EL ORDEN DEL DISCURSO: PROCEDIMIENTOS
QUE DETERMINAN
EL CONTROL DISCURSIVO Y ALGUNAS PAUTAS
DE ANÁLISIS
Jhon Monsalve
Foucault, M. (2008). El orden del discurso. Barcelona:
GRAFOS.
Imagen tomada de internet
En
1970 Michel Foucault lee “El orden del discurso” como acto inaugural del cargo
que ahora ocuparía sucediendo al filósofo francés Jean Hyppolite en la Cátedra
de Historia de los Sistemas de Pensamiento. De una manera metafórica y haciendo
uso de un lenguaje filosófico valora el trabajo del filósofo anterior y lo
evoca tanto al inicio como al final de su ponencia. En las primeras páginas,
hace alusión a una voz que pareciera precederlo, y en los últimos párrafos,
relaciona tal evento con las ideas y propuestas de Jean Hyppolite. Lo
interesante es que en medio de estas referencias hay un trabajo analítico
profundo sobre lo que ha caracterizado al discurso a través de la historia.
Foucault, en la medida en que desarrolla sus argumentos, trata ciertos temas en
concordancia con los rasgos discursivos y con el análisis propiamente del discurso,
pero en todo momento hace una relación constante entre este acto y el poder, la
sumisión y la exclusión.
En
la primera parte, el autor deja clara la tesis que sostendrá durante todo el
texto y que, grosso modo, consiste en
reconocer que hay ciertos procedimientos que hacen del discurso un conjuro de
poderes y peligros. Para ello, centra su atención en los procedimientos de
exclusión, que abarcan, en primer lugar, lo prohibido. En definitiva, lo que se
argumenta es que no todo puede decirse y que tal prohibición es más recurrente
en los campos de la sexualidad y la política: “Uno sabe que no tiene derecho a
decirlo todo, que no se puede hablar de todo en cualquier circunstancia, que
cualquiera, en fin, no puede hablar de cualquier cosa” (p. 14). El segundo
principio de exclusión es la dicotomía entre razón y locura. En este apartado
se explica históricamente cómo los que no tenían el poder discursivo en la
sociedad medieval y aun así se expresaban eran considerados locos, y aquellos
que especificaban los motivos de la locura a partir del discurso prestablecido
eran los que razonaban. El último principio
de exclusión es la contraposición entre lo verdadero y lo falso. En este punto,
Michel Foucault hace una contextualización histórica sobre el concepto de
verdad que, a través del tiempo y del cambio cultural, ha ido variando. En
primera medida, era considerado como verdadero todo discurso proferido con una
suerte de componentes estilísticos, pero con Platón, se dejó a un lado tal
sentencia y la verdad llegó a ocupar el cuerpo de todo discurso expresado fuera
del poder y del lenguaje sofista. Luego de hacer algunas referencias históricas
del siglo XVI al XIX sobre el concepto de verdad en relación con la tendencia
del saber, afirma que de los tres procedimientos de exclusión el que, tal vez,
abarque a los demás sea este último. El autor concluye el apartado haciendo
alusión a que la voluntad de expresar el discurso verdadero es propia del deseo
y del poder y, por lo tanto, esta voluntad tendría como propósito la exclusión.
Ahora
Michel Foucault centra su atención en los procedimientos internos del discurso
que, de igual manera, ejercen control en él. El primero de ellos es el comentario que, directamente relacionado
con los dichos populares, se configura como eje de los rituales políticos,
religiosos y culturales. El comentario
permanece, va y vuelve; lo que lo hace renovable es su capacidad de retorno. El
segundo factor es el autor entendido
no como quien escribe el texto, sino como “principio de agrupación del
discurso, comunidad y origen de sus significaciones, como foco de su
coherencia” (p. 30). Esta definición engloba aquellos actos discursivos como
las conversaciones cotidianas, en las cuales el autor se reduce o se
transforma, tal cual lo afirma Foucault, en el origen de las significaciones. Después
de estas referencias, y en aras de explicar otro principio de limitación
discursiva, expone los rasgos comunes, a través de la historia, de lo que se
considera la disciplina. En primer
lugar, opone este último concepto al de comentario
y al de autor, debido a que la disciplina,
por una parte, no permanece y no se repite, y, por otra, por el hecho de que
está al servicio del que quiera hacer uso de ella. De este apartado Foucault
concluye que, para que una proposición haga parte de una disciplina, es
necesario que permanezca en la verdad.
Al respecto, complementa que un discurso puede ser verdadero, pero no estar en la verdad; pone el ejemplo de Mendel
que, aunque decía la verdad, no fue considerado con la importancia que merecía
en su tiempo, por el hecho de que no estaba en
la verdad de lo que, entonces, se creía.
