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sábado, 26 de octubre de 2013

El día de la Biblia: Halloween vs. El cristianismo bumangués

El día de la Biblia: Halloween vs. El cristianismo bumangués
Jhon Monsalve
Imagen tomada de internet
El 26 de octubre de 2013, en el norte de la ciudad, más específicamente, en el Barrio Kéneddy, se llevó a cabo una marcha en conmemoración del día de la Biblia. Hicieron un pequeño tapón, que no superó los cinco minutos de espera; la gente parecía comprensiva, nada similar a cuando los estudiantes de la UIS marchan en defensa del bien popular: nada de papas bomba, ni de malas palabras, ni de grandes multitudes; solo carteles, una pequeña banda, un ruido suave y camisetas sudadas y blancas. Buses repletos de mujeres, de ancianos, de seguidores de Cristo. Uno de los buses de Transcolombia que estaba esperando a que la pequeña multitud pasara quedó frente a uno mucho más grande, en el que se transportaban varias señoras con Biblia en mano que sacaban la cabeza para predicar, mientras tanto, su evangelio, su biblia, sus aprendizajes personales de interpretaciones personales de un pastor cualquiera. Mujeres que dicen seguir a Cristo porque importunan a la gente sin respetar las creencias de cada quien, solo porque sienten la potestad de que su religión es la única y verdadera. Si bien es cierto que Jesús, antes de su ascensión, dejó como tarea la de predicar el evangelio, también lo es que esta acción no representa en nada la complejidad ética y moral que caracterizaba a Jesucristo (si es que existió): un hombre que siempre pensó en los demás y que nunca le deseó el mal a nadie. Apuesto lo que quieran a que al menos el 80% de los que marchaban y viajaban en bus con fines cristianos desean hoy, como nunca, que Francisco Santos sea el próximo presidente de Colombia, y si no es él, entonces, Zuluaga o cualquier uribista que manche de sangre y de guerra este país carente de paz.
Bueno, en fin, el caso es que cuadran todo para que el mes de la Biblia concuerde con el de las brujitas. Es más, según un periódico virtual cristiano, en el año 2009 en Bucaramanga, los concejales decretaron como día de la Biblia el 31 de octubre, bajo un argumento insulso: “Por iniciativa del diputado Carlos Alberto Morales y aprobación de la plenaria, se establecerá el 31 de octubre como la fecha en la que los santandereanos celebrarán el Día de la Biblia. Según sus argumentos, la iniciativa busca ‘renovar valores, rescatando principios éticos y morales necesarios en la construcción de nuestra sociedad’, acotó Morales”. ¿Y es que acaso los valores y los principios éticos los brinda la religión? Recordemos las Cruzadas y la Inquisición: acciones cristianas llenas de una profunda ética, basada en el crimen, en la intolerancia y el irrespeto. Veamos la educación colombiana: católica, evangélica y uribista. No podemos negar que más que rescatar valores lo que se quiere es cristianizar el Halloween que, para muchos, es pagano y diabólico. ¿Y es que acaso ya no se cristianizó al denominarlo Día de los niños y no de las brujas? ¿O no es un acto cristiano el hecho de que se celebre en la víspera de Todos los Santos? Eso ya lo saben, pero no les basta, porque se han dado cuenta de que la religión no aporta en nada a la ética y a la moral ciudadanas y quieren convencerse estúpidamente de que lo contrario.
¿Y por qué octubre? Pensemos: Colombia celebra el mes de la Biblia en octubre, cuando en realidad, por convención latinoamericana, es en septiembre. Los católicos lo celebran en Argentina, Chile, Perú, Venezuela, Nicaragua y República Dominicana  en conmemoración del día de San Jerónimo (30 de septiembre de 420), el que tradujo la Biblia del griego al latín. Los evangélicos, por su parte, y en los mismos países, también celebran tal acto, pero, a diferencia de los católicos, en rememoración de la primera traducción de este libro sagrado al español en septiembre de 1569: la Biblia del Oso, que luego sería llamada Reina Valera. Entonces, ¿por qué razón en Colombia y, en especial, en Bucaramanga, se celebra en octubre? Porque queremos ser santos: tapar con una mano el daño que hizo la otra. Halloween es la causa. ¿Los católicos tendrán velas en este entierro bumangués? Parece que no, porque los que marchaban fastidiaban mucho, jodían, cansaban, y los católicos actúan así solo en Semana Santa. Pero, en todo caso, no sé: Todo existe en la viña del Señor. Llegará el día en que me cuele en una de esas marchas para preguntarles si al menos han leído la mitad de la Biblia. Lo más seguro es que no; de lo contrario, ni siquiera marcharían: se darían cuenta de que Dios no es tan bueno como lo pintan, de que Jehová es el dios de Israel y no de Colombia, de las injusticias divinas, de las amenazas de una doctrina que dizque predica amor… de lo mal que han imitado a Jesús… de que hay muchos ateos que, sin quererlo, lo siguen más, porque piensan éticamente.
Solo falta que el 31 de octubre de este año (que cae entresemana; por eso, marcharon con anticipación), veamos a gente disfrazada de Biblia. No sería raro. La religión y la política a veces son tan predecibles: disfraces de Biblia y arengas a favor de Francisco Santos o de Zuluaga… El país que queremos.


