiente. En la adolescencia el tiempo sobra para las chicas,
para las fantasías, para los momentos a solas, a solas, a solas, nunca llegan
las chicas… siempre miran a otros: a los más fuertes, a los más grandes, a los
de mayor poder, a los del arete, a los pirobos más pirobos del barrio, y nunca
se fijan en uno, ala, mierda… en la adolescencia el tiempo sobra para llorar,
para temer, para descubrir los primeros fracasos. ¡Ja!, dizque yo había botado
la cartera en el colegio o en la calle, que dizque mis amigos me la habían
robado, que dizque la había guardado en mi caja secreta (la de todo
adolescente) y que no me acordaba, que dizque nunca tuve billetera, que dizque
ni papeles tenía… Les tapé la boca a todos el día en que, justo un año después
de la pérdida, la cartera apareció ahí, en el piso, junto al mueble, como por
arte de magia, como si alguien la hubiera puesto para que yo recuperara la
tranquilidad que nunca perdí… Lo que a uno le sobra en la adolescencia es la
tranquilidad. Donde se perdió, donde recuerdo haberla oído y sentido caer,
apareció de un momento a otro, así no más, como por arte de duendes.
Luego
conté el cuento y nadie lo creyó… Mi mamá y yo seremos testigos para siempre de
semejante suceso. Duendes, duendes… Y lo duendes los protagonistas. El otro
suceso es más reciente. Cursaba el décimo semestre de mi carrera universitaria
y leía algunos libros sobre educación para mi proyecto de grado. La biblioteca
de la universidad me había prestado dos libros, de los cuales uno de ellos no
se encuentra ni en la casa del autor. Y yo, de distraído, dizque los boté,
dizque los perdí, dizque los vendí para comprar cervezas. ¡Ja!, de nuevo los
malditos duendes me escondieron los libros, lo sé, fueron ellos, o bueno, al
menos eso creo, aunque me digan loco, estúpido, marica, chiflado, infantil… en
la niñez el tiempo sobra para sufrir. Un puto año después, como si los duendes
tuvieran noción del tiempo y de su cronometrización aparecieron los libros que
perdí y por los cuales pagué cerca de 180000 pesos. Mierda. No hallaron otro
lugar para esconderlos que mi propio bolso, donde los busqué una y otra vez,
donde escarbé hasta el cansancio, donde debieron estar y estuvieron siempre… Un
año después, como decía, cuando iba a lavar el bolso (de lo cochino hablamos
luego) sacudí fuerte, más fuerte y luego más fuerte porque algo me pesaba de
más, y cayeron los libritos, intactos, completos, limpios… Se metieron, o los
metieron, en un hueco que iba directo al culo del bolso, donde jamás ponía las
manos… En la adolescencia uno aprende a mirar y no comer… ay, ay, ay, duendes,
duendes… duénde se esconderán los duendes.
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