Un
procedimiento más que podría controlar el discurso es el que determina las
condiciones de su uso. De este modo, los hablantes deben comprender y aceptar
ciertas reglas que son impuestas por convención para que el acto discursivo se
lleve a cabo. Foucault denomina ritual
a los signos y componentes proxémicos y cinésicos, propios del discurso, y
asocia tal acto a las doctrinas religiosas, filosóficas y políticas. Estas
doctrinas, que tienden a la difusión y a la definición recíproca de la cantidad
invaluable de sujetos, no pueden considerarse sociedades del discurso, debido a
que el número de individuos de estas últimas son limitados y, por lo tanto, el
discurso, tal cual lo afirma el autor, puede circular y transmitirse.
Paso
seguido, Michel Foucault, partiendo de que en el discurso se ponen en juego los
signos, considera que este acto está, por tanto, al servicio del significante.
Por tal razón y teniendo en cuenta los párrafos anteriores, pretende basar sus
propuestas como sucesor de Jean Hyppolite en el replanteamiento de la voluntad
de verdad, de la restitución del discurso como acontecimiento y, finalmente, de
la posibilidad de borrar la soberanía del significante.
Lo
anterior lleva consigo unas exigencias. La primera de ellas es el trastocamiento, concerniente al
reconocimiento del juego negativo de un corte y de una rarefacción del
discurso, que lo haría, por siguiente, menos denso. Junto a esta búsqueda de
menor densidad, aparece la discontinuidad
discursiva, que configura el discurso como una práctica en constante
yuxtaposición con otras del mismo estilo. Por lo tanto, la búsqueda de una
menor densidad no logrará la continuidad o el silencio discursivo. Otra
exigencia es la especificidad,
entendida como el rasgo que hace del discurso una “violencia que se ejerce
sobre las cosas” (p. 53), y no un cómplice de nuestro conocimiento. El último
de estos principios es la exterioridad,
que consiste en el enfoque de las condiciones externas que producen el
discurso; de ningún modo, se refiere al propósito de estudiar el núcleo o el
interior del acto discursivo.
A
renglón seguido, el autor expone cuatro nociones que pueden regular el análisis
discursivo: el acontecimiento, la serie, la regularidad y la condición de
posibilidad. Luego de relacionarlas con
la historia de las ideas, vuelve al concepto de discontinuidad para describir de qué manera el instante y el sujeto
determinan acontecimientos distintos, a causa de una suerte de azar. Al
respecto, concluye que los discursos podrían ser considerados como “series
regulares y distintas de acontecimientos”, en relación constante con el
pensamiento y caracterizadas por la materialidad, el azar y lo discontinuo.
Michel
Foucault retoma la exigencia del trastocamiento,
especificada ahora como la acción que pretende cercar la delimitación o las
formas de exclusión. Para ahondar en este principio de análisis, centra su
atención en el tercer sistema de exclusión expuesto en las primeras páginas del
documento: lo verdadero y lo falso. Otra vez contextualiza históricamente
algunos eventos en torno a este tema, y hace lo mismo con conceptos ya
expuestos, tales como: el autor, el comentario y la disciplina. Todo lo
anterior va encaminado a lo que se denomina los procedimientos de control
discursivo y a las descripciones críticas y genealógicas, entendidas,
respectivamente, como el señalamiento de los principios de producción o de
exclusión y como el intento de captar el discurso en su poder de afirmación o
negación de proposiciones falsas o verdaderas. Así las cosas, el autor pretende
explicar el análisis del discurso no como una continuidad de sentido o como una
supremacía del significante, como lo había expuesto arriba, sino como el acto
que “saca a relucir el juego de la rareza impuesta con un poder fundamental de
afirmación” (p. 68).
Finalmente,
Michel Foucault ofrece los créditos correspondientes a los filósofos en los
cuales se basó para formular las ideas expuestas en “El orden del discurso”.
Entre ellos, están Dumézil, Canguilhem y Jean Hyppolite. A este último, que es
también a quien sucede en el cargo de la Cátedra de Historia de los Sistemas de
Pensamiento, es a quien más se refiere con profundo agradecimiento por el
legado y los aportes filosóficos que dejó a la academia y, en especial, a esta
cátedra.
Tal
vez queden muchas cosas por decir. Lo cierto es que las propuestas que presenta
Foucault rompen, de cierta manera, los enfoques que consistían más en el
reconocimiento del discurso como un acto de monarquía sígnica interna y no como
un hecho en el que se hallan inmersas ciertas acciones de poder que tienden a
la sumisión, no solo discursiva, sino también social. Un análisis del discurso
realizado a partir de los acontecimientos, de la discontinuidad y del azar es
un indicio de comprensión del sistema de poder que subyace en cada acto
discursivo.