domingo, 25 de enero de 2015

Tres cuentos en la caneca

Tres cuentos en la caneca
Jhon Monsalve
Imagen tomada de internet.
Dicen que escribo cuentos porque me han publicado uno que otro en Vanguardia Liberal, porque he tenido la oportunidad de leerlos en públicos que sobrepasan las quinientas personas, porque he recibido ―como todo el que escribe― comentarios malos de mis lectores. No me creo cuentista. Imagino mucho, escribo aparentemente con buena redacción y ortografía, me siento y fluyen las ideas como si un ser extraño ―de esos que Mario Mendoza exaltó en su último libro sobre casos paranormales― se apoderara de mí y escribiera por mí. No sé, pero no me siento cuentista. Debo confesar que, en la ingenuidad de mi adolescencia, cuando leía a Fernando Vallejo, al Marqués de Sade y a Charles Bukowski, soñaba con ser escritor de cuentos y novelas. De poemas no, porque siempre me ha costado decir las cosas en pocas palabras. Si yo fuera poeta, sería como Garcilaso de la Vega o, mejor, como Quevedo: haría poemas que muestren el marco axiológico de nuestra cultura y de nuestro tiempo, para que con los años lluevan las críticas de mi supuesta misoginia y de mi inconformidad con uno que otro conocido. En fin, si yo fuera poeta, escribiría sonetos, como los de Góngora o Sor Juana Inés De La Cruz, para tener presente, cada vez que se recitara (la estructura y la rima lo permitirían, claro está), que hoy soy lo que sea que soy y mañana seré polvo y nada. El caso es que no soy poeta ni cuentista, y de esto último me di cuenta después de tres intentos fallidos de cuentos que terminaron en la caneca. Contaré, grosso modo, de qué trataban y me darán la razón.
El primero de ellos, escrito en el año 2009, llevaba por nombre Las cosas que un policía calla para no matar. Por esos días, leía fielmente a Agatha Christie y me propuse imaginar una historia de placer y  venganza (como se diría en un canal que veo en ocasiones). La trama se desarrollaba en una ciudad anónima donde había un río que, cada cuatro meses, durante el último año, había arrastrado el cuerpo demacrado de hombres que se llamaban de la misma manera: Raúl Meza. Las razones de por qué se llamaban así y no de otro modo las desconozco (cosas de un mal cuentista); lo cierto es que un detective, con problemas matrimoniales, decide investigar el caso para evitar ser despedido de su puesto. Un día acepta, por estrategia de pareja, la invitación de su mujer a la fiesta de un matrimonio. En la mansión de los recién casados descubre una fotografía de una mujer con unos rasgos particulares y se entera, para su sorpresa, de que el nombre del marido es Raúl Meza. Une cabos y presupone que la asesina es la novia y que, dentro de un par de días, como máximo, matará a su esposo. Una noche entra sin permiso a la casa de los recién casados con el ánimo de corroborar sus sospechas, y la señora de la casa, la misma esposa y mujer de la fotografía, le pega un tiro en la cabeza. Ya no recuerdo muy bien el asunto. El caso es que un detective novato, amigo del anterior, se encarga de la cuestión y soluciona el enigma: aquella mujer sí era la asesina, y con pruebas de video, argumenta las razones que la llevaron a cometer tales actos. Ella no toleraba que los esposos no tuvieran el mismo rasgo que la caracterizaba: el hermafrodismo. Venía una que otra reflexión final del nuevo detective y el cuento se acababa por fin, para ser arrojado a la caneca de la basura.
Otro cuento que fue un fracaso y me convenció de que no era un cuentista llevó por título El paso del tiempo. Se contextualizaba en un barrio de una ciudad cualquiera, donde un tendero prestó a un anciano cien pesos para completar para el pasaje de un bus o algo así. El mismo tendero, en horas de la tarde, hizo lo mismo con un joven estudiante. Pasaron los días y el muchacho pasaba por la tienda con bolsas de pan y leche que había comprado en el puesto de mercado de otro señor. El cuento se acababa justo en ese momento, y dejaba a la imaginación del lector las actuaciones del viejo vecino que no volvió a aparecer en la narración. Recuerdo que, por esos días, en el mes de octubre del año 2010, había escrito otro cuento corto que, según mis compañeros del momento, tenía algo de especial, y en honor a tal cumplido lo posteé como la primera entrada de un blog que hoy ya cuenta con más de un millón de visitas (claro: cuatro años no llegan solos; imposible que en cuatro años, y en nuestros tiempos, la gente no haya entrado a ver al menos las imágenes). Hoy lo leo y siento pena de mis cualidades como cuentista y estoy seguro de que los que loaron mi incipiente escritura se apenan por lo mismo. El cuento decía así: «Carmenza soltó su pluma y arrugó la hoja; no podía creer que no fuera capaz de escribir… “¡Pero si la gente lo hace tan fácilmente!”. Golpeó la mesa con su mano izquierda, y con la derecha se bofeteó. No era masoquismo; simplemente, quería recordarse a sí misma que nació en los años machistas, cuando solo los hombres podían ir a la escuela».
Y otro cuento, del estilo del primer fracaso, se titulaba El crimen perfecto. Trataba de un hombre que ocupó varios años de su vida pensando en la manera de asesinar a una de sus amantes que, años atrás, le había advertido que volvería para contarle cada detalle a la esposa. El plan parecía perfecto: se dejaría citar por su examante, se acostaría con ella (en este punto el narrador intentaba hacer una imitación burda del capítulo 68 de Rayuela), amanecería en un hotel cualquiera, sacaría el revólver que compró apenas algunos días en un mercado de paso y amenazaría a la examante para que atara un lazo en el techo, pusiera una silla debajo y se ahorcara, como la idea surgiera de su propia voluntad. El hombre bajaría luego a la recepción del hotel, pagaría la cuota respectiva e informaría que la chica se había quedado duchándose, como es normal en estos casos. Luego, junto al cuento, desapareció para siempre.
Como ven, no soy cuentista; no puedo serlo. El hecho de no terminar con éxito tres historias tan básicas y simples como estas me hace pensar en que el tiempo perdido en la escritura literaria se va para siempre, sin dejar más que la frustración. Son, como se evidencia, simples intentos de un fracasado y frustrado antes de tiempo. Pero, al menos, eso sí, yo lo acepto. No hablo más. Siempre que escribo pierdo a un amigo.