sábado, 19 de octubre de 2013

El último cartapacio de un idiota

El último cartapacio de un idiota
Jhon  Monsalve 
Cuento publicado en Vanguardia Liberal
Quizá no haya impresión más grande y gratificante para un lector que la de descubrir que los personajes de papel están hechos con las mismas abstracciones y moldes humanos. Es mi caso. Tal vez un cuento de Cortázar me haga comprender que tales sentimientos no son más que representaciones de la idiotez humana que habita en algunos pocos hombres, que podríamos llamar— a nuestro modo de ver— “privilegiados” y que, para el resto, no son más que tontos o estúpidos. No hace mucho me confundía entre los marasmos de La vorágine. Me ahogué entre las lágrimas de don Clemente Silva, sucumbí a los abismos de su hijo, temí las amenazas… y los demás, aquellos que al tiempo leían la misma novela, ni siquiera se inmutaban, y trataban de hallarle, más que lo sublime, el tema justo para una buena interpretación.
Yo no sé, pero gracias al personaje aquel de Hay que ser realmente idiotas para… comprendí que el arte se estudia con los sentidos hasta el punto de crear maravillosas sinestesias, para los demás de pronto algo abstractas, de la vida, del sentimiento, del ser humano. Curiosamente ayer… después de navegar entre el mar apacible de los inocentes, como lo estuvo en alguna ocasión la mujer de Espantos de agosto, que aún me queda la duda de si fue o no asesinada por Ludovico o, aprovechando el uso de la primera persona, el narrador la mató y cuadró todo para que no hubiera ni la más mínima sospecha… pero en mi caso no se trataba de un sueño profundo sobre sangre fresca, sino más bien del mar que formaba la imaginación a sus anchas… me encontré a un viejo que tenía las arrugas tatuadas hasta en los ojos y que preocupado, casi sollozando, buscaba sin parar a su único hijo que había desaparecido un día en horas de la noche cuando fue a comprar un huevo para la comida. Mostró unas fotos con las manos temblorosas por el cansancio, la desesperanza y el reuma. Y se me aguaron los ojos. Me volví idiota. Traté de hablar con él sin que las lágrimas se salieran de su pecera, salitrosa, en represa, pero la idiotez, tal vez lo que muchos llamen Cobardía o Maricada, es susceptible a los golpes de llanto, a los vientos helados, a los arroyos de palabras y tonalidades tristes que se leen o se oyen a diario. Lloramos los dos, buscamos los dos, almorzamos los dos, y llegó la tarde… y llegó sin nada, sin nadie, ni siquiera la esperanza mínima de una pista ilusoria que pudiera dar con el paradero de un joven— para el viejo, un niño— que se perdió extrañamente en una ciudad tan diminuta, tan progresista, tan segura como esta.
Y es que cualquier padre haría cualquier cosa por su hijo; solo recordemos las peripecias de Kino en La perla, y vivamos de nuevo sus impaciencias, sus suertes, sus consecuencias. Por lo menos en la obra de Steinbeck sabemos que es la picadura de un animal la que desata todos los acontecimientos; por el contrario, en nuestro viejo, el de ayer, solo podemos acercarnos a una adivinanza, tal vez a una información predestinada por el oráculo de la experiencia,  que, aunque certera, debe decirse haciendo uso medido de palabras puras y pulcras que se alejen de todo tipo de ambigüedad: Supuestamente, No está comprobado, Presuntamente, Quizá, Tal vez, No se sabe. Porque lo más seguro es que De pronto se lo haya llevado por equivocación—recordemos que todos los humanos se equivocan— un batallón, que pensó ingenuamente que ese muchacho podría pertenecer a un grupo al margen de la ley.
Estas cosas comprueban que mi grado de idiotez está por encima de los índices normales. Casi nadie siente eso. Todos —como he visto— miran para el cielo, se tapan los oídos y solo oyen la voz de Dios cuando les conviene. Ante situaciones como las de don Clemente Silva, se compadecen hipócritamente y creen ayudar con eso, con un sentimiento falso que se inventan para ganar puntos en el Juicio Final. Pero la idiotez se trepa a la cima del Chimborazo y hace alucinar, llorar, gritar el dolor ajeno, el que en este país, muy bien lo dijo Jaime Garzón, no se duele, no se siente, porque No tenemos una conciencia colectiva: tenemos una posición cómoda e individual ante la vida, el problema soy yo, me salvo yo, y el resto friéguese. No puedo dejar de nombrar a Bolívar, y su delirio, y sus poemas que se esconden entre las proclamas de un héroe mitificado, entre las voces de un dios que vino a salvar el futuro de una tierra que se perdía por entonces, que se entregaba en manos ajenas… ¡Mierda! De nada sirvió tanto esfuerzo: hoy continuamos en las mismas. Mientras no haya más idiotas, continuaremos en las mismas.
