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lunes, 6 de diciembre de 2010

Aprender a leer en una cárcel que trae como recompensa un regalo


Las cartillas son hoy en día, tal vez, el estorbo de una educación que trata de buscar la significación en la decodificación. Desde la guardería, el uso de la imagen en el texto se convierte en la característica necesaria para que las letras no parezcan aburridas, sin embargo, el intento por lograr esto no siempre es satisfactorio. Los niños son niños, en cuestiones de necesidad de imágenes para la concentración y en cuestiones de lectura, aproximadamente, hasta los veinte años porque se gradúan detestando el río de letras que para ellos está muy sucio, cuando en realidad  es sin duda un mar tan limpio que en su gran inmensidad guarda las perlas del conocimiento, que sin concha están a disposición del mundo entero, de todo aquel que lo tome como mar y no como simple río.
Y buscan la forma día tras día para que ese mar pueda ser visto por los alumnos, para que puedan aprovechar las perlas que brillando permanecen en la profundidad de lo importante. Buscan formas y encuentran fracasos, porque los niños de hoy en día están interesados en otras cosas, cosas mucho más interesantes que la simple cartilla de escuela que huele a mugre por cosas de niñez, que con las mismas cosas hechas permanecen en pie y pulcras las caricaturas de televisión, que deberían de una u otra forma ser utilizadas para la enseñanza de la lectura y para la motivación que escasea, tomándolo como un ejercicio placentero, como casi un juego, o como dice Abad Faciolince: (…) como un acto pecaminoso, clandestino y divertido como el sexo, y además que sirva como medio de adquisición de conocimiento y de cultura general y humana. Pero el niño no quiere aprender; el mundo de afuera se le presenta más desnudo, más real, más pervertido, en cambio, la cartilla no es más que el cuadernillo del que debe estar pendiente porque de lo contrario su mamá le pega o su papá no le compra a fin de año lo que le prometió. He ahí el problema: el niño lo entusiasma cualquier cosa de la escuela, menos la escuela misma, y mucho menos una cartilla que no muestra ni videojuegos ni peleas, que no muestra ni asesinatos ni sexo. De cualquier forma, hay que llamar la atención del niño, pero sería muy cruel, para lograr esto, quitarle la niñez que pasa sin contar horas ni minutos, a no ser que se esté estudiando con una cartilla de lectura en un mundo que parece cárcel. La posible solución del problema estaría en que la lectura se enseñara como una fuente de significado y no solo como una decodificación que al principio parece juego, pero que después aburre. Tal vez esa actividad divertida del niño, de mostrarle al mundo entero que sabe distinguir unos códigos de otros y los sabe unir, deba asociarse a un proceso de búsqueda de significado en el texto que decodifica: hacer al estudiante consciente de que lo que lee lleva consigo una significación que va mucho más allá del simple sonido que produce cuando lee; pero, ¿cómo lograrlo?
La consecuencia del trabajo mal hecho en el aula de clase se muestra desnuda en el iletrismo de la sociedad, es decir, según Emilia Ferreiro, la cruda verdad de que la escolaridad básica no asegura la práctica cotidiana de la lectura, ni el placer por ésta, ni el gusto de leer. El cómo lograr que los estudiantes le encuentren gusto a la lectura, que descubran lo sublime, que conozcan la catarsis, es tarea de todos los docentes de este país y del mundo, porque el problema, al parecer, se extendió como epidemia por las tierras y los mares, por los seres vivos que nacen y que no les importa su educación en absoluto, porque son niños, y nada puede hacerse, porque son niños y estudian por promesas que les convienen, estudian desde esas cartillas que aumentan el aburrimiento, con imágenes que les parecen estúpidas, pero son conscientes de que sin ellas todas las horas serían más largas, con textos simples y de ninguna importancia… porque son niños y esperan a que diciembre llegue, para no saber más de cartillas, ni de lecturas, ni de imágenes tontas, ni de textos estúpidos… no ven el mar de conocimiento, no ven las perlas, no ven más que un río de letras y cada vez más sucio, en el que se deben bañar si quieren ver promesas cumplidas.

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