viernes, 9 de enero de 2015

"La familia Bélier": un film más allá del título

La familia Bélier: un film más allá del título
Jhon Monsalve
Imagen tomada de internet.
Por estos días, se estrenó en Colombia una película francesa, publicitada pobremente por el anuncio siguiente: “Lo que no escuches lo sentirás en tu corazón”, propio de filmes románticos (en el sentido más peyorativo) o de textos cursis. Mi propósito, en el presente comentario, es dejar a un lado la vaguedad de la promoción y del título, para centrarme en la trama y en la calidad representativa de los actores. Afirmo que no soy crítico de cine, ni pretendo serlo. Solo comprendo La familia Bélier como un texto más, producido en la cultura occidental y con grandes muestras de nuestra esencia humana, especialmente, en dos ámbitos: el de los objetivos y el de las acciones.
Para algunos, esta película de Eric Lartigau combina lo artístico y lo comercial de manera perfecta. La fotografía tanto en lo rural como en lo urbano sobresale por su precisión en los paisajes. Lo artístico está dado por la trama, por la manera en que se desarrollan las acciones, por los elementos culturales que en ella aparecen: la música clásica francesa, verbigracia. Lo comercial, por su parte, se da por cierto humor recurrente que raya, en ocasiones, con la burla de actos que no fueron pensados para ello. Hay escenas en las que los personajes se comunican por medio de señas, porque no lo pueden hacer de otra forma, y los espectadores han llegado a malinterpretar tales acciones dramáticas como si fuesen cómicas. Yo no hago parte de esos “algunos”. Mi opinión es clara y directa: esta película bien puede equipararse a otras del nivel de Historias mínimas, Cinema Paradiso o Memorias de Antonia. Existen ciertos elementos que la incluyen en esta categorización, como la trama, la contextualización y el nivel actoral de los participantes. En últimas, lo que busco es describir dos factores humanos que se hacen evidentes en la cinta: los sueños y los actos que giran en torno a sus realizaciones.
La familia Bélier es un grupo social formado por cuatro integrantes, de los cuales tres son sordomudos. Paula, la única hija, nace, a diferencia de su hermano, con la capacidad de oír y expresarse oralmente. Esto trae ciertas preocupaciones a la madre, porque teme terminar odiando a su hija, como lo hace con los demás sujetos hablantes. Dentro de este núcleo, paula se convierte, por sus facultades, en la voz y la esencia. De cierta manera, adquiere un compromiso serio con sus familiares, hasta el punto de hacerlos depender de ella. Cuando en clase de música el profesor le dice que ve talento en ella y que debería concursar en un evento de canto de talla nacional, sueña con su propósito y se rebela contra sus padres. Con el paso de los días, los dos señores van a verla cantar y, sin oírla, concluyen por la algarabía que hay en su hija cierto don. La acompañan a las audiciones en París y, tras la representación respectiva en lengua de señas de la letra de la canción que canta, los padres se convencen del talento de su hija y de lo lejos que puede llegar.

Ya sé, para aquellos que no han visto el filme, que narré esta historia de la manera más cursi. Otro sentimiento se experimenta frente a la pantalla: uno de impotencia, de deseo de que los padres entiendan los sueños de su hija, una ilusión de ver crecer a quien nació para grandes cosas. Si hay algo que nos caracteriza como humanos, es la constante búsqueda de objetos que colmen nuestras necesidades de momento. No hay relato en que no aparezca la figura de un tesoro metaforizado. Esta película merece una valoración más positiva que la de la cursilería que predica el lema, que la simplicidad del título y que la descripción de un novato en cuestiones de cine. Ustedes quedan encargados.