Pero nadie tendrá la disposición de cambiar su inteligencia por mínimas dosis de idiotez. Por esa razón la mujer y los amigos del personaje de Cortázar prefieren aplaudir y criticar el acto teatral y no caer en el error de pasar todo entero, como si la vida no estuviera hecha, tal como lo dijo Borges, de momentos que no deben perderse entre críticas absurdas, entre banalidades, entre inteligencias y disciplinas que llevarán consigo, y hasta la vejez, los arrepentimientos más atroces. Prefiero ser idiota ahora, tratar de cambiar el mundo y de disfrutarlo ahora, en lugar de arrepentirme luego del estado sedentario con  el que anduve el Valle de lágrimas, tal cual lo llamó el padre Rentería en la novela de Rulfo… y ese estado de quietud conlleva la inteligencia de la que huyo recurrentemente.
Para ejemplificar un poco más, les cuento que estoy rodeado de sabios y de salomones que critican y que viven intelectualmente el arte de la vida… porque la vida no es más que eso… pero si recordamos bien, Salomón, entre tanta sabiduría, terminó, debido a la influencia femenina, pecando contra Yahveh, adorando a otros dioses. ¿Dónde quedó, pues, la sabiduría del que se supone escribió El Eclesiastés? Casi hallamos en él a Sartre o a Camus. Pero en fin: por aquí pululan salomones. Con decirles que hace unos días discutíamos el valor humano de Hitler y concluyeron, sin mí, que los judíos se merecían la muerte por invasores, comerciantes y asesinos de Cristo. Y luego lo comparaban con algunos presidentes latinoamericanos que habían dejado el mismo legado de paz: no hay necesidad de nombrarlos; ya ustedes los conocen… los idiotas no podemos olvidar los sentimientos de impotencia que se dejan en los estados de locura. Para emparejar las opiniones y transmitir un poco de la idiotez que me caracteriza, les hablé de Fosas comunes, el cuento de Burgos Cantor, y prefirieron la poesía de Roy Barreras. Este escritor—no el bondadoso político— se centra en las víctimas de aquella violencia sin fin, comandada, según algunos, por un sucesor de Hitler. El dolor, las lágrimas, el grito ahogado de ausencia se clava entre los poros de los idiotas, de nosotros, mientras que los inteligentes se mofan y se divierten por los huesos, las cabezas, las entrañas de seres que no son aptos para el país. Ahí está el hijo del viejo aquel, que Presuntamente desapareció una noche mientras iba a comprar un huevo. Tal vez haga falta una fábrica de cápsulas que prevengan la sabiduría, porque temo llegar a pensar y a sentir como ellos… los vendados, los sordos, los mudos de una sociedad estancada en el pasado. Soy idiota, sí… y qué.
Ahora mi tono—se habrán dado cuenta— es más retador. Pero no puedo evitar volverme así cuando hablo de Fosas comunes o de La casa grande. Tampoco cuando veo tan cerca la Santa María de Onetti. O el Macondo de Gabo. Ya lo llamo así porque los idiotas somos atrevidos y dejamos para luego la formalidad. En esta ciudad se han llevado a cabo numerosos proyectos en pro del crecimiento social y solo por ello está siendo reconocida en todo el país. Pero algunos, es decir, aquellos que nos impactamos cuando vemos caer una hoja de un árbol o cuando perseguimos a un pato, tal cual el personaje de Julio (dejémonos, ya dije, de formalismos), recordamos que la misma acción de la novela de Cepeda Samudio ocurrió en El Estadio Alfonso López el 11 de octubre de 1981. No olvidamos que las balas, aunque las hicieron pasar de salva, eran hechas del mismo material con que los soldados acribillaron a los protestantes de las Bananeras. De lo contrario, los heridos habrían llegado al hospital con morados en las piernas y en el pecho, y no agonizando. Y de nuevo el ejército… ay el viejo, ay, el joven—que para él, era un niño—, ay, los batallones. Y hagamos lo mismo que Gabo: trascendamos este hecho. Copiemos la idea de llenar trenes de muertos. Así se recuerda mejor y se vuelve folclor. Y las balas llegaron a más de treinta. Y las gradas del estadio se mancharon de sangre amarilla, leoparda, y murieron, entre gases, algunos asfixiados, otros heridos a bala, cerca de doscientos. Los heridos, no contradigamos tanto, no seamos tan inteligentes, fueron poco más de treinta. Y ya. Cumplimos. Cumplí. Ay, batallones… ay… los héroes.
Pobre viejo, pobre hijo, pobre tierra… Verdaderos héroes son los que presenta Emilio Díaz Valcárcel en sus cuentos. Héroes de tragedias comunes, de heridas ajenas, de luchas sin ideales, obligadas, compartidas, sufridas. Los nuestros se comprenden por pedazos. Solo algunos. Los que respetan la vida y no pasan por encima de los demás en busca de una ganancia paupérrima del valor de un fusil o de una bala. Es un truque, mi viejo… por cada cartucho nos dan un trozo de hijo. Sí, eso le diré esta tarde… sí. Mientras tanto dejaré de escribir estupideces, porque los pasquines, desde ahora, cuentan también a los idiotas.


viernes, 11 de octubre de 2013

"Satanás", de Mario Mendoza: Una crítica profunda a la sociedad y política colombianas y una alteridad normal en el humano

“SATANÁS”, DE MARIO MENDOZA: UNA CRÍTICA PROFUNDA A LA SOCIEDAD Y POLÍTICA COLOMBIANAS  Y UNA ALTERIDAD NORMAL EN EL HUMANO
Jhon Monsalve
Imagen tomada de internet
Aunque, “Satanás”, novela de Mario Mendoza, no está narrada de forma poética, ni hace uso exclusivo del lenguaje puro literario, sí demuestra, tal vez, en mayor proporción que algunas novelas bien narradas (evidentemente, con otros objetivos), las consecuencias de unas políticas gubernamentales que han caracterizado desde siempre a Colombia. Los personajes que se presentan son la configuración de una sociedad víctima de las pocas oportunidades, de los malos manejos de los recursos del pueblo, del desdén absoluto hacia la pobreza, la miseria y el hambre.
La narración se desarrolla en torno a  cuatro personajes: Campo Elías, María, Andrés y el Sacerdote. El primero es, por decirlo de alguna manera, el que ejecuta las acciones principales para que, tal cual en la tragedia griega, los héroes caigan, se desboronen, se desintegren. Campo Elías escribe El diario de un asesino, en el cual comenta las injusticias sociales de un país de pocas oportunidades. La Guerra de Vietnam lo dejó, posiblemente, con unos traumas sicológicos, normales, en estos casos, tal cual Emilio Díaz Valcárcel lo desarrolla en sus cuentos sobre los vestigios de la Guerra de Corea.  Campo Elías se confiesa con el sacerdote sobre sus deseos criminales, de igual forma que días antes lo había hecho un hombre del común que después de confesarse asesinó a sus hijos y a su mujer porque no soportaba que aguantaran más hambre. Campo Elías era lector consumado de El extraño caso del Dr. Jekill y Mr. Hyde, de Stevenson, y enseñaba inglés por medio de esta novela.
Por otro lado, se narra la historia de María, una señorita de 19 años, que después de ser criada por el sacerdote y después de cumplir los 18 años, tuvo que trabajar como vendedora de tintos y dejar a un lado los sueños de ir a la universidad. De niña vivió una época violenta en la cual perdió a su familia. Ahora, mientras vendía tintos, unos hombres le propusieron que, si quería, podría trabajar con ellos, en un negocio que, grosso modo, consistían en que ella, María, debía poner cierta droga en la bebida de un hombre adinerado, mientras hablaran en un bar de Bogotá. Luego, ellos lo llevarían y aprovecharían tal estado para robarlo. María aceptó la propuesta y, en una noche de trabajo, sucedió algo inesperado: subió a un taxi, y fue violada de una manera brutal, que brutalmente supo narrar el autor. Desde ese día dejó su trabajo. Cambió de vida y hasta de gustos sexuales y buscó ayuda nuevamente en el sacerdote.
Andrés era el sobrino del sacerdote. A mi modo de ver fue el personaje mejor configurado de la novela… que está dividida en diez capítulos, y cada uno de ellos (o bueno, la mayoría de ellos) se divide en tres apartados distintos que cuentan la historia particular tanto del sacerdote, como de Andrés y como de María (el relato de Campo Elías aparece en algunos capítulos uniéndose a las demás narraciones, y tiene un capítulo especial en el que se presenta el diario del asesino)… Este personaje, Andrés, puede ver proféticamente los hechos trágicos que ocurrirán cada vez que pinta un retrato. Mientras retrataba a uno de sus tíos, se apoderó de él una presencia extraña que lo llevó a dibujar sin querer una garganta amorfa. Días después su tío se enteró de que tenía cáncer en la garganta. Lo mismo ocurrió con Angélica, su exnovia, a la cual había dejado porque sentía que ella importunaba su trabajo como pintor. Un día ella le suplicó que le hiciera un retrato y, mientras lo hacía, la misma fuerza extraña se apoderó de él, y le dibujó ciertas manchas en la cara. Días después, Angélica se enteró de que tenía sida y que las manchas eran indicios de ello. En otras dos ocasiones esa fuerza extraña tomó poder en el cuerpo de Andrés: la primera fue cuando, teniendo relaciones sexuales con Angélica (deseada inmensamente por él, después de enterarse de que era promiscua), se quitó el condón sin importarle que se podría contagiar de sida; la segunda sucedió cuando conoció a Campo Elías en un bar y más precisamente cuando este le propuso que pensara en cómo quedaría un cuadro suyo, acto seguido Andrés imaginó una escena de balas y muertos.
Y por último, el sacerdote, que va directamente relacionado, como lo vimos, con los demás personajes. El sacerdote se caracteriza por ser de izquierda, por pensar en el pueblo, por no creer en posesiones demoníacas. No obstante, en el transcurso de la novela lo persiguen legiones de demonios desde todas las esquinas. Por otra parte, debe luchar contra un demonio que se apoderó de una adolescente y que lo seduce sexualmente cada vez que se acerca a su fétido olor con el fin de ayudar. Este demonio grita a viva voz que el sacerdote no podrá con su oficio divino y que tendrá que retirarse. En cierta parte, es una lucha entre el bien el mal, tal cual sucede en El extraño caso del Dr. Jekill y Mr. Hyde. Cada personaje eran dos a la vez: María era quien no quería ser; Andrés, cuando pintaba, era otro; Campo Elías, tal vez producto de la Guerra de Vietnan, adoptó un Hyde temible y peligroso, y el sacerdote era uno en la misa y otro en la cama junto a Irene, su ayudante en la parroquia.
Cuando tanto María como Andrés buscaron ayuda espiritual con el sacerdote, este les comentó que se casaría pronto con Irene y que, evidentemente, dejaría el sacerdocio. Comían los cuatro en un restaurante italiano, cuando de repente, Hyde, dentro de cuerpo de campo Elías, mató a uno por uno de los que estaban comiendo en aquel lugar… Los vestigios de la Guerra lo golpeaban, pero también las pocas oportunidades, el aburrimiento, el tedio, el sufrimiento… Lo siguiente lo dijo cuando mataba a la madre de su alumna de inglés: “El amor de Dios… No sé si estamos hablando de la misma persona. A ese Dios suyo solo lo conocen los privilegiados como usted, el dos o tres por ciento de la población. El resto conocemos el desdén, la ira y el maltrato de un Dios sordo y despiadado”.

“Satanás”, de Mario Mendoza, no solo es una novela urbana que demuestra la alteridad del hombre y la contraposición del bien y el mal, sino también una novela en que se comprende este último valor como consecuencia de los problemas sociales y políticos… como producto de una mínima sociedad que ignora, que subyuga y que solo piensa en sí misma. 

miércoles, 2 de octubre de 2013

El escarabajo de oro, de Edgar Allan Poe: William Legrand VS. William Kidd

EL ESCARABAJO DE ORO, DE EDGAR ALLAN POE: WILLIAM LEGRAND  VS. WILLIAM KIDD: DEL PEQUEÑO AL GRANDE
Jhon Monsalve

Imagen tomada de internet
Edgar Allan Poe es reconocido en el mundo de la literatura por ser, junto a Maupassant y Chéjov, uno de los padres de la narrativa breve. También escribió poesía, aunque es menos valorado por ello. Ya en cierta ocasión intenté hacer un análisis de uno de sus poemas: Un sueño en un sueño. Pero retomemos la idea de la paternidad en la cuentística universal y demostrémosla por medio de un pequeño y tal vez muy elemental comentario del cuento “El escarabajo de oro”, publicado en 1843. Más precisamente me centraré en la importancia del nombre de aquel caballero y en la significación que conlleva.
 Ya nos es sabido que los nombres van muy acorde con las acciones de los personajes. Ya lo hemos visto en el análisis sobre “El extraño caso del Dr. Jekill y Mr. Hyde”, donde este último vivía escondido (hide) dentro del cuerpo del primero. Del mismo modo, García Márquez trata de relacionar los nombres dependiendo de las acciones de los personajes; recordemos a Remedios, la bella, o a Florentino Ariza. Y en este cuento de Poe se juega con las diferentes acepciones de la palabra kid, que significa tanto cabrito como niño.
Para comprender a qué me refiero con el título “Del pequeño al grande”, retomemos un poco el hilo narrativo: en este cuento, se evidencia la capacidad de un misántropo de descifrar un enigma escrito en un pergamino y que conducía, según sus reflexiones, a un tesoro. Este hombre, que desde hacía algún tiempo, había perdido su fortuna, halló un día, en una playa de la Costa Atlántica, un escarabajo que, según la percepción de Júpiter, su criado, y de él mismo, era de extraña figura, de un peso fuera de lo común y de un color dorado, similar al oro. El narrador, que era amigo de William Legrand, fue un día a la cabaña de este a pasar la noche allí, justo cuando habían encontrado este animal y lo habían prestado a un teniente de la región. Por esta razón, William dibujó el escarabajo en un papel que encontró en uno de sus bolsillos y que había  hallado también junto al animal de oro. Según lo percibido por el narrador, después de que, teniendo en cuenta que hacía un poco de frío, se acercó a una especie de fogata dentro de la cabaña y luego de que el perro de Legrand lo saludara calurosamente, allegó lo suficiente el papel al fuego… después de todo ello, descubrió que el tal escarabajo tenía forma de calavera. William se dio cuenta de que así era e inició desde ese momento un proceso de investigación interpretativa para descubrir tal enigma. Se ausentó mentalmente por algún tiempo y pensaron que podría estar enfermo. Pasado el tiempo, Legrand invitó a su amigo y a Júpiter a una excursión tras la búsqueda de un tesoro. Después de un error de Júpiter (narrado con un humor muy característico), fallaron en el intento, pero gracias a que Legrand se dio cuenta de tal falla, pudieron dar con el botín. Después de llegar a casa, y tras las preguntas del amigo, es decir, el narrador, William Legrand explicó el método que usó para descifrar el código que indicaba el lugar en donde estaba el tesoro.
Finales similares al de este cuento los encontramos en obras policíacas, al estilo de Agatha Christie, Arthur Conan Doyle o, más recientemente, Dan Brown. Los que en esta novelas, respectivamente, encuentran el sentido del crimen o del robo, del modo en que se encuentra un tesoro, son Hércules Poirot, Sherlock Holmes y Robert Langdon. Todos grandes, muy inteligentes y con características fijas y establecidas por sus creadores. Del mismo modo, Wiliam Legrand, con una mente brillante y un método perfecto, logra llegar al clímax de la búsqueda. Pero… ¿dónde está lo grande y quién es William Kidd?

William Kidd fue el pirata (un corsario, para algunos… total, un personaje histórico), que según Legrand, elaboró el enigma del tesoro escondido. Kid (con una sola d) significa Cabrito, tal y como el corsario lo dibujó en el pergamino. Pero también significa Niño, y de esto se aprovecha el autor para configurar las acciones de William Legrand con su nombre. “Le grand” significa El grande (en lengua francesa), el que pasó en inteligencia al Kid, el único que conocía el lugar donde se hallaba el tesoro... William Legrand VS. William Kidd es un juego lingüístico muy interesante, cuya pertinencia encaja dentro del marco de las acciones de cada personaje. Tal vez, por todo ello, merezca Edgar Allan Poe ser llamado también Legrand.